EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
LA VENTA DE CAMPESINOS
En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil, Pero no se abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado humano estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores nunca faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses». Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia, convocados por los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado el sertáo y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona da mata.
En 1900, cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del nordeste. Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José. Los «flagelados» se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último, en el municipio de Belém do Sao Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por cabeza». Los campesinos provenían de Paraíba y Río Grande do Norte, los dos estados más castigados por la sequía.
En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos .meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna del mundo, está hoy cercada por un vasto cinturón de miseria; terminado su trabajo, los candangas fueron arrojados a las ciudades satélites. En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazónica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta.
En el nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los centros de consumo? Muy distintos son, se deduce, los propósitos reales del gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel Co., que recibió de manos del general Garrastazú Medid los enormes yacimientos de hierro y manganeso de la Amazonia.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
sábado, 25 de septiembre de 2010
sábado, 18 de septiembre de 2010
EL ARCO IRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA
EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
EL ARCO IRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde la Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse; viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos; todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio. Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.
El arco iris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave de vela blanca... En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djukas, descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares -convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVII». Se extendía desde las vecindades del Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoás: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre «de mayor prestigio y felicidad en la guerra o en el mando». En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.
La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró dieciocho meses.» Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbí, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga eterna y su inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitaban, carne y espíritu, en África. Los amos mutilaban los cadáveres, para que resucitaran castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable».
Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la Iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo».
En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: « ¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos».
El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la población de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos -cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
EL ARCO IRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde la Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse; viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos; todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio. Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.
El arco iris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave de vela blanca... En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djukas, descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los djukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares -convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVII». Se extendía desde las vecindades del Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoás: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre «de mayor prestigio y felicidad en la guerra o en el mando». En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.
La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró dieciocho meses.» Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbí, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga eterna y su inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitaban, carne y espíritu, en África. Los amos mutilaban los cadáveres, para que resucitaran castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable».
Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la Iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo».
En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: « ¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos».
El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la población de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos -cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
lunes, 13 de septiembre de 2010
GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE
EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE,
NACIERON
LA MÁQUINA DE JAMES WATT Y LOS CAÑONES DE WASHINGTON
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.
Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas, y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico.
Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo X d.C., varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura -sentenció- clama venganza del cielo.» Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar».
La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros, La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chuchearías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América.
Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd's acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones.
Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd's. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril ingles del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular -manufacturas, esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor: James Watt fue sub-vencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campana antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos. La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Erown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata dé negros brindó a la industria naval y a las destilerías" de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros días; se subdesarrollaban los sub-desarrollados.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE,
NACIERON
LA MÁQUINA DE JAMES WATT Y LOS CAÑONES DE WASHINGTON
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.
Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas, y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico.
Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo X d.C., varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura -sentenció- clama venganza del cielo.» Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar».
La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros, La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chuchearías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América.
Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd's acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones.
Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd's. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril ingles del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular -manufacturas, esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor: James Watt fue sub-vencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campana antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos. La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Erown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata dé negros brindó a la industria naval y a las destilerías" de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros días; se subdesarrollaban los sub-desarrollados.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
sábado, 4 de septiembre de 2010
AZUCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO
EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
AZUCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO
«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se preguntaba Jean-Paul Sartre en 1960, desde Cuba.
En el muelle del puerto de Guayabal, que exporta azúcar a granel, vuelan los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito, una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren, por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar, hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios. La luz del sol se filtra y les arranca destellos. Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y no me alcanza la mirada para recorrerla.
Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama de esta zafra récord de 1970 que quiso, pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante la mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Alien Dulles, donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo al nacimiento del futuro: Josefina, hija de Caridad Rodríguez, que estudia en un aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su padre fue preso y torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena porque el ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos, carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba; historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año, engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por ejemplo.
Pienso que la desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se sabe. No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo, acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza, que a los veinte años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas que él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados, y tantos otros, en esta localidad y en todas las demás: «Aquí las familias quieren mucho a los mártires -me ha dicho un viejo cañero-, pero después de muertos. Antes eran puras quejas».
Sin embargo, no era por casualidad que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes dé sus guerrilleros entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente fuera, a la vez, la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda la historia de Cuba. Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la revolución optó por vengarse del azúcar.
El azúcar era la memoria viva de la humillación. ¿Era también, el azúcar, un destino? ¿Se convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta del desarrollo económico?.
Al influjo de una justa impaciencia, la revolución abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió de golpe cultivos excesivamente variados.
Había que realizar importaciones en gran escala para industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó enormemente.
Sin las grandes zafras de azúcar, ¿de dónde obtener las divisas necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el níquel, exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los grandes planes de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia.
La revolución descubrió, entonces, que había confundido al cuchillo con el asesino. El azúcar, que había sido el factor del subdesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para romper el espinazo del monocultivo y la dependencia.
Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar la estructura del sometimiento. Las importaciones de maquinarias y de instalaciones industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico que el azúcar genera se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no queden tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación.
Cuando cayó la dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos mil automóviles. Hoy hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de electricidad han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más abonos que en 1958. Los embalses, creados por todas partes, contienen hoy un caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 y han avanzado con botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían condenadas al aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del ganado cebú, se han traído a Cuba toros de raza Holstein con los que, mediante la inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.
Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones cubanas, aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo.
Los macheteros profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida: también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante becas, en las ciudades.
La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970, Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para la zafra en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros sectores, con lo que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la codicia. Otros motores -la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista.
Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social.
Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos infantiles.
Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando geométricamente y la producción sólo puede crecer aritméticamente.
La presión del consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos.
En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado.
Hay escasez, es cierto, de diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes, no sólo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque -extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas.
Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres bancos, cinco minas y doce cabarets.
El dictador de Guatemala, Miguel Ydígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las promesas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota guatemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a permanecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden.
Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo. La Organización de Estados Americanos -que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
AZUCAR ERA EL CUCHILLO Y EL IMPERIO EL ASESINO
«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se preguntaba Jean-Paul Sartre en 1960, desde Cuba.
En el muelle del puerto de Guayabal, que exporta azúcar a granel, vuelan los alcatraces sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito, una pirámide dorada de azúcar. A medida que las compuertas se abren, por debajo, para que las tolvas conduzcan el cargamento, sin embolsar, hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer nuevos chorros de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios. La luz del sol se filtra y les arranca destellos. Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y no me alcanza la mirada para recorrerla.
Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama de esta zafra récord de 1970 que quiso, pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano, alcanzar los diez millones de toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el azúcar, ante la mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de Alien Dulles, donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y asistiendo al nacimiento del futuro: Josefina, hija de Caridad Rodríguez, que estudia en un aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su padre fue preso y torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena porque el ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos, carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba; historias de desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños oficios que la desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año, engendraba: cazador de grillos en los plantíos, por ejemplo.
Pienso que la desgracia tenía el vientre hinchado, ahora se sabe. No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo, acribillado a tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había rechazado furioso un cheque en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo fueron a enterrar descubrieron que no tenía calzoncillos ni medias para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza, que a los veinte años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas que él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados, y tantos otros, en esta localidad y en todas las demás: «Aquí las familias quieren mucho a los mártires -me ha dicho un viejo cañero-, pero después de muertos. Antes eran puras quejas».
Sin embargo, no era por casualidad que Fidel Castro reclutara a las tres cuartas partes dé sus guerrilleros entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la provincia de Oriente fuera, a la vez, la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en toda la historia de Cuba. Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la revolución optó por vengarse del azúcar.
El azúcar era la memoria viva de la humillación. ¿Era también, el azúcar, un destino? ¿Se convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una palanca, la catapulta del desarrollo económico?.
Al influjo de una justa impaciencia, la revolución abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los latifundios en minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió de golpe cultivos excesivamente variados.
Había que realizar importaciones en gran escala para industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó enormemente.
Sin las grandes zafras de azúcar, ¿de dónde obtener las divisas necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el níquel, exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción pesquera se ha multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido inversiones gigantes; los grandes planes de producción de cítricos están en ejecución, pero los años que separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia.
La revolución descubrió, entonces, que había confundido al cuchillo con el asesino. El azúcar, que había sido el factor del subdesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y la dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para romper el espinazo del monocultivo y la dependencia.
Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar la estructura del sometimiento. Las importaciones de maquinarias y de instalaciones industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico que el azúcar genera se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no queden tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación.
Cuando cayó la dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos mil automóviles. Hoy hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en su mayoría modelos de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del museo de la chatarra. La industria del cemento y las plantas de electricidad han cobrado un asombroso impulso; las nuevas fábricas de fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces más abonos que en 1958. Los embalses, creados por todas partes, contienen hoy un caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 y han avanzado con botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos por toda Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían condenadas al aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del ganado cebú, se han traído a Cuba toros de raza Holstein con los que, mediante la inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.
Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el alza de la caña, en buena medida en base a las invenciones cubanas, aunque todavía resultan insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se organiza, con dificultades, para ocupar el lugar del viejo sistema desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo.
Los macheteros profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie extinguida: también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante becas, en las ciudades.
La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970, Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para la zafra en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros sectores, con lo que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la codicia. Otros motores -la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista.
Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social.
Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos infantiles.
Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando geométricamente y la producción sólo puede crecer aritméticamente.
La presión del consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos.
En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado.
Hay escasez, es cierto, de diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes, no sólo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque -extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas.
Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres bancos, cinco minas y doce cabarets.
El dictador de Guatemala, Miguel Ydígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las promesas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota guatemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a permanecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden.
Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo. La Organización de Estados Americanos -que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba.
Lo cuentan las voces de los que se resisten.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
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