jueves, 30 de diciembre de 2010

DIEZ AÑOS QUE DESANGRARON A COLOMBIA

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

DIEZ AÑOS QUE DESANGRARON A COLOMBIA

Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antioquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundinamarca.

Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso -decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la mesura.»

Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos.

El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?

La violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el Lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán.

Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin alterar sus buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio.
Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma.

Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres.

Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la destrucción, el desahogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro, Ave negra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas que cantaban las bandas:
“Yo soy campesino puro, y no empecé la pelea, pero si me buscan ruido la bailan con la más fea”.

Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa.

En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que, levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron, en Madrid, el pacto de la paz.

Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra y por aire, dieciséis mil soldados.

En plena violencia había un oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas».

El sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían explicarse por razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas? Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y lo arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había terminado: «Yo no soy culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo». Había perdido la razón, pero en cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de manifiesto el horror del sistema. Porqué el café no trajo consigo la felicidad y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta.

Es verdad que gracias al café se activó la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden oligárquico interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros de poder río sólo no resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos.

Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las Naciones Unidas publicaban los resultados de su encuesta sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos del valle de Tensa, al 78 por ciento. La encuesta mostró «una marcada insuficiencia de alimentos protectores -leche y sus derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan conjuntamente proteínas, vitaminas y sales».

No sólo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social. Las estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los colombianos en edad activa carece de trabajo fijo.

Doscientas cincuenta mil personas se asoman cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos: por el contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de las ciudades. Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela. Ello no impide que el sistema se dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos, para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

jueves, 2 de diciembre de 2010

LA COTIZACIÓN DEL CAFÉ ARROJA AL FUEGO LAS COSECHAS Y MARCA EL RITMO DE LOS CASAMIENTOS

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

LA COTIZACIÓN DEL CAFÉ ARROJA AL FUEGO LAS COSECHAS Y MARCA EL RITMO DE LOS CASAMIENTOS

¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco?

En 1889 el café valía dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Éste fue un período ilustrativo.

Las gráficas de los precios del café, como las de todos los productos tropicales, se han parecido siempre a los cuadros clínicos de la epilepsia, pero la línea cae siempre a pique cuando registra el valor de intercambio del café frente a las maquinarias y los productos industrializados. Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en 1950 bastaban diecisiete bolsas. Al mismo tiempo, el ministro de Agricultura de San Rabio, Herbert Levi, hacía cálculos más dramáticos: para comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas cincuenta bolsas de café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido suficientes. El presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la producción de café -escribió Vargas en su testamento- y se valorizó nuestro principal producto. Pensamos defender su precio y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de vernos obligados a ceder».Vargas quiso que su sangre fuera un precio de rescate.

Si la cosecha de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado norteamericano, a los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos millones de dólares más.

La baja de un solo centavo en la cotización del café implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se hizo mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos, a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe el café?.

En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había bajado un treinta por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el consumidor norteamericano no pagaba más barato su café, sino un trece por ciento más caro. Los intermediarios se quedaron, pues, entre el '64 y el '68, con este trece y con aquel treinta: ganaron a dos puntas. En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los productores brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mitad. ¿Quiénes son los intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que sale de Brasil, y otras seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que entra en los Estados Unidos: son las firmas dominantes en ambos extremos de la operación. La United Fruit (que ha pasado a llamarse United Brands mientras escribo estas líneas) ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en Estados Unidos.

De modo semejante, son empresas norteamericanas las que manejan el negocio del café, y Brasil sólo participa como proveedor y como víctima. Es el Estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la sobreproducción obliga a acumular reservas.

¿Acaso no existe, sin embargo, un Convenio Internacional del Café para equilibrar los precios en el mercado?

El Centro Mundial de Información del Café publicó en Washington, en 1970, un amplio documento destinado a convencer á los legisladores para que los Estados Unidos prorrogaran, en septiembre, la vigencia de la ley complementaria correspondiente al convenio.

El informe asegura que el convenio ha beneficiado en primer lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del café que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga. En el mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café (en beneficio, como hemos visto, de los intermediarios) ha resultado mucho menor que el alza general del costo de la vida y del nivel interno de los salarios; el valor de las exportaciones de los Estados Unidos se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta parte, y en el mismo período el valor de las importaciones de café, en vez de aumentar, disminuyó.

Además, es preciso tener en cuenta que los países latinoamericanos aplican las deterioradas divisas que obtienen por la venta del café, a la compra de esos productos norteamericanos encarecidos.

El café beneficia mucho más a quienes lo consumen que a quienes lo producen. En Estados Unidos y en Europa genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales; en América Latina paga salarios de hambre y acentúa la deformación económica de los países puestos a su servicio.

En Estados Unidos el café proporciona trabajo a más de seiscientas mil personas: los norteamericanos que distribuyen y venden el café latinoamericano ganan salarios infinitamente más altos que los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que siembran y cosechan el grano en las plantaciones.

Por otra parte la CEPAL nos informa que, por increíble que parezca, el café arroja más riqueza en las arcas estatales de los países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países productores. En efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales impuestas por los países de la Comunidad Europea al café latinoamericano ascendieron a cerca de setecientos millones de dólares, mientras que los ingresos de los países abastecedores (en términos del valor f.o.b. de las mismas exportaciones) sólo alcanzaron a seiscientos millones de dólares».

Los países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más rígido proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan en oro para sí y en lata para los demás -incluyendo la propia producción de los países subdesarrollados.

El mercado internacional del café copia de tal manera el modelo de un embudo, que Brasil aceptó recientemente imponer altos impuestos a sus exportaciones de café soluble para proteger, proteccionismo al revés, los intereses de los fabricantes norteamericanos del mismo artículo. El café instantáneo producido por Brasil es más barato y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos son más libres que otros.

En este reino del absurdo organizado las catástrofes naturales se convierten en bendiciones del cielo para los países productores. Las agresiones de la naturaleza levantan los precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas que asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la cotización internacional del café y aliviaron considerablemente el stock de sesenta millones de bolsas -equivalentes a dos tercios de la deuda externa de Brasil- que el Estado había acumulado para defender los precios.

El café almacenado, que se estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía haber terminado en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de 1929, que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78 millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil personas durante cinco zafras. Aquélla fue una típica crisis de una economía colonial: vino de fuera. La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores de café en los años treinta provocó, además del incendio del café, un incendio de la moneda. Éste es el mecanismo usual en América Latina para «socializar las pérdidas» del sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las devaluaciones, lo que se pierde en divisas.

Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias.

Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación del área destinada al cultivo del producto afortunado. El estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de este país.

Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York»

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

miércoles, 27 de octubre de 2010

BRAZOS BARATOS PARA EL CAFE

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

BRAZOS BARATOS PARA EL CAFE

Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte de las divisas que la región obtiene en el exterior proviene, actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur del río Bravo.

Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de Colombia.

El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil. Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes.

Ya agonizaba el siglo cuando los latifundistas cafetaleros, convertidos en la nueva élite social de Brasil, afilaron los lápices y sacaron cuentas: más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos. Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación del café.

El valle del río Paraíba se convirtió en la zona más rica del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cafetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café», y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay.

En la actualidad, San Rabio es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene, el centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.

En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Sólo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.

En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las de algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me explicó, «un hombre es más barato que surumba»; y el aparato de represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo de indio.

Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar por día.

En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Time en 1962, los trabajadores sólo reciben un cinco por ciento, a través de los salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los labios del consumidor norteamericano. A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son minifundios. Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año.


Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 19 de octubre de 2010

BRAZOS BARATOS PARA EL ALGODÓN

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

BRAZOS BARATOS PARA EL ALGODÓN

Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo como productor de algodón; México, el quinto. En conjunto, de América Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la industria textil consume en el planeta entero.

A fines del siglo XVIII, el algodón, se había convertido en la materia prima más importante de los viveros industriales de Europa; Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus compras de esta fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar mecánico de Cartwright impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos en ultramar.

El puerto de Sao Luiz de Maranháo, que había dormido una larga siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las plantaciones del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques partían cada año de Sao Luiz cargando un millón de libras de materia prima textil.

Mientras nacía el siglo pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano de obra esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció, produjo poetas en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil, pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranháo, donde nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos sólo hubo arroz para comer. Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó de súbito. La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar y enfardar el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión, que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado mundial y el precio se derrumbó.

Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores; a precios de dumping y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense para su arroz. Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados internacionales.

El dumping norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.

El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala, los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio por ellos fijado; en México, los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada no sólo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes.

Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes endeudados. Cuando el gobierno nacionalista del general Velasco Alvarado llegó al poder en 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per cápita de la población era quince veces menor que el de los Estados Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui.

Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que sólo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía limeña. Cinco grandes empresas entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace, tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales» de producción.

Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre, hasta que la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de las familias de asalariados de la costa sólo llegaba a los cinco dólares mensuales.

La Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no sólo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados, y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan.

La empresa compra a muy bajo precio la excelente fibra de algodón mexicano, porque previamente concede créditos a los productores, con la obligación de que le vendan las cosechas al precio con que ella abra el mercado. A los adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando recientemente la conocida empresa Luxus».

En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffee Corporation. En Brasil es, además, la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 12 de octubre de 2010

Los plantadores de cacao encendían sus cigarros con billetes de quinientos mil reís

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

Los plantadores de cacao encendían sus cigarros
con billetes de quinientos mil reís

Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice Rangel.

Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con que el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa del trabajo de los negros, está oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española.

Desde 1873, se inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, cómo el cacao, tierras de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano. Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, él país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida del país.

La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles: buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de confundir una aldehuela de Maracaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el Paraíso Terrenal.

En las últimas décadas del siglo XIX, se desató la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos del nordeste.

La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía/desde el Recóncavo hasta el estado de Espirito Santo, entre las tierras bajas del litoral y la cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo.

Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo y la quema de los bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para poder comprar una lata de leche en polvo.

Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en África serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se llamaba Costa de Oro.

Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de fusil.

Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años, todavía se encontraban trabajadores de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador, continuaba en el trono. Los amos del cacao se restregaban las manos: ellos sí sabían, o creían que sabían.
El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba casi todo el cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro.

En Trianón', el más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros con billetes de quinientos mil reís, repitiendo el gesto de todos los fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar».

Con el alza de precios, la producción aumentaba; luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.

En apenas tres años, entre 1959 y 1961, por no poner más que un ejemplo, el precio internacional del cacao brasileño en almendra se redujo en una tercera parte. Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve vida a la curva de ascenso. Los grandes consumidores de cacao -Estados Unidos, Inglaterra, Alemania Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato.

Provocan, así, disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo los 'cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza.

Los chocolates valen cada vez más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento en volumen, pero sólo un quince por ciento en valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos a la zozobra de los precios.

Según los datos oficiales, de cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de los índices de mortalidad más altos del mundo.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 5 de octubre de 2010

El ciclo del caucho

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de la selva

Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. «Este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho.» Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre.

Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar; anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.

No sólo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud. El trabajo se pagaba en especies -carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta que el seríngueiro saldaba sus deudas, milagro que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos.

Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillo, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda por él acumulada. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.

Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura.
Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo, surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció verticalmente.

El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones; veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cénit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar.

Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto, aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto.

En 1849, Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plenas de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses.

El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principios de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.

En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900, el Oriente sólo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914, las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde, sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas.

En 1919, Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, sólo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después, Brasil compra en el extranjero más de la mitad de caucho que necesita.

¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas del árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que el hevea brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil: las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil. Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío.

En Belém do Para, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades a un gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizadas a partir de los brotes verdes de Kew, deshancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.

La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento se desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo en el verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la Segunda Guerra Mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la Malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma. También la selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil, la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

sábado, 25 de septiembre de 2010

LA VENTA DE CAMPESINOS

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
LA VENTA DE CAMPESINOS

En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil, Pero no se abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado humano estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores nunca faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses». Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia, convocados por los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado el sertáo y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona da mata.

En 1900, cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del nordeste. Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José. Los «flagelados» se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último, en el municipio de Belém do Sao Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por cabeza». Los campesinos provenían de Paraíba y Río Grande do Norte, los dos estados más castigados por la sequía.

En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos .meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.

El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna del mundo, está hoy cercada por un vasto cinturón de miseria; terminado su trabajo, los candangas fueron arrojados a las ciudades satélites. En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.

El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazónica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta.

En el nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los centros de consumo? Muy distintos son, se deduce, los propósitos reales del gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel Co., que recibió de manos del general Garrastazú Medid los enormes yacimientos de hierro y manganeso de la Amazonia.


Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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sábado, 18 de septiembre de 2010

EL ARCO IRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

EL ARCO IRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA

En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde la Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse; viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos; todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio. Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.

El arco iris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave de vela blanca... En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djukas, descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio.

El reino independiente de los Palmares -convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVII». Se extendía desde las vecindades del Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoás: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre «de mayor prestigio y felicidad en la guerra o en el mando». En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.

La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró dieciocho meses.» Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbí, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.

También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga eterna y su inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitaban, carne y espíritu, en África. Los amos mutilaban los cadáveres, para que resucitaran castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable».

Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la Iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo».

En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: « ¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos».

El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la población de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos -cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro:

Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

lunes, 13 de septiembre de 2010

GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE,
NACIERON
LA MÁQUINA DE JAMES WATT Y LOS CAÑONES DE WASHINGTON

El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.

Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin.

Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas, y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional».

Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico.

Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo X d.C., varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental.

Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura -sentenció- clama venganza del cielo.» Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar».

La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros, La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.

El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chuchearías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América.

Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos.

Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.

Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd's acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones.

Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd's. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril ingles del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular -manufacturas, esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor: James Watt fue sub-vencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema.

A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campana antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos. La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.

Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política.

Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Erown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la independencia.

Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata dé negros brindó a la industria naval y a las destilerías" de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.

Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros días; se subdesarrollaban los sub-desarrollados.


Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

sábado, 4 de septiembre de 2010

AZUCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

AZUCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO

«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se preguntaba Jean-Paul Sartre en 1960, desde Cuba.

En el muelle del puerto de Guayabal, que exporta azúcar a granel, vuelan los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito, una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren, por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar, hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios. La luz del sol se filtra y les arranca destellos. Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y no me alcanza la mirada para recorrerla.

Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama de esta zafra récord de 1970 que quiso, pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante la mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Alien Dulles, donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo al nacimiento del futuro: Josefina, hija de Caridad Rodríguez, que estudia en un aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su padre fue preso y torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena porque el ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos, carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba; historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año, engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por ejemplo.

Pienso que la desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se sabe. No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo, acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza, que a los veinte años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas que él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados, y tantos otros, en esta localidad y en todas las demás: «Aquí las familias quieren mucho a los mártires -me ha dicho un viejo cañero-, pero después de muertos. Antes eran puras quejas».
Sin embargo, no era por casualidad que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes dé sus guerrilleros entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente fuera, a la vez, la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda la historia de Cuba. Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la revolución optó por vengarse del azúcar.

El azúcar era la memoria viva de la humillación. ¿Era también, el azúcar, un destino? ¿Se convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta del desarrollo económico?.

Al influjo de una justa impaciencia, la revolución abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió de golpe cultivos excesivamente variados.
Había que realizar importaciones en gran escala para industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó enormemente.

Sin las grandes zafras de azúcar, ¿de dónde obtener las divisas necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el níquel, exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los grandes planes de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia.

La revolución descubrió, entonces, que había confundido al cuchillo con el asesino. El azúcar, que había sido el factor del subdesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para romper el espinazo del monocultivo y la dependencia.

Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar la estructura del sometimiento. Las importaciones de maquinarias y de instalaciones industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico que el azúcar genera se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no queden tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación.

Cuando cayó la dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos mil automóviles. Hoy hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de electricidad han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más abonos que en 1958. Los embalses, creados por todas partes, contienen hoy un caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 y han avanzado con botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían condenadas al aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del ganado cebú, se han traído a Cuba toros de raza Holstein con los que, mediante la inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.

Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones cubanas, aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo.

Los macheteros profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida: también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante becas, en las ciudades.

La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970, Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para la zafra en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros sectores, con lo que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la codicia. Otros motores -la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista.

Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social.

Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos infantiles.

Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando geométricamente y la producción sólo puede crecer aritméticamente.

La presión del consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos.

En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado.

Hay escasez, es cierto, de diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes, no sólo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque -extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas.

Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres bancos, cinco minas y doce cabarets.

El dictador de Guatemala, Miguel Ydígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las promesas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota guatemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.

En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a permanecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden.

Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo. La Organización de Estados Americanos -que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba.


Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

viernes, 20 de agosto de 2010

"EL TAMUNANGUE".

ICENTIDAD Y TRADICION
"EL TAMUNANGUE".

En el mes de Junio se efectúan importantes manifestaciones de la cultura tradicional venezolana, esto en virtud de ser Junio el mes en que se produce el solsticio de verano, ciclo astrológico que desde tiempos inmemoriales motivó en el hombre la realización de diversos rituales.

Se puede decir que todo comenzó cuando nuestros antepasados primitivos, al observar las estrellas, se dieron cuenta que en determinada época del año el Sol se movía desde el Trópico de Cáncer, hasta el trópico de Capricornio (a estos días se les llamó solsticios de verano y de invierno). El nombre de solsticio, deriva del latín que significa "Sol quieto" o "Sol detenido", en el día del equinoccio el Sol llega a su punto más alto con respecto al Ecuador y es cuando los rayos solares caen perpendicularmente sobre el Trópico de Cáncer, esto sucede en el mes de Junio, denominándose solsticio de verano.

Nuestros antepasados creían que después del solsticio de verano, el sol no volvería a su esplendor total, ya que los días eran cada vez más cortos, por esa razón, hacían fogatas y ritos con fuego para que la luz reinara sobre las tinieblas, a menudo bailaban y saltaban alrededor del fuego para purificarse y protegerse de las influencias demoníacas, además de creer que con estos rituales el sol se fortalecería de nuevo, de esta forma simbolizaban el poder del sol y lo ayudaban a renovar su energía.

En la mitología griega a los solsticios se les llama “puertas de hombres y de dioses”, la “puerta de los hombres”, según estas creencias helénicas, corresponde al solsticio de verano en el mes de Junio, a diferencia de “la puerta de los dioses” que corresponde al solsticio de invierno en el mes de Diciembre. Es por ello que los hombres y los dioses se disponían a celebrar fiestas, cargadas de gran poder y de magia.

En la “puerta de los hombres” los antiguos griegos daban gracias al sol, encendiendo hogueras y haciendo rituales, buscando la bendición de las tierras y sus frutos, así como buenos augurios para los enamorados y fertilidad para las mujeres, ya que podían disponer de más horas para cumplir con sus tareas y entregarse a la diversión.

Esta tradición ha perdurado a lo largo del tiempo y de la historia, y sin tener mayores explicaciones se ha venido practicando desde la antigüedad en todo lo ancho de nuestra hermosa Pachamama, es por ello que también encontramos en nuestros pueblos de América rituales muy parecidos, por ejemplo: En México, los aztecas estaban dedicados al sol y cooperaban con el en la “renovación de los fuegos”. Por su parte los Incas del Perú festejaban, el Inti-Raymi (o la fiesta del Sol) en la impresionante explanada de Sacsahuamán, muy cerca del Cuzco. Justo en el momento de la salida del astro rey, el inca elevaba los brazos y exclamaba: “¡Oh, mi Sol! ¡Oh, mi Sol! Envíanos tu calor, que el frío desaparezca. ¡Oh, mi Sol!”. En lo que hoy se conoce como Venezuela, la familia arawak era gobernada por su líder “Shaman”, quien era el jefe de los ejércitos y guía espiritual, además de buen hombre, el nombre Shaman significa Hombre-Dios-Medicina, este antiguo jefe guerrero centraba sus sabidurías en torno al Sol, a quien consideraba su padre, y adoraba en exquisito altar.

La presencia en El Tamunangue de elementos chamánicos, revela su carácter armónico, en virtud de que lo social, lo religioso y lo curativo están íntimamente vinculados y convergen en una especie de eje del mundo (axis mundi), ese eje de convergencia y complementariedad, crea un circuito que integra lo físico y lo espiritual, permitiendo la aparición de realidades imaginables atribuidas al comienzo de los tiempos, y que año tras año son repetidas a través de rituales paganos.

Con el transcurso de los siglos, específicamente a partir de la edad media, el cristianismo le da un significado propio a estos rituales paganos, para irlos transformando y sacralizando en festividades religiosas a fin de atraer al pueblo hacia el nuevo credo, para hoy en día se consideran estas fiestas santas y sagradas, es así como bajo la devoción de los santos del mes de junio, subyacen prácticas que se remontan a los inicios de la civilización.

Se ha discutido mucho el origen del Tamunangue, y se puede decir sin duda que esta tradición está ligada a la religión popular católica, por eso cuando hoy se habla de San Antonio, no se habla de aquel sacerdote franciscano de nombre Fernando de Bulhoes que nació en Lisboa, Portugal el 15 de Agosto de 1195, y murió en Padua, Italia el 13 de Junio de 1231, como lo impone la iglesia, mas bien se habla de aquel que toma muchas formas a la vez, como la de lluvia, viento, tambor, hombre y niño, blanco y negro, noviero, batallero y tamunanguero en fin es la típica representación del pueblo, o sea se habla de San Antonio “El Batallero de Lara".

Cuando el espiral del tiempo, inicia un nuevo circuito, cerrando un año más sobre los techos de las casas y sobre los sombreros y hombros de los habitantes de Lara, entonces se vuelven a escuchar los compases de “La Batalla" género musical de la cultura popular conocida como El Tamunangue que anuncia la llegada de San Antonio “El Batallero de Lara". Aquel que según documentación etnográfica, llegó a Venezuela, en el siglo XVI, en uno de esos galeones de guerra con africanos traídos a la fuerza, y que permaneció con “su tambor" en esos campos junto a los negros de las plantaciones, para tratar de hacer mas llevadera la vida de esos hombres destinados a la esclavitud.

Este fraile capuchino según señala la tradición oral, iba con su tambor recorriendo montañas y valles de Lara, para evangelizar a los Agayones y Jirajaras. El representó en las voces de su tambor, aquellas otras voces que antes fueron del viento, del trueno y otros dioses prehispánicos, por lo que se quedó habitando para siempre en el alma de la gente de estas tierras como una voz y un lamento, una alegría y un sueño; llamado Tamunangue o Son de Negros. Cuenta una leyenda que el Maculele y el Kalinda realizaban rituales de palos acompañados del son de los tambores, asemejando una batalla de garrotes entre dos hombres, y que el fraile Antonio se emocionaba tanto con este ritual que el mismo tocaba el tamunango, con este relato entre otros el pueblo de Lara justifica la integración de la batalla al Tamunangue.

El Tamunangue es el baile que se realiza después de la bendición del pan, en la fiesta de San Antonio en el estado Lara cada 13 de junio, sin embargo puede llevarse a cabo cualquier otro día del año para cumplir las promesas de algún devoto. Explica el maestro de música Luís Felipe Ramón Y Rivera que la palabra tamunangue deriva del nombre que se le da al tambor que se utiliza en la interpretación de los cantos característicos de esta tradición, “el tamunango”. Este ritual combina la música con el baile y el fervor religioso, también se efectúa el mismo para pagar promesas relacionadas con la salud, la bonanza económica y la recuperación de objetos perdidos, por esta razón, se inicia con una misa al santo. A esta manifestación folklórica también se le conoce como baile de negros o son de negros.

El conjunto musical se conforma básicamente con instrumentos tales como: el tiple, el cuatro, el cinco (conocido también como quinto o lira), el tambor tamunango (Una especie de cumaco de un solo parche clavado) y las maracas, la cantidad de instrumentos varía de acuerdo con el tamaño del conjunto musical, llegando a veces a duplicarse, en ocasiones se incorporan instrumentos de cuerdas dobles, los cuales son variantes de los señalados anteriormente. Vale comentar que esta estructura musical es producto de la integración de distintas expresiones culturales, es decir, las maracas son de origen autóctono ancestral, los cordófonos o instrumentos de cuerdas como el cuatro, son de procedencia hispana y los membranófonos o tambores como el tamunango son de ascendencia africana.

En cuanto a la indumentaria no existe un traje específico, en algunas ocasiones los promesantes se visten con sus mejores galas, las mujeres llevan faldas largas y blusas de faralaos escotadas hasta los hombros, flores en el cabello y alpargatas, por su parte los hombres van con liquiliqui, pañuelo al cuello, sombrero de cogollo y botines de cuero. No hay una coreografía establecida para las parejas, y los movimientos más comunes son giros y vueltas acompañados con galanteos y persecuciones entre uno y otro. Esta expresión cultural fusiona el compás nativo con el africano y el europeo, con cantos en metáforas las cuales van uniendo las ocho danzas típicas de esta tradición.

Un artículo sobre el tamunangue publicado en la página oficial de FUNDEF, explica que los cantos típicos de esta expresión reúnen "elementos de poesía castiza o típica con coplas de contenido venezolano, cortadas por estribillos largos o cortos donde, en ocasiones, figuran expresiones tales como gritos o formas en registro de falsete, las cuales se presume podrían ser de procedencia africana."

Al tamunangue le precede un velorio al santo, con cantos bíblicos: salves, décimas, amables, rondeamantes, gozos, etc. Y por supuesto el rosario. Para estos casos los promesantes contratan a músicos expertos en cantos de velorios, el 12 por la noche, frente a un altar adornado y con la imagen de San Antonio, que interpretan los cantos con cuatros, requintos, cincos, medio cincos, pandero y violines. Los cantos son a dúos y siempre hay un capitán que se encarga de dirigir y darle letra a los demás músicos.

Para el día 13, desde tempranas horas, se reúnen músicos y bailadores, los músicos se van acomodando y buscan su dúo, el cumaco se ejecuta en el hombro y en cuanto a la percusión, de eso se encargan los batalleros con sus palos o garrotes. Mientras van en procesión al son de la batalla, llegan a la iglesia, realizan una misa en honor a San Antonio y luego sacan al Santo de la iglesia, es una fiesta colectiva y muchas personas pagan promesas ese día.

Esta expresión popular consta de ocho danzas o sones conocidos con los nombres de: la batalla, la bella, la juruminga, el chichivamos o yiyivamos, el poco a poco, la perrendenga, el galerón y el seis por ocho o seis figuriao, cada uno de estos cantos y bailes son precedidos por la Salve y La Batalla, la cual se ejecuta durante la procesión. Los Coros de los Sones son los siguientes: En la Batalla “adorar, adorar, adorar a mi padre San Antonio”, En el Yiyivamos “Oé bangüe”, En la Juruminga “tumbirá”, En el Poco a Poco “Oá sí”, En la Perrendenga “Tomé ay to”. En los descansos eventuales, cantan golpes larenses y se dirigen a distintos lugares, finalmente los participantes regresan el Santo a la Iglesia, le cantan una Salve y le rezan un Rosario.

LA BATALLA: Esta pieza inicia propiamente el tamunangue y se ejecuta a lo largo de la procesión del santo. Durante su interpretación un dúo de hombres simulan una pelea a garrote. Los cantos de la batalla constan de una serie de coplas, cuartetas y octosílabas, con rima del segundo y cuarto verso. El número de estrofas es indefinido y su contenido suele aludir al santo o describir la ejecución instrumental. La música se inicia con una introducción instrumental y es interpretada por un dúo de cantores.

LA BELLA: Una vez culminada la procesión del santo, la imagen de éste es colocada sobre un altar frente al templo. En este momento se inicia el baile del Tamunangue con el son conocido como la bella. Se cantan estrofas seguidas de un estribillo, en el que se repite la frase: "Bella, Bella!". La música se inicia con una introducción instrumental, seguida de la entonación de dos coplas y un coro. El baile de la bella se efectúa por turnos, para designar a la siguiente pareja se le entrega a la mujer una vara. Esta danza consta de giros con persecución de la mujer.

EL CHICHIVAMOS O YIYIVAMOS: Es un canto alegre y vistoso que se interpreta en forma responsorial, típico de la herencia afro en Venezuela. La música del Chichivamos se inicia con una introducción, a la cual contesta el coro a dos o tres voces con la frase: "Oé baqué" u "Oé bambá". Antes de iniciar la danza los bailarines saludan al Santo, luego bailan en parejas sueltas y por turnos. El hombre persigue a la mujer abriendo y cerrando los brazos, la mujer lo enfrenta y huye.

LA JURUMINGA: Este son toma su nombre de una frase con la que se inicia el canto y que dice: "Juruminga no má". La música típica de este son se inicia con una introducción instrumental, seguida por los estribillos del solista, a los cuales contesta el coro con la frase: "Juruminga no má". En su interpretación el solista entona un verso, seguido por un estribillo a cargo del coro. Los versos típicos de estos cantos no riman y son interrumpidos por el coro con la palabra: "Tombirá" o "Cójela". Cuando un solista termina sus versos, se dice "Coje la palabra", para que entre un nuevo solista. En general es un baile libre. La mujer sostiene su falda con la mano izquierda y con la otra lleva la vara. El hombre realiza movimientos de galanteo sosteniendo la vara en alto y abriendo sus brazos o también sujetando la vara en ambos extremos y poniéndola frente a su pecho o sobre la cabeza de la mujer. Cuando una pareja se cansa de bailar entrega la vara a otra y ésta bailará hasta cansarse.

EL POCO A POCO: El poco a poco se compone de dos partes que se alternan sin pausa intermedia: La primera corresponde a la simulación de calambres, la cual comienza con el grito del coro que dice "Así". A esto le sigue un verso del solista, al cual el coro contesta con su frase "Así". Al bailar, en esta parte, el hombre persigue a la mujer, hasta que el cantante da una orden y el bailarín comienza a fingir calambres y la mujer lo auxilia. En la segunda parte, de nombre Guabina, se canta a dos voces entonando una estrofa de cuatro frases que se repite, seguida por otra tarareada con voces de Ananá o Lalairá. En esta etapa, el baile simula el montaje del caballito, representado por el hombre, que es conducido por la mujer, que lo golpea con la vara sobre el lomo. Son características de esta danza las improvisaciones humorísticas.

LA PERRENDENGA: Es un son alegre de carácter responsorial. Durante su interpretación se entonan cantos compuestos por tres. Un estribillo, seguido de una estrofa, ambos a cargo del solista, y un pequeño estribillo. El solista comienza con un estribillo, el coro responde con un pequeño estribillo que dice "Ay tó", le sigue la primera copla también a cargo del solista. En el baile se usan las varas para dramatizar el galanteo del hombre hacia la mujer. El hombre hace círculos y semicírculos en el aire con su vara y en ocasiones llega a chocar la vara de su compañera de baile.

EL GALERÓN: Esta danza se baila usualmente honor a San Pascual porque, tal como lo indican las personas oriundas del Tocuyo, éste era amigo de San Antonio. La expresión melódica de estos sones presenta la repetición de un pequeño motivo durante varios compases. Las letras de estos cantos suelen estar compuestas por voces de mando para el baile. En el Galerón existen dos modalidades de baile. En una consiste las parejas se alternan para participar y en otra danzan al mismo tiempo compitiendo entre ellas.

EL SEIS FIGURIAO: También conocido como Seis por Ocho o Seis Corrido, se utiliza para cerrar el Tamunangue. La música característica del seis figuriao se divide en tres períodos precedidos de una introducción instrumental. El primero es cantado por un dúo o un coro con acompañamiento, que entona dos o cuatro frases. El segundo período tiene dos cantores que se alternan en el canto. En el tercer período una copla es interpretada a dos voces por un coro. La duración de estos tres períodos es variable porque cada una de sus partes puede ser acortada o alargada repitiendo una frase musical con pequeñas variantes. Cabe destacar que no aparecen palabras y formas responsoriales del tipo afrovenezolana, presentes en los otros sones del Tamunangue. Durante el baile tres parejas realizan un gran número de figuras diferentes y complejas, en las que se evidencia la influencia de las danzas europeas de salón.

En plena procesión, los batalleros y batalleras ejecutan una pelea simulada con garrotes adornados, elaborados del árbol de guayabo y al terminar la batalla, se colocan en distintos lugares para realizar los sones que le continúan. Hoy en día no todo batallero es peleador de palos, por tanto, hay que tener cuidado al hablar de la danza de la batalla y de la tradición del garrote ya que las definiciones no son iguales. Esto se debe a que no todo peleador de palos tiene el mismo credo o fervor religioso a San Antonio ni todo batallero es necesariamente conocedor de la pelea a palos.

Entre la gente del pueblo se suele escuchar: “La danza de la batalla tiene un secreto que sólo lo pueden oír los batalleros ya que se les ha metido en la sangre. Por eso cuando vea a dos hombres danzando como es, echándose palo recio y al cuerpo, quédese calladito y observe, que esos hombres están transportados a otra época, cada vez que los garrotes chocan, cuando zumban por el aire, cuando soplan la carne cerquita… en fin, son momentos sagrados... todo eso hace que los batalleros sientan por dentro un canto mágico que es como una mezcla antiquísima de gritos de guerra, ondear de banderas, rechinar de cadenas, silencio de muertos. Es un eco que surge de lo más puro de la sangre: libertad, libertad, libertad…es un recuerdo ancestral de las violencias que han forjado las patrias....y eso es sagrado”.

La tradición del Garrote o pelea a garrote, si bien no tiene un inicio cronológico concreto, una identificación étnica, o una única influencia en lo tocante a sus técnicas, si ha estado asociada a las clases sociales menos favorecidas. Esta forma cultural de origen mestizo, es portadora de contenidos identitarios provenientes de todas esas influencias y coyunturas que, con el paso del tiempo, se han amalgamado para constituirse en una herencia única, con una identidad propia, como, el concepto de la hombría, la valentía e inclusive parte del “temperamento” criollo.

La palabra garrote deriva del francés garrot y esencialmente se usa para designar un palo grueso y fuerte que puede manejarse a modo de bastón, generalmente oscila entre 60 y 80 centímetros de longitud y de 1 a 2 cms de espesor. El garrote es un palo mas grueso en un extremo que en el otro, lo cual garantiza la posibilidad de poder lanzar golpes mas rápidos de acuerdo al extremo que se emplee, también esta la “vara” que, a diferencia del garrote, es mas pareja y ligeramente mas larga. Existe también la varita, más delgada aún y sin ninguna preparación especial que se usa hasta que se rompe.

Las maderas empleadas en la elaboración de los garrotes son por lo general maderas duras aunque flexibles y en su fabricación intervienen una serie de elementos trasmitidos generacionalmente como, por ejemplo: las fases de la luna en las que deben ser cortados los maderos para los garrotes, el proceso de “templanza” de la madera una vez cortada, y el hecho de que un buen garrote no es producto de la rama de un árbol sino de su tallo, lo que garantiza una mayor flexibilidad, dureza y un peso liviano.

Los maderos una vez cortados, son asados al fuego para poder ser descortezados; posterior a este proceso, son untados con alguna grasa animal, vegetal o mineral y dejados al sol y al sereno nocturno por un periodo de tiempo que oscila entre 30 y 40 noches al término de los cuales, la madera ha cogido un temple específico que la hace no solo muy dura sino liviana.

Una vez lista la madera para ser trabajada se procede a alisarla y posterior a esto se destina su uso a la práctica o a fines ornamentales; en el primer caso un garrote puede llevar empuñadura o no, la empuñadura o “empate” básicamente es un tejido realizado en el extremo mas delgado del garrote o en uno de lo extremos de una vara; el tejido se realiza a mano con cordón de algodón (pabilo) o cuero muy fino y puede hacérsele bien sea un simple anillo o una empuñadura completa, el hilo se teje con una aguja y normalmente es untado con cera de abejas para darle mayor consistencia al tejido que, una vez terminado es muy sólido y difícil de quitar; normalmente el tejido de una empuñadura se hace con hilos de varios colores para adornar aunque también puede hacerse de un solo color.

Las partes de un garrote son: la punta, el cuerpo, el empate y el cubo (parte de espacio que queda entre el final de la empuñadura y la otra punta del garrote) se dice que cuando un garrote tiene empuñadura está “encabuyado”.
Los artesanos que elaboran garrotes practican además la talla de la madera y el pirograbado lo que evidencia la presencia de un interesante arte de bastonería o arte de elaboración de bastones.

Son estas las razones por las que el Tamunangue es considerado como una de las expresiones más importantes del quehacer cultural del país, dada su riqueza a la hora de la ejecución y esa mezcla de lo profano con lo religioso que es producto de nuestra herencia aborigen, blanca y negra.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»