miércoles, 27 de octubre de 2010

BRAZOS BARATOS PARA EL CAFE

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

BRAZOS BARATOS PARA EL CAFE

Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte de las divisas que la región obtiene en el exterior proviene, actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur del río Bravo.

Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de Colombia.

El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil. Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes.

Ya agonizaba el siglo cuando los latifundistas cafetaleros, convertidos en la nueva élite social de Brasil, afilaron los lápices y sacaron cuentas: más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos. Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación del café.

El valle del río Paraíba se convirtió en la zona más rica del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cafetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café», y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay.

En la actualidad, San Rabio es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene, el centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.

En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Sólo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.

En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las de algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me explicó, «un hombre es más barato que surumba»; y el aparato de represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo de indio.

Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar por día.

En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Time en 1962, los trabajadores sólo reciben un cinco por ciento, a través de los salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los labios del consumidor norteamericano. A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son minifundios. Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año.


Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 19 de octubre de 2010

BRAZOS BARATOS PARA EL ALGODÓN

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

BRAZOS BARATOS PARA EL ALGODÓN

Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo como productor de algodón; México, el quinto. En conjunto, de América Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la industria textil consume en el planeta entero.

A fines del siglo XVIII, el algodón, se había convertido en la materia prima más importante de los viveros industriales de Europa; Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus compras de esta fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar mecánico de Cartwright impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos en ultramar.

El puerto de Sao Luiz de Maranháo, que había dormido una larga siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las plantaciones del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques partían cada año de Sao Luiz cargando un millón de libras de materia prima textil.

Mientras nacía el siglo pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano de obra esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció, produjo poetas en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil, pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranháo, donde nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos sólo hubo arroz para comer. Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó de súbito. La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar y enfardar el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión, que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado mundial y el precio se derrumbó.

Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores; a precios de dumping y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense para su arroz. Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados internacionales.

El dumping norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.

El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala, los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio por ellos fijado; en México, los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada no sólo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes.

Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes endeudados. Cuando el gobierno nacionalista del general Velasco Alvarado llegó al poder en 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per cápita de la población era quince veces menor que el de los Estados Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui.

Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que sólo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía limeña. Cinco grandes empresas entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace, tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales» de producción.

Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre, hasta que la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de las familias de asalariados de la costa sólo llegaba a los cinco dólares mensuales.

La Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no sólo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados, y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan.

La empresa compra a muy bajo precio la excelente fibra de algodón mexicano, porque previamente concede créditos a los productores, con la obligación de que le vendan las cosechas al precio con que ella abra el mercado. A los adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando recientemente la conocida empresa Luxus».

En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffee Corporation. En Brasil es, además, la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 12 de octubre de 2010

Los plantadores de cacao encendían sus cigarros con billetes de quinientos mil reís

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

Los plantadores de cacao encendían sus cigarros
con billetes de quinientos mil reís

Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice Rangel.

Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con que el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa del trabajo de los negros, está oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española.

Desde 1873, se inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, cómo el cacao, tierras de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano. Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, él país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida del país.

La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles: buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de confundir una aldehuela de Maracaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el Paraíso Terrenal.

En las últimas décadas del siglo XIX, se desató la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos del nordeste.

La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía/desde el Recóncavo hasta el estado de Espirito Santo, entre las tierras bajas del litoral y la cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo.

Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo y la quema de los bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para poder comprar una lata de leche en polvo.

Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en África serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se llamaba Costa de Oro.

Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de fusil.

Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años, todavía se encontraban trabajadores de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador, continuaba en el trono. Los amos del cacao se restregaban las manos: ellos sí sabían, o creían que sabían.
El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba casi todo el cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro.

En Trianón', el más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros con billetes de quinientos mil reís, repitiendo el gesto de todos los fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar».

Con el alza de precios, la producción aumentaba; luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.

En apenas tres años, entre 1959 y 1961, por no poner más que un ejemplo, el precio internacional del cacao brasileño en almendra se redujo en una tercera parte. Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve vida a la curva de ascenso. Los grandes consumidores de cacao -Estados Unidos, Inglaterra, Alemania Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato.

Provocan, así, disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo los 'cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza.

Los chocolates valen cada vez más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento en volumen, pero sólo un quince por ciento en valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos a la zozobra de los precios.

Según los datos oficiales, de cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de los índices de mortalidad más altos del mundo.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

martes, 5 de octubre de 2010

El ciclo del caucho

EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de la selva

Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. «Este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho.» Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre.

Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar; anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.

No sólo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud. El trabajo se pagaba en especies -carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta que el seríngueiro saldaba sus deudas, milagro que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos.

Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillo, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda por él acumulada. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.

Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura.
Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo, surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció verticalmente.

El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones; veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cénit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar.

Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto, aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto.

En 1849, Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plenas de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses.

El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principios de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.

En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900, el Oriente sólo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914, las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde, sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas.

En 1919, Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, sólo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después, Brasil compra en el extranjero más de la mitad de caucho que necesita.

¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas del árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que el hevea brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil: las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil. Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío.

En Belém do Para, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades a un gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizadas a partir de los brotes verdes de Kew, deshancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.

La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento se desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo en el verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la Segunda Guerra Mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la Malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma. También la selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil, la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.

Lo cuentan las voces de los que se resisten.

Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”

« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»