Debate sobre Socialismo del siglo XXI
Una Primera compilación
El Socialismo y la Democracia
Omar Marcano
Desde los tiempos de mi juventud he venido sosteniendo que el Capitalismo (sistema económico) y la Democracia (sistema político) son como vinagre y aceite, algo que en aquella época, finales de los 60 y principios de los 70, era algo por demás risible, eran los años mas risueños para el imperio. Sigo sosteniendo, ahora con mucha mas fuerza que ambos no pueden estar juntos porque no son compatibles.
Por una parte, el capitalismo es un modelo económico insostenible a largo plazo, ya que un sistema basado en la pura acumulación de capital, provoca la miseria y la pobreza de las mayorías y pone en peligro la existencia de la humanidad, por los altísimos grados de consumismo que su misma doctrina profesa. Parafraseando a Stallman, el sistema capitalista es muy bueno para una sola cosa: que unos pocos acumulen riqueza.
Por otro lado, lo que es incompatible con la democracia es la acumulación desmedida de la riqueza, que pone en manos de un pequeño grupo de la sociedad tanto la capacidad de influir sobre las decisiones políticas con mayor poder que el que les correspondería en una sociedad verdaderamente democrática, como la de acumular aún más riqueza que la que poseen, en detrimento de aquellos que no tienen acceso al capital.
Lo que mas se acerca a la práctica capitalista, en cualquiera de sus presentaciones, salvaje o mansa, es el sistema político autoritario, ya sea dictatorial tipo Pinochet chileno, con un legado de muerte en nombre del crecimiento económico sin humanismo, o tipo “democracia” norteamericana, donde la dictadura se expresa mediante el dominio de dos partidos elitescos que se alternan en el poder y Presidentes elegidos finalmente por un consejo de notables, esto último es lo que finalmente escoge el pueblo. Es la dictadura empresarial constituida por políticos multimillonarios que conforman un poder legislativo fuerte y cohesionado con el ejecutivo. Adicionalmente, esta “democracia” burguesa jamás va a constituir un muro de contención del fascismo, modelo infame de dominación que se practica mas fácilmente en el sistema capitalista, porque es precisamente en su interior en donde éste nace y se desarrolla.
Las consecuencias de todo ello se pueden resumir mediante hechos concretos: un informe de la ONU indica que los 500 individuos más ricos del mundo tienen más ingresos que los 416 millones de personas más pobres. (...) Por otro lado, por cada dólar que se invierte en combatir la pobreza, se gastan diez en armas. Este resultado tan catastrófico es producto en gran medida del individualismo, una característica indispensable del capitalismo, el cual es un elemento necesario para dar el paso hacia el neoliberalismo, lo que en resumen el Papa Juan Pablo II denominó, seguramente iluminado por el Espíritu Santo, el Capitalismo Salvaje.
Tradicionalmente ha existido el lugar común entre las minorías privilegiadas, como por ejemplo la clase media y alta venezolana, que los pobres tienen la culpa de ser pobres porque “no trabajan suficientemente para lograr comprar casa, carro y lujos”, resulta que los seres humanos tienen distintas capacidades para realizar cosas o para acumular riquezas, y eso lo aprovecha aun mas el capitalismo salvaje para usarlo a su conveniencia, los menos capaces, quienes se van quedando atrás como consecuencia de la competencia feroz, van constituyendo el “ejército de reserva”, la fuerza laboral que requiere el mercado para mantener los privilegios de una minoría mas capaz de apropiarse de los recursos, argumentando que los mismos son escasos para tanta gente. De hecho, la sociedad liberal-capitalista ha negado la libertad o autonomía de acción de los grupos que la conforman, debido a que gracias a la gran acumulación de los recursos - y al poder que genera su posesión - se desconoce el valor intrínseco del ser humano al medírsele y juzgársele socialmente sólo en base a su capacidad para acumular riqueza. Las políticas relacionadas con estas doctrinas minimizan a su máxima expresión los programas sociales, para ellos son anti-ganancias, no son inversiones, el bienestar se logra solo con la acción de la mano invisible del mercado, lo malo es que eso a la larga constituye una bomba de tiempo, ya lo vimos en Venezuela con el Caracazo y lo estamos a comenzando a verificar en la crisis actual capitalista mediante el derrumbe del sistema financiero.
El socialismo es el único sistema económico que existe en la historia de la humanidad capaz de provocar un verdadero despliegue de la democracia, ya sea tanto desde el punto de vista del lenguaje revolucionario de todas las épocas e ideologías como desde la acción propiamente dicha; mientras que la democracia es básica para la distribución del poder, en este caso los hombres no actúan solamente por el deseo económico o el simple análisis de costo-beneficio, sino que también lo hacen en correspondencia a valores y metas comunes, hecho que los une para la acción colectiva. Con este sistema económico socialista, las formas de decisión democráticas ponen el énfasis en la discusión y en la comunidad que en las impersonales y alienantes relaciones de mercado. ¿Cómo hacerlo realidad, como llevarlo a cabo? ¿Cómo evitar la repetición del fracaso de la Unión Soviética? Las respuestas a estas preguntas deben ser parte de un gran debate nacional.
Creo que cada región tiene su historia e idiosincrasia distinta, por ello los modelos a implantar no deben ser copiados, los mismos tendrán que ser endógenos, sacado de las propias raíces de los pueblos originarios, un modelo que debe discutirse y debatirse con todos y todas.
El reto consiste en crear un modelo económico socialista que utilice los incentivos de manera de generar eficiencia económica superior al modelo económico capitalista (Compartiendo y no Compitiendo), con la finalidad de lograr la igualdad de oportunidades en la búsqueda de la autorrealización, el bienestar , la influencia política y el status social de todo el pueblo.
Socialismo del siglo XX
Luis Fuenmayor Toro
El socialismo es el modo de producción posterior al capitalismo y se basa en la propiedad social de los medios de producción, lo cual es opuesto al carácter privado de dichos medios en su antecesor. Cuando la tierra y los instrumentos de producción son de propiedad particular, la riqueza producida tiene propietarios, por lo que no se distribuye según el trabajo realizado, ni de acuerdo a las necesidades de quienes trabajan. La participación del trabajador está dada por la magnitud del salario y la del propietario capitalista por el excedente entre los valores utilizados para producir y el nuevo valor creado en la producción: la plusvalía. En otros términos, el capitalista o burgués se apropia del nuevo valor generado durante la producción de bienes materiales.
En el socialismo, los medios de producción son colectivos, pues pertenecen a todos los trabajadores. Por lo tanto, la plusvalía generada también les pertenece y pueden disfrutar entonces de su reparto. Nadie se apropia de los valores producidos, los cuales forman parte de la riqueza social, por lo que desaparece la explotación del hombre por el hombre y el resto de las viejas relaciones de producción, así como las clases sociales existentes hasta ese momento. Aparecen nuevas relaciones de producción y se abre el camino para la conformación de una sociedad sin clases, constituida sólo por trabajadores.
Los conceptos anteriores definen lo fundamental de estas formaciones económico-sociales, por lo que no dependen del país ni del momento histórico de su desarrollo. Sin embargo, hay particularidades importantes que sí dependen de éstos, por lo que se puede hablar de socialismo venezolano, cubano o nicaragüense, así como aceptar la expresión de socialismo del siglo XXI, que enfatiza la influencia de las realidades actuales en la construcción del modelo socialista.
Los países industrializados poseen unas fuerzas productivas desarrolladas, lo que permitiría satisfacer con holgura las necesidades de toda la población, si se contara con toda la riqueza producida, incluida la plusvalía. Esa impresionante capacidad contrasta con las malas condiciones de vida de una proporción de sus habitantes y, más aún, con la miseria del 80 por ciento de la población de nuestros países.
Así, mientras hoy se puede generar el doble de alimentos de los requeridos por la población mundial, un 40 por ciento de la misma está desnutrida.
Según Marx, se alcanza un momento de crecimiento de las fuerzas productivas, en el cual la propiedad privada de los medios de producción comienza a frenar su desarrollo, y esta contradicción antagónica, que aparece primero en los países industrializados, se resuelve con la aparición de un nuevo modo de producción: el socialista, a través de las revoluciones proletarias. Sin embargo, en la práctica estas se dieron en países atrasados, con escaso desarrollo de sus fuerzas productivas, como Rusia, China, Cuba, Nicaragua y otros, en virtud de lo que Lenin llamó el eslabón más débil, ya que en esos países las contradicciones capitalistas se expresan de una forma más brutal y extendida, como hambre y miseria de las mayorías, que se rebelarían contra ese perverso orden de cosas.
La historia, sin embargo, demostraría que el socialismo así iniciado no sobreviviría, a pesar de los logros positivos que alcanzó. El bajo desarrollo de sus fuerzas productivas no le permitió satisfacer adecuadamente las necesidades de sus pueblos y su economía nunca igualó a la economía capitalista, lo que la hizo marginal en el mundo y terminó por sucumbir, ante la incredulidad de los revolucionarios y la satisfacción de los explotadores, quienes llegaron a creer que estaban en presencia del final de la historia.
Lo que sí parece concluyente es que el socialismo no se decreta, ni se construye con deseos. Asumir el reto de satisfacer las necesidades de todos requiere de un aparato productivo desarrollado, de manera de generar suficientes riquezas. Repartir requiere producir previamente el objeto del reparto y es ésa la principal dificultad de países como Venezuela, donde las fuerzas productivas tienen poco desarrollo. Se deben también terminar tareas democrático-burguesas muy anteriores al socialismo. La reforma agraria, conquista antifeudal y por ende burguesa, que elimina el latifundio, mina el poder de los terratenientes, beneficia a los campesinos y diversifica e incrementa la producción agrícola, es una de ellas.
La transición al socialismo debe contemplar la nacionalización de la banca, de las comunicaciones y del transporte público; debe desechar la transformación en empresas mixtas de los contratos de servicio petroleros, tiene que cambiar el carácter monoproductor de nuestra economía, desarrollar la industria petroquímica y la química orgánica industrial, construir la red ferroviaria nacional, renacionalizar las industrias básicas privatizadas en el pasado, garantizar la autonomía alimentaria, la producción de medicamentos y equipos médicos esenciales y desarrollar las ciencias y la tecnología, por lo que los excedentes de la venta de petróleo deben también dirigirse en este sentido.
Se trata de utilizar las tecnologías avanzadas para tener una sólida base industrial, que eleve la productividad sustentablemente sin deterioro del ambiente, lo que además requiere de trabajadores de todos los niveles con una formación académica y laboral de gran calidad, que no puede hacerse improvisadamente como actualmente lo lleva acabo el Ministerio de Educación Superior. Se trata también de tener un desarrollo científico y tecnológico, que le garantice a nuestra Fuerza Armada Nacional, un control real de sus equipos y un poder de fuego disuasivo de cualquier agresión aventurera externa.
Si caminamos en esa dirección, si se comienza desde ahora a construir esa base productiva, si se asumen las tareas señaladas, estaremos haciendo lo propio y alcanzaremos con éxito la meta.
SUMMA, N° 5, pp 29, diciembre 2005
En el primer artículo siguiente, se reafirma lo que se dijo en el artículo sobre el socialismo del siglo XXI, en relación con la necesidad de desarrollar las fuerzas productivas para poder sobrepasar al capitalismo. Veamos:
Socialismo vs revolución burguesa (I)
Luis Fuenmayor Toro
Esta vieja discusión se dio en la vanguardia de la Revolución Rusa y se repitió mucho en los partidos comunistas. Para Marx, el socialismo aparecería cuando las fuerzas productivas (el trabajo del hombre, los objetos de la naturaleza sobre los que recae ese trabajo y los instrumentos con los cuales se trabaja) se desarrollen tanto que entren en contradicción con las relaciones de producción existentes (relaciones de propiedad sobre los medios de producción). Esto significa que el socialismo debió aparecer en los países capitalistas desarrollados, pues es en ellos donde las fuerzas productivas están más desarrolladas. Pero no fue así y Lenin desarrolló la teoría del "eslabón más débil", según la cual la revolución socialista se daría primero en los países atrasados, pues en ellos es donde las contradicciones capitalistas se expresan en las formas más despiadadas.
Así, la revolución socialista se da en la Rusia zarista, la China feudal, la Cuba subdesarrollada, en Viet Nam, Yemen y Angola, países atrasados y sin desarrollo importante de sus fuerzas productivas. Con esto, el dilema había sido resuelto por la práctica social y confirmado con la expansión posterior del socialismo, que lucía indetenible y sin “vuelta atrás”. El mapa del mundo dejó de ser rosado, color de Inglaterra y sus colonias, para ser rojo, pues cada vez más naciones, de nuevo atrasadas y miserables, asumían el socialismo como su proyecto nacional. Pero 70 años después del nacimiento del primer país socialista, el sistema así construido en Europa Oriental y Asia se derrumba con una facilidad impresionante, ante la sorpresa e incredulidad de los revolucionarios del mundo. ¿Se devolvieron del socialismo o nunca llegaron a alcanzarlo?, entre otras cosas porque el crecimiento de sus fuerzas productivas, aunque importante sobre todo en la Unión Soviética, no pudo superar o equipararse con el del capitalismo.
La economía de éste terminó por doblegar a la socialista. Visto así, parecería que el socialismo no se decreta; se requiere un desarrollo de las fuerzas productivas, que genere riquezas capaces de soportar la distribución socialista de las mismas. Y para eso no bastan sólo los saberes populares, hay que desarrollar el conocimiento formal y las ciencias, la técnica y la tecnología.
Últimas Noticias, pp 59, 16-11-2005; Caracas.
En el artículo que sigue se explica qué situaciones hay que superar para poder hablar de socialismo en Venezuela. Nuevamente es un problema de desarrollo de las fuerzas productivas. Pero se dice que esos cambios pueden ser llevados a cabo por un gobierno que tenga al socialismo como meta; es lo que se llama la transición al socialismo.
Socialismo vs revolución burguesa (II)
Luis Fuenmayor Toro
La semana pasada escribimos en este diario sobre la eterna discusión entre revolución democrática o socialismo, como vías a escoger en procesos como el venezolano actual. Esta discusión se ha dado porque el cambio revolucionario se ha producido en países atrasados, donde el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas es incipiente y no alcanza a generar una riqueza que permita, en forma rápida, satisfacer las enormes necesidades de toda la población. Se plantea entonces la necesidad de desarrollar las fuerzas productivas, lo que pudiera significar que se debe completar el desarrollo capitalista como condición al paso al socialismo.
Por lo anterior, es necesario caracterizar a Venezuela, para entender el desarrollo de su proceso revolucionario. Venezuela es un país donde no se han cumplido una serie de etapas de la revolución burguesa, para llamarla con su nombre clásico. Habría por lo tanto que culminar las conquistas antifeudales de la burguesía, como la eliminación del latifundio, a través de la reforma agraria, que tiene como finalidad la democratización de la propiedad de la tierra y la reducción del poder económico de los latifundistas, con miras a modernizar y diversificar la economía. Esta conquista no es una reivindicación socialista, sino del capitalismo, independientemente que quien la lleve a la práctica sea un gobierno, que se ha propuesto la construcción del socialismo como meta.
Se trata de una reivindicación de los campesinos, pero también de la burguesía, que conquistaron los revolucionarios franceses luego de la toma de la Bastilla y se había hecho en Inglaterra 100 años antes. Se puede tener la intención de construir una sociedad socialista y avanzar en el sentido señalado. Eso significa lograr una serie de reivindicaciones, que tienen un orden que no se puede violentar por la vía de la voluntad. No puede haber socialismo si sigue existiendo el latifundio. No puede haber socialismo sin agroindustria, sin autonomía alimentaria, sin producir los medicamentos que el pueblo requiere, sin salud para todos, sin educación de calidad con equidad. No puede haber socialismo en un país monoproductor de materia prima, que sólo vende combustible fósil; sin petroquímica, sin química orgánica industrial, sin desarrollo científico y tecnológico y sin independencia nacional.
Últimas Noticias, pp 60, 23-11-2005, Caracas.
El artículo siguiente expone una tesis en relación al reparto de lo producido, al eliminarse la apropiación de la plusvalía por parte de la burguesía. Se trata de repartir la riqueza y no la pobreza y establece una diferencia entre la necesidad histórica del socialismo y su necesidad ética o moral. Dejo hasta aquí esta serie, para que otros opinen. Saludos, LFT.
Socialismo vs revolución democrática (III)
Luis Fuenmayor Toro
Hemos afirmado que el socialismo real fracasó porque sus fuerzas productivas nunca llegaron a superar o a alcanzar el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, por lo que no pudo imponerse mundialmente y su economía permaneció como marginal, restringida sólo a un grupo poco numeroso de países. Hemos señalado también que existe la necesidad imperiosa de desarrollar las fuerzas productivas, como condición previa a la instalación del socialismo en los países atrasados, Venezuela entre ellos. Si esto no ocurre, no habrá suficiente riqueza producida, para garantizar que el reparto socialista de la misma cree niveles de bienestar en toda la población, que superen ampliamente las miserias y limitaciones del capitalismo. El socialismo no tendrá éxito en tanto signifique un reparto de riquezas que, si bien elimina la apropiación burguesa de la plusvalía, sólo sirva para hacernos un poco menos pobres a todos.
He allí donde pienso está uno de los aspectos claves del problema. No se trata de construir una nueva comunidad primitiva, muy justa en el sentido de la propiedad colectiva de las riquezas producidas y en su reparto equitativo entre todos los integrantes de la comunidad, pero preñada de importantes limitaciones en relación con el logro de bienestar y la satisfacción de sus necesidades básicas: alimentación, salud, vestido y vivienda segura, donde protegerse de las inclemencias naturales. Es cierto que se trataba de comunidades que no practicaron la explotación del hombre por el hombre, pero ello no significa que se trataba de una situación paradisíaca, sin insatisfacciones y libres de la necesidad imperiosa de trabajar. No eran, nunca fueron, Adán y Eva en el paraíso terrenal, antes de ser expulsados del mismo.
El socialismo no es una respuesta moral ante la existencia de situaciones de miseria inaceptables, desde el punto de vista humano, ni de rechazo ante desigualdades sociales inauditas e injustificables desde parámetros éticos humanitarios. Es el resultado de la lucha antagónica entre unas relaciones de producción y unas fuerzas productivas constreñidas en su crecimiento, contradicción que se resuelve con la aparición de un nuevo modo de producción, que libera a las fuerzas productivas de la restricción existente y permite nuevamente su desarrollo y el progreso social.
Últimas Noticias, pp 57, 7-12-2005, Caracas.
Como empezar el Socialismo del siglo XXI
Alfonso Yépez
Muy poco soy conocedor de la historia de las características del capitalismo y de la democracia juntas, pero se que para nuestro país Venezuela ya esta fusión no tiene sentido en una sociedad global con tanto conocimiento. En estudios realizados del socialismo en el INCE, aunque poco tergiversado, he tenido una visión de característica de como empezar un socialismo del siglo XXI, donde lo más importante es el crecimiento del individuo y su seguridad de vivir en sana paz, que es lo más importante que busca el ser humano.
Para ello debe tener dos cosas, Infraestructura para realizar sus actividades en sociedad, (casa, escuela, hospitales, vías de comunicación, etc.), todo lo que permita mantenerse y cubrir sus necesidades de crecimiento y lo otro la educación, donde el individuo pueda distinguir su cultura, su ideosincracia, su vida y para que existe; estos dos son los elementos faltantes en esta Venezuela de V
Republica, que traemos y destruyen las sociedades en general y a nivel mundial.
Pero para la aplicación del socialismo del siglo XXI Venezolano, que eso
hay que diferenciarlo, es un proyecto de los Venezolanos para el Mundo (hecho en Venezuela), se tiene que realizar actividades o cambios en la leyes venezolanas, y por eso es la participación del pueblo en la calle, quien acompañara a la Asamblea Nacional a tomar decisiones en beneficio de los habitantes y de la sociedad en virtud de sus sistemas de vida y de su aprovechamiento de sus recursos. Es por ello, que uno de los planteamiento de este socialismo es la forma de vivir en primera instancia, donde los individuos pasen a ser colectivos, que se agrupen
para poder resolver sus necesidades y construir sus pensamientos, ahí comienza el nuevo socialismo, con el cambio de ser individuales a ser colectivos, Por ejemplo: .- Se debe construir nuevas ciudades donde el espacio de terreno en que
vivimos no sea de particulares y de propiedad privada, sino del colectivo en general, lo que te afecte a ti, debe afectarme a mi, nadie debe estar por encima de los demás y se debe contribuir en la mejora constante de la sociedad donde se participa, y por ahí se dirige los sentidos de los consejos comunales, donde la participación de las personas es la clave de la fraternidad del pueblo y de los sistemas sociales, políticos y económicos.
Se espera un nuevo país y eso si lo sabemos, ni parecido al de mis padres y mis abuelos, eso hay que tenerlo claro, porque sino vamos a chocar con los cambios, espero que mi comentario sea bien recibido y seguir comentando de esta Nueva Venezuela Socialista.
RENTISMO-CAPITALISMO Y SOCIALISMO
Blas Regnault
Pienso que parte del problema en Venezuela no está planteado en términos de capitalismo - socialismo como sistema económico, sino en términos de rentismo - capitalismo - socialismo. En el fondo, nuestro sistema económico nunca ha sido capitalista en el estricto sentido de la palabra, pues la renta petrolera ha tenido importancia crucial en la organización de las relaciones de producción.
Es lo que autores como Bernard Mommer o Asdrúbal Baptista llaman "Capitalismo rentístico", un modelo de organización de las relaciones de producción basado en la renta petrolera como eje fundamental de la economía. Ello supone que el Estado es distribuidor del ingreso a través del gasto público, del gasto corriente y de subsidios. Este modelo comenzó su agotamiento en 1979, y no es hasta 1983 que se ven los primeros efectos, siendo 1989 con el Caracazo que se produce el síntoma más doloroso de su agotamiento.
Pero creo que el capitalismo rentístico no es ni malo ni bueno. Este sistema forma parte de nuestra característica principal como país. Se trata de nuestra manera de crear un modelo de desarrollo a partir de un recurso natural que pertenece al Estado. No hay duda que quien tiene el control del petróleo en Venezuela tiene el control del desarrollo del país, razón por la cual creo que lo que se ha hecho en los últimos 6 años respecto a la recuperación del rol del Estado en el petróleo reivindica nuestro histórico modelo de desarrollo.
El tema es cómo pasar de este modelo de desarrollo dependiente de la renta a un modelo de desarrollo dependiente del trabajo. Esa transición fue ensayada a finales de los 80 y toda la década de los 90 con un modelo que pretendía descalabrar el histórico rol del Estado sobre el petróleo. Es obvio que fracasó igualmente.
Por esto creo que ante la discusión, tengo más preguntas que respuestas, pues además de no querer repetir los errores de sistemas económicos militarizados (caso de la URSS), debemos entender la condición particular de nuestras relaciones de producción.
Una alternativa al rentismo-capitalismo
Luis Fuenmayor
El problema se resuelve si el petróleo que producimos se utilizara en desarrollar la industria petroquímica nacional, la química orgánica industrial y la ciencia y tecnología y la ingeniería de consulta nacionales. Venezuela debe dejar de ser un país productor de combustible fósil, tal y como ha sido hasta ahora desde 1920, para transformarse en una potencia que desarrolle la producción nacional de petroquímicos, a través de PEQUIVEN, mediante las grandes inversiones que esto signifique. Con empresas del tamaño de PDVSA deberíamos utilizar el 30 por ciento de su producción para dedicarla a la producción de productos con mucho mayor valor agregado, que significarían no sólo mayores ingresos en divisas y menores usos del petróleo como combustible, sino al mismo tiempo el estímulo para el desarrollo industrial nacional en petroquímicos y químicos orgánicos, que estimularía además aguas abajo toda una gran inversión nacional de empresas de producción de bienes y servicios, dirigidas a satisfacer las grandes necesidades de la industria petroquímica y de las industrias productoras de químicos orgánicos.
Ello significa inversiones en bienes de capital, adquisiciones de materias primas diversas, fuentes de empleo estable de personal de distintos niveles de formación, elaboración en el país de materiales requeridos por la gran industria petroquímica y las más pequeñas industrias de químicos orgánicos, en síntesis significa desarrollo.
Toda la ingeniería de consulta sería comprada en el país, lo que estimularía su desarrollo y la sacaría del lamentable estado de inanición en que se encuentra actualmente. Al mismo tiempo, ambas empresas deberían invertir en ciencia y tecnología el equivalente a su aporte al producto interno bruto nacional.
Actualmente, PDVSA compra toda la ingeniería de consulta que requiere y toda la ciencia y tecnología que utiliza en el exterior, lo que permite que ambas actividades sigan floreciendo solamente en los países desarrollados, mientras Venezuela carece del financiamiento necesario a tales efectos.
Si además de lo señalado, la producción de ambas empresas se transporta en una flota de buques nacionales, se estimularía la construcción de astilleros para fabricación y mantenimiento de dicha flota, la formación de personal para su manejo y cuido, más fuentes de empleo y se desarrollarían incluso hasta empresas de seguros y reaseguros nacionales para la protección de la carga.
Todo eso es desarrollo y es posible con un gobierno que entienda que el petróleo es para ser usado en desarrollo de país y en incremento de las condiciones de vida de los venezolanos. Sólo así se estarían creando realmente las bases económicas y productivas que pudieran garantizar el comienzo del llamado socialismo del siglo XXI. Muchos saludos a todos. LFT.
Algunas citas textuales del artículo de el Nacional 10-12-2006 por Javier Biardeau R. Sociólogo. Profesor de la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela
• Al celebrar su victoria electoral, el Presidente reelecto afirmó la noche del domingo 3 de diciembre que "el pueblo votó por el socialismo del siglo XXI". Inmediatamente reiteró que su gobierno en "la nueva época" impulsará ese modelo económico y, por lo pronto, en 2007 lo incluirá en la Constitución.
• intelectuales que apoyan y asesoran a Chávez dicen que Venezuela vive la transición y falta mucho todavía para que aquí se abandone la lógica del capital. "No sólo con un cambio del ordenamiento jurídico se insertará el régimen socialista", aclara Haiman El Troudi
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• . "Esto es un proceso. Estamos en lo que los clásicos llaman una transición. Venezuela está signada por los hábitos capitalistas y no se puede transformar la economía si la gente sigue pensando desde esa lógica", afirma El Troudi
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• Rodolfo Sanz, dirigente oficialista, también coincide. "La existencia de un gobierno de orientación socialista no supone ni implica que estemos ya en el socialismo (...) En Venezuela existe hoy una transición transformadora de las terribles condiciones dejadas por el colapso del capitalismo rentista neoliberal", dice en el libro Hugo Chávez y el desafío socialista, impreso en julio de este año
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• Sanz plantea "una recomposición capitalista para luego intentar el salto hacia una sociedad socialista". Admite que algunos exigían un ritmo más acelerado, "un programa de expropiaciones y nacionalizaciones", pero celebra que Chávez comprendiera que todavía están en la etapa de los grandes cambios sociales.
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• Acepta que hoy domina más bien el capitalismo de Estado. "En esta fase de transición, a pesar del poder económico regulatorio estatal, la economía venezolana continúa dominada por el modo capitalista de producción. Y no nos engañemos, este seguirá por un período largo de esta transición".
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• En el CIM aseguran que la revolución no nació socialista. "Su inspiración fue nacional, popular, pero un populismo bien entendido, altruista, para ayudar a la gente. Ahora vamos al socialismo". ¿Cuánto puede durar esa transición? Haiman El Troudi admite que puede prolongarse por dos, tres años o hasta una década, "es posible que el salto sea generacional".
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• "Las empresas privadas podrán adherirse o no a la modalidad socialista", asegura El Troudi. Pero el Estado buscará las formas de incentivar a quienes decidan participar en la economía social. En un texto que adelanta sobre "el nuevo modelo productivo" este investigador propone que los créditos blancos, los dólares que entrega Cadivi, las exoneraciones de impuestos sólo beneficien a quienes acepten trabajar en estas nuevas condiciones que impulsa el Gobierno. "El Estado viene otorgando incentivos a todos por igual. A partir de ahora las empresas pueden continuar operando con un criterio mercantil. Pero los beneficios del Estado los recibirán quienes decidan asumir cuotas de responsabilidad social, otorgar alguna participación a los trabajadores, abrirse a un proceso de cogestión o incluso orientar su producción a satisfacer necesidades reales de la sociedad para darle en la madre al capitalismo", explica. Acepta que sólo con la empresa socialista (las cooperativas, las empresas mixtas y las empresas de producción social) no se podrá hacer crecer la economía. Ellas aportarán 30% al producto interno bruto, pero darán trabajo a muchos. La gran empresa de capital intensivo estatal y privada seguirá sosteniendo la economía venezolana, aunque su aporte social sea muy bajo.
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• Heinz Dieterich también acepta en su libro Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI que "la economía de la fase de transición tendrá necesariamente un carácter mixto", porque supone que unos seguirán trabajando en una economía de mercado y otros, "más avanzados", pasarán al nuevo modelo. "Creo que es de idiotas pensar que Chávez va hacia el comunismo.
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• Estoy convencido de que Chávez quiere aplicar el modelo de socialismo liberal que yo propongo desde 1998, lo están probando sin saberlo", apunta Giulio Santosuosso, un matemático autor de Socialismo en un paradigma liberal, un libro que –según dice el mandatario enseñó en su programa dominical Aló, Presidente. Su tesis es que la empresa sea socialista hacia dentro porque quienes trabajan en ella serán sus propietarios; pero liberal hacia fuera porque continuará rigiéndose por las leyes de la oferta y la demanda.
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• El Troudi también se interesa por regular la ganancia de las empresas. Su idea es fijar un precio máximo de venta de todos los productos para acabar con la especulación, pero admite que antes hay que sanear la contabilidad y determinar realmente cuánta cuesta cada uno. "El Estado está llamado a desplegar una estrategia para romper el monopolio en la producción", refiere Sanz. Recomienda impulsar alianzas entre el mediano sector privado productivo y el sector de la economía social. El Troudi refiere que si el Estado incentiva la creación de nuevas empresas, aumenta la demanda y se ataca la concentración económica. Ninguno de estos analistas niega que el Estado desempeñará un papel fundamental en el orden económico durante la etapa de transición. Incluso Sanz opina que las empresas de producción social no podrán sostenerse por sí solas, en un mercado capitalista necesitan de la ayuda estatal.
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• Lo que vendrá después pocos se atreven a decirlo, prefieren que se abra el debate, insisten en que este será un proceso abierto. "Sólo sabemos lo que no debe ser el socialismo del siglo XXI. No será una economía basada en el capitalismo de Estado, ni un sistema totalitario y cerrado (...) No queremos parecernos a Cuba, la isla caminará más bien al modelo propuesto por Venezuela", afirma El Troudi.
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• . Haiman El Troudi: El socialismo del siglo XXI es democracia sin fin, nunca está todo hecho, está en franca construcción. Las empresas de producción social ofrecen un aporte rumbo al socialismo, pero no todas serán desde un primer momento socialistas. Hugo Chávez las definió "como entidades económicas que tienen significado propio, no alienado, auténtico. No existe en ellas discriminación social, ni privilegios en el trabajo. Hay igualdad económica entre sus integrantes, bajo el régimen de propiedad estatal o colectiva". El principal rasgo es que transciendan de algún modo el modelo capitalista, por lo que tienen que replantearse el destino de los excedentes, ya no serán para los dueños del capital, sino que deben invertirse en la sociedad.
ALGUNAS GLOSAS AL MARGEN (JB):
Parece evidente que estamos en un proceso de transformaciones estructurales de mediana duración (el largo plazo es la muerte decía Lord Keynes) comandado por la una nueva contra-elite política, económica y cultural que controla las palancas del estado venezolano, en la que la jefatura exclusiva la asume Chávez, nuevo "rival" del "gran timonel" maoísta. Esta característica le da un estilo personalista, cesarista y estado-céntrico a la revolución socialista venezolana.
Esta contra-elite asume un rol de "vanguardia", y dentro de ella, Chávez ocupa el lugar principal, su voz instruye los lineamientos estratégicos, y las voces plurales, que consienten, difieren o disienten, de los movimientos populares, sectores medios o empresariales serán tamizadas por un dispositivo institucional: el partido único bajo control de operadores políticos que conformaran el "estado mayor" de Chávez.
El socialismo de Estado esta a la orden del día en una revolución que "comandada desde arriba" se legitima a través de mecanismos refrendarios electorales (mucho mas Lasalle que Marx). Falta saber, si desde abajo surgirán contrapesos significativos al "estado mayor" y a la contraelite dominante, que le otorguen al proceso densidad revolucionaria, es decir, carácter radicalmente democrático, plural y nacional-popular en los terrenos económicos, culturales y políticos.
Desde el punto de vista político-cultural, las voces dominantes de la revolución parecen ancladas en el Imaginario Moderno: productivismo, racionalidad instrumental, historia con H, subjetividad como "conciencia nacional", riqueza como excedente económico, consumismo, tecnociencia, etc. Su gramática de sentido los lleva al callejón del "capitalismo de estado", etapa de transición irónicamente "eterna", y por tanto a consolidar a la "burguesía de estado", con un pensamiento social acartonado por los axiomas modernos. No hay crisis de la Modernidad para la contraelite dominante.
Como es obvio, existen contradicciones sobredeterminadas en este proceso de cambio estructural, y el "juego social" esta abierto a escenarios y recomposiciones de fuerzas sociales, políticas y culturales, en la cual los "intelectuales" como grupo de apoyo social (Gouldner) vivirán las tensiones en la configuración de "lógicas de sentido y significación".
El "debate de la democracia", como radicalización democrática será crucial, ya que el poder popular vivirá los dilemas de la autonomía, autogestión, pluralidad o del tutelaje estatal, uniformidad o codificación desde arriba. La multiplicidad de las singularidades socialistas tendrán que posicionar sus voces ante la UNICA VOZ, cuestionando todo discurso de dominio como una modalidad de discurso-amo El tema de una hegemonía popular, democrática y nacional será crucial frente a la conversión de la contraelite dominante en "nueva clase"y frente a la transfiguración del sistema político formalmente pluralista en un porvenir aun incierto.
QUIENES DESEEN REANUDAR EL DEBATE SOBRE LOS SOCIALISMOS Y UNA PROFUNDIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA EN TODOS LOS CAMPOS Y ESFERAS SOCIALES TIENE UNA TORTUOSA TAREA POR DELANTE: SOCAVAR TODA LA MITOLOGIA REVOLUCIONARIA SOPORTADA EN LA GRAMATICA MODERNA QUE HA ASIMILADO LA LIBERTAD A UNA SERVIDUMBRE MAS O MENOS VOLUNTARIA. El socialismo será democrático, plural y libertario o no será sino barbarie, BARBARIE en mayúscula, tan TERRIBLE COMO LA DEL HEGEMONICO GLOBALISMO NEOLIBERAL...BIENVENIDOS.
Publicado por Rómulo Pérez "Por una Conciencia Socialista"
domingo, 27 de septiembre de 2009
sábado, 19 de septiembre de 2009
"Cartas a quien pretende enseñar"
Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar"
Siglo XXI Editores.
Décima edición en español.
Pág. 28-42
Ningún tema puede ser más adecuado como objeto de esta primera carta para quien se atreve enseñar que el significado crítico de ese acto, así como el significado igualmente crítico de aprender. Es que el enseñar no existe sin el aprender, y con esto quiero decir más de lo que diría si dijese que el acto de enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien aprende. Quiero decir que el enseñar y el aprender se van dando de manera tal que por un lado, quien enseña aprende por que reconoce un conocimiento antes aprendido y, por el otro, porque observando la manera como la curiosidad del alumno aprendiz trabaja para aprehender lo que se le está enseñando, sin lo cual no aprende, el educador se ayuda a descubrir dudas, aciertos y errores.
El aprendizaje del educador, al enseñar, no se da necesariamente a través de la rectificación de los errores que comete el aprendiz. El aprendizaje del educador al educar se verifica en la medida que el educador humilde y abierto se encuentre permanentemente disponible para repensar lo pensado, revisar sus posiciones ; en que busca involucrarse con la curiosidad del alumno y los diferentes caminos y senderos que ella lo hace recorrer. Algunos de esos caminos y algunos de esos senderos que a veces recorre la curiosidad casi virgen de los alumnos están cargados de sugerencias, de preguntas que el educador nunca había percibido antes. Pero ahora, al enseñar, no como un burócrata de la mente sino reconstruyendo los caminos de la curiosidad - razón por la que su cuerpo consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad- el educador que actué así tiene un momento rico de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar siendo enseñado.
No obstante, el hecho de que el enseñar enseña al educador a enseñar un cierto contenido, no debe significar en modo alguno que el educador se aventure a enseñar sin la competencia necesaria para hacerlo. Eso no lo autoriza a enseñar lo que no sabe. La responsabilidad ética, política y profesional del educador le impone el deber de prepararse, de capacitarse, de graduarse antes de iniciar su actividad docente. Esa actividad exige que su preparación, su capacitación y su graduación se transformen en procesos permanentes. Su experiencia docente, si es bien percibida y bien vivida, va dejando claro que requiere una capacitación permanente del educador. Capacitación que se basa en el análisis crítico de su práctica.
Partamos de la experiencia de aprender, de conocer, por parte de quien se prepara para la tarea docente, que necesariamente implica el estudiar. Obviamente, no es mi intención escribir prescripciones que deban ser seguidas rigurosamente, lo que significaría una contradicción frontal con todo lo que he dicho hasta ahora. Por el contrario, lo que aquí me interesa de acuerdo con el espíritu del libro en sí, es desafiar a sus lectores y lectoras sobre ciertos puntos o aspectos, insistiendo en que siempre hay algo diferente para hacer en nuestra vida educativa cotidiana, ya sea que participemos en ella como aprendices y por lo tanto educadores, o como educadores y por eso aprendices también.
No me gustaría dar la impresión, sin quererlo, de estar dejando absolutamente clara la cuestión del estudiar, del leer, del observar, del reconocer las relaciones entre los objetos para reconocerlos .Estoy intentando aclarar algunos puntos que merecen nuestra atención en la comprensión crítica de estos procesos.
Comencemos por estudiar, que al incluir el enseñar del educador, incluye también por un lado el aprendizaje anterior y concomitante de quien enseña y el aprendizaje del principiante que se prepara para enseñar en la mañana o rehace su saber para enseñar mejor hoy, y por otro lado el aprendizaje de quien, a un niño, se encuentra en los comienzos de su educación.
Como preparación del sujeto para aprender, estudiar es en primer lugar un quehacer crítico, creador, recreador, no importa si yo me comprometo con él a través de la lectura de un texto que trata o discute un cierto contenido que me ha sido propuesto por la escuela o si lo realizo partiendo de una reflexión crítica sobre cierto receso social o natural, y como necesidad de la propia reflexión me conduce a la lectura de textos que mi curiosidad y experiencia intelectual me sugieren o que me son sugeridos por otros.
Siendo así, en el nivel de una posición crítica que no dicotomiza el saber del sentido común del otro saber, más sistemático o de mayor exactitud, sino que busca una síntesis de los contrarios, el acto de estudiar siempre implica el de leer, aunque no se agote en éste. De leer el mundo, de leer la palabra y así leer la lectura del mundo hecha anteriormente. Pero leer no es el mero entretenimiento ni tampoco es un ejercicio de memorización mecánica de ciertos fragmentos del texto.
Si en realidad estoy estudiando, estoy leyendo seriamente , no puedo pasar una página si no he conseguido alcanzar su significado con relativa claridad .Mi salida no es memorizar trozos de textos leyéndolos mecánicamente dos, tres o cuatro veces y luego cerrando los ojos y tratando de repetirlos como si su fijación puramente maquinal me brindase el conocimiento que necesito.
Leer es una opción inteligente, difícil, exigente, pero gratificante. Nadie lee o estudia auténticamente si no asume, frente al texto o al objeto de la curiosidad, la forma crítica del ser o del estar siendo sujeto de la curiosidad, sujeto de la lectura, sujeto del proceso del conocer en el que se encuentra. Leer es procurar o buscar crear la comprensión de lo leído; de ahí la importancia de la enseñanza correcta de la lectura y de la escritura, entre otros puntos fundamentales. Es que enseñar a leer es comprometerse con una experiencia creativa alrededor de la comprensión.
De la comprensión y de la comunicación .Y la experiencia de la comprensión será tanto más profunda cuanto más capaces seamos de asociar en ella –jamás dicotomizar- los conceptos que emergen en la experiencia escolar procedentes del mundo de lo cotidiano. Un ejercicio crítico siempre exigido por la lectura y necesariamente por la escritura es el de cómo franquear fácilmente el pasaje de la experiencia sensorial, característica de lo cotidiano, a la generalización que se opera en el lenguaje escolar, y de éste a lo concreto tangible. Una de las formas para realizar este ejercicio consiste en la practica a la que me vengo refiriendo como “lectura de la lectura anterior del mundo”,entiendo aquí como “lectura del mundo” la “lectura” que antecede a la lectura de la palabra y que persiguiendo igualmente la comprensión del objeto se hace en el dominio de lo cotidiano. La lectura de la palabra ,haciéndose también búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo .Lo que me parece fundamental dejar bien en claro es que la lectura del mundo que se hace a partir de la experiencia sensorial no es suficiente . Pero por otro lado tampoco puede ser despreciada como inferior por la lectura hecha a partir del mundo abstracto de los conceptos y que va de la generalización a lo tangible.
En cierta ocasión una alfabetizadora nordestina discutía, en su círculo de la cultura una codificación que representaba a un hombre que, trabajando el barro, creaba un jarro con las manos. Discutían sobre lo que es la cultura a través de la “lectura” de una serie de codificaciones, que en el fondo son representaciones de la realidad concreta.
El concepto de cultura había sido aprehendido por el grupo a través del esfuerzo de comprensión que caracteriza la lectura del mundo y/o de la palabra. En su experiencia anterior, cuya memoria ella guardaba en su interior, su comprensión del proceso en el que el hombre, trabajando con el barro, creaba el jarro, comprensión gestada sensorialmente, le decía que hacer el jarro era una forma de trabajo con la cual, concretamente, se mantenía. Así como el jarro no era sino el objeto, producto del trabajo, que una vez vendido posibilitaba su vida y la de su familia.
Ahora bien, yendo un poco más allá de la experiencia sensorial, superándola un poco, daba un paso fundamental: alcanzaba la capacidad de generalizar que caracteriza a la “experiencia escolar”. Crear el jarro a través del trabajo transformador sobre el barro no era sólo la forma de sobrevivir sino también de hacer cultura, de hacer arte. Fue por eso por lo que, releyendo su anterior lectura del mundo y de los quehaceres en el mundo, aquella alfabetizadora nordestina dijo segura y orgullosa: “Hago cultura. Hago esto.”
En otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho en otro trabajo anterior pero no hace mal que ahora lo retome.
Estaba yo en la isla de Sau Tomé, en África Occidental, en el folgo de Guinea. Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadores junto a educadores y educadoras nacionales.
Un pequeño pueblo de la región pesquera llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo nacional que la capacitación de los educadores y de las educadoras no se efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la práctica. Ni tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante de la teoría de la práctica que menospreciase la teoría, negándole toda importancia y enfatizando exclusividad de la práctica como la única valedera, o bien negase la práctica atendiendo exclusivamente a la teoría. Por el contrario, mi intención era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que hay entre la teoría y la práctica, la cual será objeto de análisis en una de mis cartas.
Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros educadores y educadoras. Momento éste para los discursos de algunas personas, consideradas como las más capaces para hablarles a los otros.
Mi convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que en una misma mañana se hablase de algunos conceptos-clave-codificación y descodificación, por ejemplo-como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni por un instante para dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría la discusión crítica sobre la práctica en que iban a iniciarse.
Así, la idea básica, aceptada y puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea de educadoras y educadores populares debían coordinar las discusiones sobre codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos su tarea política, la de ayudarnos en el esfuerzo de capacitación sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en pleno proceso de capacitación. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban a ser capacitados, diferencia que los separaba, radicaba en que los participantes solamente leían el mundo, mientras que los jóvenes leían la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de alfabetización con nadie.
En cada tarde del curso, con dos horas de trabajo con los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los debates. Los responsables del curso asistían en silencio, sin interferir, tomando sus notas.
Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y los aciertos de los candidatos en presencia de todo el grupo, desocultándose entre ellos, la teoría que se encontraba en su práctica.
Difícilmente se repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida.
Fue precisamente en una codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que estábamos, y mirando a Porto Mont allá a lo lejos dijeron, volviéndose nuevamente hacia la codificación que representaba al pueblo: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.”
Hasta entonces, su “lectura” del lugar, de su mundo particular, una “lectura” hecha demasiado próxima del “texto”, que era el contexto del pueblo, no les había permitido ver a Porto Mont como realmente era. Había cierta “Opacidad” que cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de “tomar distancia” del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les permitía una nueva lectura más fiel al “texto”, vale decir, al contexto de Porto Mont. La “toma de distancia” que la “lectura” de la codificación les permitió, les posibilito o los aproximó más a Porto Mont como “texto” que está siendo leído. Esa nueva lectura rehizo la lectura anterior, por eso dijeron: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.” Inmersos en la realidad de su pequeño mundo, no eran capaces de verla. “Tomando distancia” de ella emergieron y, así, la vieron como jamás la habían visto hasta entonces.
Estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea.
Es por eso también por lo que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz. Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza igualmente crítica que necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura del contexto.
La forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo esta, por un lado, en la negociación del lenguaje simple, “desarmado” ingenuo; en su no desvalorización por conformarse de conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y por el otro en el rechazo de lo que se llama “lenguaje difícil”, imposible por que se desarrolla alrededor de conceptos abstractos. Por el contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis. Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos difícil, más simple, no puede ser simplista.
Nadie que lee, que estudia, tiene el derecho de abandonar la lectura de un texto como difícil, por el hecho de no haber entendido lo que significa la palabra epistemología, por ejemplo. Así como un albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo, sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales sin los cuales no puede leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos, manuales de conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos, enciclopedias. La lectura comparativa de texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo lenguaje sea menos complejo.
Usar estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo como muchas veces se piensa. El tiempo que yo utilizo, cuando leo y escribo o cuando escribo y leo, consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos o trozos de libros que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir.
Como lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores realicen su tarea-la de escribir-y casi la nuestra-la de comprender lo escrito-explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso en el texto o en una nota al pie de la página. Su deber como escritores es escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar, la comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas.
La comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente como si fuera un milagro. La comprensión es trabajada, forjada por quien lee, por quien estudia, que al ser sujeto de ella, debe instrumentarse para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente, desafiante, persistente. No es tarea para gente demasiado apresurada o poco humilde que, en vez de asumir sus deficiencias prefiere transferirlas al autor o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo.
También hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector.
La comprensión de lo que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los sistemas por parte del autor del libro y la capacidad de aprehensión por parte del lector del lenguaje necesario para este tratamiento.
Es por esto por lo que estudiar es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer.
El tema del uso necesario de instrumentos indispensables para nuestra lectura y para nuestro trabajo de escribir, trae a colación el problema del poder adquisitivo del estudiante y de las maestras y maestros en vista de los costos elevados para obtener diccionarios básicos de la lengua, diccionarios filosóficos, etc. El poder consultar todo este material es un derecho que tienen todos los alumnos y los maestros, al que corresponde el deber de las escuelas de hacerles posible la consulta, equipando o creando sus bibliotecas con horarios realistas de estudio. Reivindicar este material es un derecho y un deber de los profesores y de los estudiantes.
Me gustaría retomar algo a lo que hice referencia anteriormente: la relación entre leer y escribir, entendidos como procesos que no se pueden separar. Como procesos que deben organizarse de tal modo que leer y escribir sean percibidos como necesarios para algo, como siendo alguna cosa que el niño necesita, como resaltó Vygotsky, y nosotros también. En primer lugar la oralidad antecede a la grafía, pero la trae en sí desde el primer momento en que los seres humanos se volvieron socialmente capaces de ir expresándose a través de símbolos que decían algo de sus sueños, de sus miedos, de su experiencia social, de sus esperanzas, de sus prácticas.
Cuando aprendemos a leer, lo hacemos sobre lo escrito por alguien que antes aprendió a leer y escribir. Al aprender a leer nos preparamos para, a continuación, escribir el habla que socialmente construimos. En las culturas letradas, si no se sabe leer ni escribir no se puede estudiar, tratar de conocer, aprender la sustantividad del objeto, reconocer críticamente la razón de ser del objeto.
Uno de los errores que cometemos es el de dicotomizar el leer del escribir, y desde el comienzo de la experiencia en que los niños ensayan sus primeros pasos en la práctica de la lectura y de la escritura, tomamos estos procesos como algo desconectado del proceso general del conocer. Esta dicotomía entre leer y escribir nos acompaña siempre, como estudiantes y como maestros. “Tengo una enorme dificultad para hacer mi tesis. No sé escribir”, es la afirmación común que se escucha en los cursos de postgrado en que he participado. En el fondo, esto lamentablemente revela cuán lejos estamos de una comprensión crítica de lo que es estudiar y de lo que es enseñar.
Es preciso que nuestro cuerpo, que se va haciendo socialmente actuante, consciente, hablante, lector y “escritor”, se adueñe críticamente de su forma de ir siendo lo que forma parte de su naturaleza, constituyéndose histórica y socialmente. Esto quiere decir que es necesario no sólo que nos demos cuenta de cómo estamos siendo, sino que nos asumamos plenamente como esos “seres programados para aprender” de los que nos habla Francois Jacob. Resulta necesario, entonces, que aprendamos a aprender, vale decir, que entre otras cosas le demos al lenguaje oral y escrito, a su uso, la importancia que le viene siendo reconocida científicamente.
A los que estudiamos, a los que enseñamos -y por eso también estudiamos- se nos impone junto con la necesaria lectura de textos, la redacción de notas, de fichas de lectura, la redacción de pequeños textos sobre las lecturas que realizamos. La lectura de buenos escritores, de buenos novelistas, de buenos poetas, de científicos, de filósofos que no temen trabajar su lenguaje en la búsqueda de la belleza, de la simplicidad y de la claridad.
Si nuestras escuelas, desde la más tierna edad de sus alumnos, se entregasen al trabajo de estimular en ellos el gusto por la lectura y la escritura, y ese gusto continuase siendo estimulado durante todo el tiempo de su escolaridad, posiblemente habría un número bastante menor de posgraduados hablando de su inseguridad o de su incapacidad para escribir. Si el estudiar no fuese para nosotros casi siempre una carga, si leer no fuese una obligación amarga que hay que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de alegría y placer, de la que surge también el conocimiento indispensable con el cual nos movemos mejor en el mundo, tendríamos índices que revelarían una mejor calidad en nuestra educación. Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin detenerse jamás.
La lectura de Piaget, de Vygotsky, de Emilia Ferreiro, de Madalena F. Weffort, entre otros, así como la lectura de especialistas que no tratan propiamente de la alfabetización sino del proceso de lectura, como Marisa Lajolo y Ezequiel T. da Silva, son de importancia indiscutible.
Pensando en la relación de intimidad entre pensar, leer y escribir, y en la necesidad que tenemos de vivir intensamente esa relación, yo sugeriría a quien pretenda experimentarla rigurosamente que se entregue a la tarea de escribir algo por lo menos tres veces por semana. Una nota sobre una lectura, un comentario sobre algún suceso del cual tomó conocimiento por la prensa, por la televisión, no importa. Una carta para un destinatario inexistente. Resulta muy interesante fechar los pequeños textos y guardarlos para someterlos a una evaluación crítica dos o tres meses después. Nadie escribe si no escribe, del mismo modo que nadie nada si no nada.
Al dejar claro que el uso del lenguaje escrito, y por lo tanto de la lectura, está en relación con el desarrollo de las condiciones materiales de la sociedad, estoy subrayando que mi posición no es idealista. Rechazando cualquier interpretación mecanicista de la historia, rechazo igualmente la idealista. La primera reduce la conciencia a la mera copia de las estructuras materiales de la sociedad, la segunda somete todo al todopoderoso de la conciencia. Mi posición es otra. Entiendo que esas relaciones entre la conciencia y el mundo son dialécticas.
Pero lo que no es correcto es esperar que las transformaciones materiales se procesen para después comenzar a enfrentar correctamente el problema de la lectura y de la escritura. La lectura crítica de los textos y del mundo tienen que ver con su cambio en proceso.
Publicado por Rómulo Pérez
Siglo XXI Editores.
Décima edición en español.
Pág. 28-42
Ningún tema puede ser más adecuado como objeto de esta primera carta para quien se atreve enseñar que el significado crítico de ese acto, así como el significado igualmente crítico de aprender. Es que el enseñar no existe sin el aprender, y con esto quiero decir más de lo que diría si dijese que el acto de enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien aprende. Quiero decir que el enseñar y el aprender se van dando de manera tal que por un lado, quien enseña aprende por que reconoce un conocimiento antes aprendido y, por el otro, porque observando la manera como la curiosidad del alumno aprendiz trabaja para aprehender lo que se le está enseñando, sin lo cual no aprende, el educador se ayuda a descubrir dudas, aciertos y errores.
El aprendizaje del educador, al enseñar, no se da necesariamente a través de la rectificación de los errores que comete el aprendiz. El aprendizaje del educador al educar se verifica en la medida que el educador humilde y abierto se encuentre permanentemente disponible para repensar lo pensado, revisar sus posiciones ; en que busca involucrarse con la curiosidad del alumno y los diferentes caminos y senderos que ella lo hace recorrer. Algunos de esos caminos y algunos de esos senderos que a veces recorre la curiosidad casi virgen de los alumnos están cargados de sugerencias, de preguntas que el educador nunca había percibido antes. Pero ahora, al enseñar, no como un burócrata de la mente sino reconstruyendo los caminos de la curiosidad - razón por la que su cuerpo consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad- el educador que actué así tiene un momento rico de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar siendo enseñado.
No obstante, el hecho de que el enseñar enseña al educador a enseñar un cierto contenido, no debe significar en modo alguno que el educador se aventure a enseñar sin la competencia necesaria para hacerlo. Eso no lo autoriza a enseñar lo que no sabe. La responsabilidad ética, política y profesional del educador le impone el deber de prepararse, de capacitarse, de graduarse antes de iniciar su actividad docente. Esa actividad exige que su preparación, su capacitación y su graduación se transformen en procesos permanentes. Su experiencia docente, si es bien percibida y bien vivida, va dejando claro que requiere una capacitación permanente del educador. Capacitación que se basa en el análisis crítico de su práctica.
Partamos de la experiencia de aprender, de conocer, por parte de quien se prepara para la tarea docente, que necesariamente implica el estudiar. Obviamente, no es mi intención escribir prescripciones que deban ser seguidas rigurosamente, lo que significaría una contradicción frontal con todo lo que he dicho hasta ahora. Por el contrario, lo que aquí me interesa de acuerdo con el espíritu del libro en sí, es desafiar a sus lectores y lectoras sobre ciertos puntos o aspectos, insistiendo en que siempre hay algo diferente para hacer en nuestra vida educativa cotidiana, ya sea que participemos en ella como aprendices y por lo tanto educadores, o como educadores y por eso aprendices también.
No me gustaría dar la impresión, sin quererlo, de estar dejando absolutamente clara la cuestión del estudiar, del leer, del observar, del reconocer las relaciones entre los objetos para reconocerlos .Estoy intentando aclarar algunos puntos que merecen nuestra atención en la comprensión crítica de estos procesos.
Comencemos por estudiar, que al incluir el enseñar del educador, incluye también por un lado el aprendizaje anterior y concomitante de quien enseña y el aprendizaje del principiante que se prepara para enseñar en la mañana o rehace su saber para enseñar mejor hoy, y por otro lado el aprendizaje de quien, a un niño, se encuentra en los comienzos de su educación.
Como preparación del sujeto para aprender, estudiar es en primer lugar un quehacer crítico, creador, recreador, no importa si yo me comprometo con él a través de la lectura de un texto que trata o discute un cierto contenido que me ha sido propuesto por la escuela o si lo realizo partiendo de una reflexión crítica sobre cierto receso social o natural, y como necesidad de la propia reflexión me conduce a la lectura de textos que mi curiosidad y experiencia intelectual me sugieren o que me son sugeridos por otros.
Siendo así, en el nivel de una posición crítica que no dicotomiza el saber del sentido común del otro saber, más sistemático o de mayor exactitud, sino que busca una síntesis de los contrarios, el acto de estudiar siempre implica el de leer, aunque no se agote en éste. De leer el mundo, de leer la palabra y así leer la lectura del mundo hecha anteriormente. Pero leer no es el mero entretenimiento ni tampoco es un ejercicio de memorización mecánica de ciertos fragmentos del texto.
Si en realidad estoy estudiando, estoy leyendo seriamente , no puedo pasar una página si no he conseguido alcanzar su significado con relativa claridad .Mi salida no es memorizar trozos de textos leyéndolos mecánicamente dos, tres o cuatro veces y luego cerrando los ojos y tratando de repetirlos como si su fijación puramente maquinal me brindase el conocimiento que necesito.
Leer es una opción inteligente, difícil, exigente, pero gratificante. Nadie lee o estudia auténticamente si no asume, frente al texto o al objeto de la curiosidad, la forma crítica del ser o del estar siendo sujeto de la curiosidad, sujeto de la lectura, sujeto del proceso del conocer en el que se encuentra. Leer es procurar o buscar crear la comprensión de lo leído; de ahí la importancia de la enseñanza correcta de la lectura y de la escritura, entre otros puntos fundamentales. Es que enseñar a leer es comprometerse con una experiencia creativa alrededor de la comprensión.
De la comprensión y de la comunicación .Y la experiencia de la comprensión será tanto más profunda cuanto más capaces seamos de asociar en ella –jamás dicotomizar- los conceptos que emergen en la experiencia escolar procedentes del mundo de lo cotidiano. Un ejercicio crítico siempre exigido por la lectura y necesariamente por la escritura es el de cómo franquear fácilmente el pasaje de la experiencia sensorial, característica de lo cotidiano, a la generalización que se opera en el lenguaje escolar, y de éste a lo concreto tangible. Una de las formas para realizar este ejercicio consiste en la practica a la que me vengo refiriendo como “lectura de la lectura anterior del mundo”,entiendo aquí como “lectura del mundo” la “lectura” que antecede a la lectura de la palabra y que persiguiendo igualmente la comprensión del objeto se hace en el dominio de lo cotidiano. La lectura de la palabra ,haciéndose también búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo .Lo que me parece fundamental dejar bien en claro es que la lectura del mundo que se hace a partir de la experiencia sensorial no es suficiente . Pero por otro lado tampoco puede ser despreciada como inferior por la lectura hecha a partir del mundo abstracto de los conceptos y que va de la generalización a lo tangible.
En cierta ocasión una alfabetizadora nordestina discutía, en su círculo de la cultura una codificación que representaba a un hombre que, trabajando el barro, creaba un jarro con las manos. Discutían sobre lo que es la cultura a través de la “lectura” de una serie de codificaciones, que en el fondo son representaciones de la realidad concreta.
El concepto de cultura había sido aprehendido por el grupo a través del esfuerzo de comprensión que caracteriza la lectura del mundo y/o de la palabra. En su experiencia anterior, cuya memoria ella guardaba en su interior, su comprensión del proceso en el que el hombre, trabajando con el barro, creaba el jarro, comprensión gestada sensorialmente, le decía que hacer el jarro era una forma de trabajo con la cual, concretamente, se mantenía. Así como el jarro no era sino el objeto, producto del trabajo, que una vez vendido posibilitaba su vida y la de su familia.
Ahora bien, yendo un poco más allá de la experiencia sensorial, superándola un poco, daba un paso fundamental: alcanzaba la capacidad de generalizar que caracteriza a la “experiencia escolar”. Crear el jarro a través del trabajo transformador sobre el barro no era sólo la forma de sobrevivir sino también de hacer cultura, de hacer arte. Fue por eso por lo que, releyendo su anterior lectura del mundo y de los quehaceres en el mundo, aquella alfabetizadora nordestina dijo segura y orgullosa: “Hago cultura. Hago esto.”
En otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho en otro trabajo anterior pero no hace mal que ahora lo retome.
Estaba yo en la isla de Sau Tomé, en África Occidental, en el folgo de Guinea. Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadores junto a educadores y educadoras nacionales.
Un pequeño pueblo de la región pesquera llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo nacional que la capacitación de los educadores y de las educadoras no se efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la práctica. Ni tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante de la teoría de la práctica que menospreciase la teoría, negándole toda importancia y enfatizando exclusividad de la práctica como la única valedera, o bien negase la práctica atendiendo exclusivamente a la teoría. Por el contrario, mi intención era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que hay entre la teoría y la práctica, la cual será objeto de análisis en una de mis cartas.
Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros educadores y educadoras. Momento éste para los discursos de algunas personas, consideradas como las más capaces para hablarles a los otros.
Mi convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que en una misma mañana se hablase de algunos conceptos-clave-codificación y descodificación, por ejemplo-como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni por un instante para dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría la discusión crítica sobre la práctica en que iban a iniciarse.
Así, la idea básica, aceptada y puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea de educadoras y educadores populares debían coordinar las discusiones sobre codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos su tarea política, la de ayudarnos en el esfuerzo de capacitación sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en pleno proceso de capacitación. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban a ser capacitados, diferencia que los separaba, radicaba en que los participantes solamente leían el mundo, mientras que los jóvenes leían la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de alfabetización con nadie.
En cada tarde del curso, con dos horas de trabajo con los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los debates. Los responsables del curso asistían en silencio, sin interferir, tomando sus notas.
Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y los aciertos de los candidatos en presencia de todo el grupo, desocultándose entre ellos, la teoría que se encontraba en su práctica.
Difícilmente se repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida.
Fue precisamente en una codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que estábamos, y mirando a Porto Mont allá a lo lejos dijeron, volviéndose nuevamente hacia la codificación que representaba al pueblo: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.”
Hasta entonces, su “lectura” del lugar, de su mundo particular, una “lectura” hecha demasiado próxima del “texto”, que era el contexto del pueblo, no les había permitido ver a Porto Mont como realmente era. Había cierta “Opacidad” que cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de “tomar distancia” del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les permitía una nueva lectura más fiel al “texto”, vale decir, al contexto de Porto Mont. La “toma de distancia” que la “lectura” de la codificación les permitió, les posibilito o los aproximó más a Porto Mont como “texto” que está siendo leído. Esa nueva lectura rehizo la lectura anterior, por eso dijeron: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.” Inmersos en la realidad de su pequeño mundo, no eran capaces de verla. “Tomando distancia” de ella emergieron y, así, la vieron como jamás la habían visto hasta entonces.
Estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea.
Es por eso también por lo que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz. Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza igualmente crítica que necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura del contexto.
La forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo esta, por un lado, en la negociación del lenguaje simple, “desarmado” ingenuo; en su no desvalorización por conformarse de conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y por el otro en el rechazo de lo que se llama “lenguaje difícil”, imposible por que se desarrolla alrededor de conceptos abstractos. Por el contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis. Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos difícil, más simple, no puede ser simplista.
Nadie que lee, que estudia, tiene el derecho de abandonar la lectura de un texto como difícil, por el hecho de no haber entendido lo que significa la palabra epistemología, por ejemplo. Así como un albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo, sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales sin los cuales no puede leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos, manuales de conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos, enciclopedias. La lectura comparativa de texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo lenguaje sea menos complejo.
Usar estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo como muchas veces se piensa. El tiempo que yo utilizo, cuando leo y escribo o cuando escribo y leo, consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos o trozos de libros que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir.
Como lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores realicen su tarea-la de escribir-y casi la nuestra-la de comprender lo escrito-explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso en el texto o en una nota al pie de la página. Su deber como escritores es escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar, la comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas.
La comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente como si fuera un milagro. La comprensión es trabajada, forjada por quien lee, por quien estudia, que al ser sujeto de ella, debe instrumentarse para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente, desafiante, persistente. No es tarea para gente demasiado apresurada o poco humilde que, en vez de asumir sus deficiencias prefiere transferirlas al autor o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo.
También hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector.
La comprensión de lo que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los sistemas por parte del autor del libro y la capacidad de aprehensión por parte del lector del lenguaje necesario para este tratamiento.
Es por esto por lo que estudiar es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer.
El tema del uso necesario de instrumentos indispensables para nuestra lectura y para nuestro trabajo de escribir, trae a colación el problema del poder adquisitivo del estudiante y de las maestras y maestros en vista de los costos elevados para obtener diccionarios básicos de la lengua, diccionarios filosóficos, etc. El poder consultar todo este material es un derecho que tienen todos los alumnos y los maestros, al que corresponde el deber de las escuelas de hacerles posible la consulta, equipando o creando sus bibliotecas con horarios realistas de estudio. Reivindicar este material es un derecho y un deber de los profesores y de los estudiantes.
Me gustaría retomar algo a lo que hice referencia anteriormente: la relación entre leer y escribir, entendidos como procesos que no se pueden separar. Como procesos que deben organizarse de tal modo que leer y escribir sean percibidos como necesarios para algo, como siendo alguna cosa que el niño necesita, como resaltó Vygotsky, y nosotros también. En primer lugar la oralidad antecede a la grafía, pero la trae en sí desde el primer momento en que los seres humanos se volvieron socialmente capaces de ir expresándose a través de símbolos que decían algo de sus sueños, de sus miedos, de su experiencia social, de sus esperanzas, de sus prácticas.
Cuando aprendemos a leer, lo hacemos sobre lo escrito por alguien que antes aprendió a leer y escribir. Al aprender a leer nos preparamos para, a continuación, escribir el habla que socialmente construimos. En las culturas letradas, si no se sabe leer ni escribir no se puede estudiar, tratar de conocer, aprender la sustantividad del objeto, reconocer críticamente la razón de ser del objeto.
Uno de los errores que cometemos es el de dicotomizar el leer del escribir, y desde el comienzo de la experiencia en que los niños ensayan sus primeros pasos en la práctica de la lectura y de la escritura, tomamos estos procesos como algo desconectado del proceso general del conocer. Esta dicotomía entre leer y escribir nos acompaña siempre, como estudiantes y como maestros. “Tengo una enorme dificultad para hacer mi tesis. No sé escribir”, es la afirmación común que se escucha en los cursos de postgrado en que he participado. En el fondo, esto lamentablemente revela cuán lejos estamos de una comprensión crítica de lo que es estudiar y de lo que es enseñar.
Es preciso que nuestro cuerpo, que se va haciendo socialmente actuante, consciente, hablante, lector y “escritor”, se adueñe críticamente de su forma de ir siendo lo que forma parte de su naturaleza, constituyéndose histórica y socialmente. Esto quiere decir que es necesario no sólo que nos demos cuenta de cómo estamos siendo, sino que nos asumamos plenamente como esos “seres programados para aprender” de los que nos habla Francois Jacob. Resulta necesario, entonces, que aprendamos a aprender, vale decir, que entre otras cosas le demos al lenguaje oral y escrito, a su uso, la importancia que le viene siendo reconocida científicamente.
A los que estudiamos, a los que enseñamos -y por eso también estudiamos- se nos impone junto con la necesaria lectura de textos, la redacción de notas, de fichas de lectura, la redacción de pequeños textos sobre las lecturas que realizamos. La lectura de buenos escritores, de buenos novelistas, de buenos poetas, de científicos, de filósofos que no temen trabajar su lenguaje en la búsqueda de la belleza, de la simplicidad y de la claridad.
Si nuestras escuelas, desde la más tierna edad de sus alumnos, se entregasen al trabajo de estimular en ellos el gusto por la lectura y la escritura, y ese gusto continuase siendo estimulado durante todo el tiempo de su escolaridad, posiblemente habría un número bastante menor de posgraduados hablando de su inseguridad o de su incapacidad para escribir. Si el estudiar no fuese para nosotros casi siempre una carga, si leer no fuese una obligación amarga que hay que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de alegría y placer, de la que surge también el conocimiento indispensable con el cual nos movemos mejor en el mundo, tendríamos índices que revelarían una mejor calidad en nuestra educación. Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin detenerse jamás.
La lectura de Piaget, de Vygotsky, de Emilia Ferreiro, de Madalena F. Weffort, entre otros, así como la lectura de especialistas que no tratan propiamente de la alfabetización sino del proceso de lectura, como Marisa Lajolo y Ezequiel T. da Silva, son de importancia indiscutible.
Pensando en la relación de intimidad entre pensar, leer y escribir, y en la necesidad que tenemos de vivir intensamente esa relación, yo sugeriría a quien pretenda experimentarla rigurosamente que se entregue a la tarea de escribir algo por lo menos tres veces por semana. Una nota sobre una lectura, un comentario sobre algún suceso del cual tomó conocimiento por la prensa, por la televisión, no importa. Una carta para un destinatario inexistente. Resulta muy interesante fechar los pequeños textos y guardarlos para someterlos a una evaluación crítica dos o tres meses después. Nadie escribe si no escribe, del mismo modo que nadie nada si no nada.
Al dejar claro que el uso del lenguaje escrito, y por lo tanto de la lectura, está en relación con el desarrollo de las condiciones materiales de la sociedad, estoy subrayando que mi posición no es idealista. Rechazando cualquier interpretación mecanicista de la historia, rechazo igualmente la idealista. La primera reduce la conciencia a la mera copia de las estructuras materiales de la sociedad, la segunda somete todo al todopoderoso de la conciencia. Mi posición es otra. Entiendo que esas relaciones entre la conciencia y el mundo son dialécticas.
Pero lo que no es correcto es esperar que las transformaciones materiales se procesen para después comenzar a enfrentar correctamente el problema de la lectura y de la escritura. La lectura crítica de los textos y del mundo tienen que ver con su cambio en proceso.
Publicado por Rómulo Pérez
sábado, 12 de septiembre de 2009
EL ORIGEN DEL NOMBRE DE VENEZUELA ES INDÍGENA,
EL ORIGEN DEL NOMBRE DE VENEZUELA ES INDÍGENA,
“quiere decir Agua Grande”
Por: Ramón Hernández Villoria
La mayoría de los habitantes de Venezuela no sospechan siquiera que el origen del nombre de su país tiene su raíz en una lengua indígena, autóctona, diferente de la lengua traída por los colonizadores españoles. Por tal motivo me siento obligado a exponer algunas líneas al respecto a fin de rebatir la versión más conocida, pero errónea, e interesada, acerca del origen del nombre de nuestro país.
LA VERSIÓN DE LA PEQUEÑA VENECIA
La versión más reciclada, e inflada por los medios de comunicación social y otros medios de dominio cultural, es la que refiere el nombre de Venezuela a una sugerencia del navegante florentino Américo Vespucio a partir de un diminutivo de la ciudad italiana de Venezia. Vespucio se habría inspirado en la visión de los palafitos aborígenes en las costas de Maracaibo, que avistó junto con Alonso Hojeda y Juan De La Cosa en agosto de 1499, un año después de que Cristóbal Colón tocó el extremo opuesto, el oriental, de nuestro territorio. Se cita como supuesto documento de esta afirmación la carta del 18 de julio de 1500 que Vespucio dirigió a su protector Lorenzo Médici, en la cual cuenta, después de abandonar la "isla de lo Gigantes" (se ignora a cuál de las actuales islas neerlandesas se refiere), lo siguiente:
"…Di questa Isola fummo ad altra Isola commarcana di essa a duci leghe, e trovammo una grandissima popolazione che tenevano le lor case fondate nel mare come Venezia, con molto artificio, e maravigliati di tal cosa, accordammo di andare a vederli e comma fummo alle lor case vollovi difendersi, che non entrassimo in esse..."
La traducción al español da cuenta de una grandísima población, en una isla vecina de la anterior por diez leguas, que tiene sus casas con mucho arte construidas sobre el mar, como Venecia. Esto es todo lo que escribió Vespucio. No hay ningún diminutivo, no hay ninguna pequeñez por ninguna parte. Por el contrario, Vespucio destaca que la población es grandísima, y construida con mucho arte.
En una carta-relación de fecha posterior (Lisboa, 04 de septiembre de 1504), la famosa Lettera, Vespucio resume sin detalles, pero con palabras suficientes, el itinerario de sus primeros cuatro viajes por el Nuevo Mundo. Esta Lettera es la génesis del concepto de continentalidad desarrollado por él. La novedad y la amplitud de las costas descritas fueron base documental para la mayor parte de los mapas posteriores, incluso el mapamundi del alemán Waaldsemüller (1507) que le concede el nombre de Vespucio al continente. En la Lettera se lee lo siguiente:
"…Fumo a terra in un porro dove trovamo una popolazione fondava sopra lacqua come Venetia; erano circa 44 case gran adoso di capane fondate sopra pali grossissimi..."
Este fragmento no precisa la ubicación geográfica de los palafitos, pero corresponde a la relación del primer viaje de Vespucio donde describe costas de la futura centroamérica. Al margen de las contradicciones reprochadas a los escritos de Vespucio, que en tiempos pasados movieron a diversos historiadores a designar, sin argumentos plenamente válidos, unas u otras cartas como apócrifas, para dar veracidad y autentificar a las restantes, es evidente que en ninguna parte consta que Vespucio llamara "pequeña Venecia" (al contrario, le pareció ver una "grandissima popolazione") o "Venezziola", a ningún poblado de palafitos, ni en las cercanías de la actual Maracaibo, ni en costas de la posterior centroamérica que cita en la Lettera. Sólo conjeturas muy vagas pueden sustentarse para suponer en la culta imaginación del cosmógrafo florentino el nombre de Venezuela que, según dicen, él sugirió a su compañero de nave Juan De La Cosa, presto cartógrafo de las tierras exploradas.
De tenerse por auténticas las cartas arriba citadas, es fácil deducir que la expresión casas sobre el agua, como Venecia, es más una figura literaria que otorga vívida ilustración a la descripción de dos lugares distintos en ubicación y similares en estructura, que a la sugestión de designar así para los europeos algún nuevo lugar. Si la intención comparativa hubiera sido más fuerte, el lugar hubiera sido llamado Nueva Venecia. Se puede sostener, sin duda alguna, que el asunto del diminutivo no pasa de ser una elucubración o, sencillamente, un invento de historiadores muy posteriores. Por otra parte, en sus escritos y mapas, Hojeda y De La Cosa a veces llaman al golfo de Venezuela por ese nombre, y otras veces como "Lago de Venecia", y esto es quizás lo único que pudiera tenerse como posible argumento, sin dejar de ser suposiciones poco científicas, para respaldar el invento de Venezuela como diminutivo de Venecia. En el mismo año en que Vespucio le escribía a Lorenzo Médici, Juan De La Cosa anotó en su mapamundi del 1500 el toponímico "Veneçiuela", inscrito en la delineación del golfo a la entrada del lago de Maracaibo (lago de San Bartolomé para la época, pero sin rótulo en este mapa). La coincidencia del año es otro de los supuestos argumentos. Se dice que Vespucio le sugirió el nombre a De La Cosa.
LA VERSIÓN DEL ORIGEN INDÍGENA
Hay una versión del origen del nombre de nuestro país que tiene fundamentos más históricos, mejor documentados, y que no son un invento o una elucubración. Esta versión atribuye al nombre de Venezuela un origen autóctono que los españoles se apresuraron a reproducir. El apoyo documental a esta versión lo ofrece Martín Fernández de Enciso en su libro "Suma de Geografía que trata de todas las partes y provincias del mundo, en especial de las Indias", editada en Sevilla en 1519, y que es el primer impreso que habla del Nuevo Mundo. En él se lee:
“…y al cabo dela cerca de la tierra está una peña grande que es llana encima della. Y encima de ella está un lugar o casas de indios que se llama Veneçiuela..."
Es de suponer que este dato fue aportado por Hojeda y De La Cosa a Fernández de Enciso porque él los conoció y viajó con ellos en 1502 a las mismas costas. En cambio, es muy poco probable que Vespucio y Fernández de Enciso se hayan conocido. Algunos años más tarde, Juan Botero, en su libro "Relaciones de Universales del Mundo", afirma que en el golfo de Venezuela hay una población de indios con ese nombre edificada en un peñasco "essempto y relevado que se muestra sobre las aguas” véase que en ambos casos, los escritores dicen que el nombre del poblado indígena es Veneçiuela. Ellos no dicen que los españoles le hayan puesto el nombre, sino que sugieren que ese es su nombre indígena y punto. Finalmente, en un enunciado muy valioso, que reafirma la autoctonía del vocablo, Antonio Vázquez de Espinosa, sacerdote español que viajó por casi todo el continente en el último tercio de los mil quinientos, escribió en su "Compendio y descripción de las Indias Occidentales", fechado en 1629, lo siguiente:
"Venezuela en la lengua natural de aquella tierra quiere decir AGUA GRANDE, por la gran laguna de Maracaibo que tiene en su distrito, como quien dice, la Provincia de la grande laguna..."
Como puede apreciarse, la segunda versión tiene un apoyo documental fehaciente y bastante antiguo. Esta versión es históricamente asertiva, mientras que el cuento de la Pequeña Venecia es nebuloso.
CONCLUSIONES
Todos los venezolanos conocemos, porque así nos la enseñan en la escuela, la versión de que el origen del nombre de Venezuela está en el corazón de un navegante italiano, que al visualizar en nuestro territorio ciertas edificaciones, añoró el recuerdo de un lugar europeo, Venecia, y le pareció muy simpático llamar a este nuevo lugar con el agregado de un morfema diminutivo, para significar la pequeñez de lo nuevo en comparación con la grandeza de lo viejo: Venecia-zuela, Venezuela.
El señor Américo Vespucio jamás emitió por escrito la palabra Venezuela o algo que se le pareciera. En los documentos de la época escritos por él mismo, las únicas referencias que hay a Venecia, están para comparar los palafitos de la laguna de Sinamaica, y también otros palafitos de algún lugar en Centroamérica, con las edificaciones elevadas sobre el agua de la romántica ciudad europea.
Como lo demuestro en este artículo, existen más evidencias documentales a favor del origen autóctono de la palabra que nos denomina como unidad territorial, que testimonios acerca de una presunta disminución de una gran ciudad del antiguo continente.
La versión de la "pequeña Venecia" es, sin embargo, la más difundida, la más conocida, casi la única que el común de los venezolanos maneja, incluso con orgullo. En esta disminución lingüística, se encierran dos caras de una misma moneda: en el anverso, la pequeñez y la minimización del invadido ante el invasor; en el reverso, la grandeza de lo impropio, de lo foráneo, lo magnífico de la lengua y la cultura del viejo continente sobre la supuesta pobreza de las tradiciones indígenas.
Desde luego, hay una posición racista en el transfondo. Este racismo no inspiró a Vespucio para inventar un nombre. El racismo pudo haber inspirado, siglos después, a los historiadores que constituían la voz oficial del discurso dominante.
No he podido determinar quién fue el primero que puso a circular la versión de la pequeña Venecia. En el importante diccionario de toponimia de Adolfo Salazar Quijada se recoge la versión escrita por el historiador José Luís Salcedo Bastardo. Arturo Uslar Pietri, gran intelectual venezolano, fructífero en muchos aspectos, fue también, muchas veces, y lamentablemente, voz cultural de las clases dominantes, y fue uno de los que más propulsó la versión de la pequeña Venecia, gracias a su relativa popularidad y ascendiente mediático, labrado durante décadas de permanencia en la televisión y la prensa.
A través de la industria cultural y de los medios de comunicación social, se perpetúa en el conocimiento y la memoria colectiva, por los más diversos procedimientos, la versión de la pequeña Venecia. Una canción del señor Ricardo Montaner llamada justamente "La pequeña Venecia" sonó incontables veces en la radio, en los videoclips. Un librito muy exitoso, aparentemente muy vendido, del famoso historiador y tránsfuga político Manuel Caballero, se titula "De la pequeña Venecia a la Gran Venezuela". Aunque nadie leyese este libro, basta mirar su portada en las vitrinas de las librerías o en las mesas de los buhoneros, para impregnarse la conciencia, inadvertidamente, de la pequeñez del nombre de nuestro país, sobre todo al contrastarlo con el significado que tiene "La Gran Venezuela" en el imaginario de los venezolanos de las tres últimas décadas, con su significación de derroche y fracaso.
Tenemos, pues, un nombre cuyo origen se ha virtualizado. Nadie puede sostener con conocimiento documental el cuento de la pequeña Venecia. Todos citan las voces de Salcedo Bastardo, de Uslar Pietri, de Caballero, de Montaner.
Esta historia virtual coexiste con una historia real, que reposa en las bibliotecas universitarias, y a la que pocos tienen acceso, impedidos por la conformidad con la interesada versión industrial, sostenida por los voceros de la clase dominante.
Como lingüista, pienso que una buena manera de apoyar la versión de la autoctonía sería estudiar las probabilidades, que yo pienso son muchas, de que el vocablo Veneçiuela –que es el original cartográfico en 1500- corresponda a una pronunciación castellanizada de un vocablo de la lengua propia de la etnia Añú.
La etnia Añu o Paraujana es la aborigen de la zona de entrada al Lago de Maracaibo.
Los añú son los pobladores de la laguna de Sinamaica y de los eternos palafitos que allí todavía se edifican.
Esto es lo que Vásquez Espinosa declaró hace 376 años.
Lamentablemente, la lengua Añú está prácticamente extinta tras centurias de segregación, con escasísimos legados transcritos, aunque se hacen loables esfuerzos actualmente para lograr su resurrección.
Pienso que las probabilidades de que el nombre de nuestra patria derive de un diminutivo de Venecia en el castellano o aún en el italiano de aquella época, son realmente escasas.
Además, he expuesto que no existe ningún fundamento documental para atribuirle a Américo Vespucio, ni a ningún otro invasor europeo, la autoría del topónimo Venezuela.
En este punto debo decir que yo no soy original en esta exposición. Hace varios años, el Hermano Nectario María, fecundo recopilador de nuestra historia, llamó la atención sobre este asunto del nombre cuando escribió sobre el Lago de Maracaibo.
Fue el primer venezolano en tener acceso al libro de Fernández de Enciso, en el Archivo de Indias de Sevilla.
El médico y filósofo marabino Roberto Jiménez Maggiolo ha publicado recientemente una nota al respecto, y varios otros intelectuales, sobre todo zulianos, han denunciado un invento que parece fruto de los grupúsculos que han dominado el flujo de conocimientos en nuestro país, y han querido sustraer de nuestro patrimonio cultural hasta el nombre que nos identifica como nación.
Ramón Hernández Villoria
Rómulo Pérez
“quiere decir Agua Grande”
Por: Ramón Hernández Villoria
La mayoría de los habitantes de Venezuela no sospechan siquiera que el origen del nombre de su país tiene su raíz en una lengua indígena, autóctona, diferente de la lengua traída por los colonizadores españoles. Por tal motivo me siento obligado a exponer algunas líneas al respecto a fin de rebatir la versión más conocida, pero errónea, e interesada, acerca del origen del nombre de nuestro país.
LA VERSIÓN DE LA PEQUEÑA VENECIA
La versión más reciclada, e inflada por los medios de comunicación social y otros medios de dominio cultural, es la que refiere el nombre de Venezuela a una sugerencia del navegante florentino Américo Vespucio a partir de un diminutivo de la ciudad italiana de Venezia. Vespucio se habría inspirado en la visión de los palafitos aborígenes en las costas de Maracaibo, que avistó junto con Alonso Hojeda y Juan De La Cosa en agosto de 1499, un año después de que Cristóbal Colón tocó el extremo opuesto, el oriental, de nuestro territorio. Se cita como supuesto documento de esta afirmación la carta del 18 de julio de 1500 que Vespucio dirigió a su protector Lorenzo Médici, en la cual cuenta, después de abandonar la "isla de lo Gigantes" (se ignora a cuál de las actuales islas neerlandesas se refiere), lo siguiente:
"…Di questa Isola fummo ad altra Isola commarcana di essa a duci leghe, e trovammo una grandissima popolazione che tenevano le lor case fondate nel mare come Venezia, con molto artificio, e maravigliati di tal cosa, accordammo di andare a vederli e comma fummo alle lor case vollovi difendersi, che non entrassimo in esse..."
La traducción al español da cuenta de una grandísima población, en una isla vecina de la anterior por diez leguas, que tiene sus casas con mucho arte construidas sobre el mar, como Venecia. Esto es todo lo que escribió Vespucio. No hay ningún diminutivo, no hay ninguna pequeñez por ninguna parte. Por el contrario, Vespucio destaca que la población es grandísima, y construida con mucho arte.
En una carta-relación de fecha posterior (Lisboa, 04 de septiembre de 1504), la famosa Lettera, Vespucio resume sin detalles, pero con palabras suficientes, el itinerario de sus primeros cuatro viajes por el Nuevo Mundo. Esta Lettera es la génesis del concepto de continentalidad desarrollado por él. La novedad y la amplitud de las costas descritas fueron base documental para la mayor parte de los mapas posteriores, incluso el mapamundi del alemán Waaldsemüller (1507) que le concede el nombre de Vespucio al continente. En la Lettera se lee lo siguiente:
"…Fumo a terra in un porro dove trovamo una popolazione fondava sopra lacqua come Venetia; erano circa 44 case gran adoso di capane fondate sopra pali grossissimi..."
Este fragmento no precisa la ubicación geográfica de los palafitos, pero corresponde a la relación del primer viaje de Vespucio donde describe costas de la futura centroamérica. Al margen de las contradicciones reprochadas a los escritos de Vespucio, que en tiempos pasados movieron a diversos historiadores a designar, sin argumentos plenamente válidos, unas u otras cartas como apócrifas, para dar veracidad y autentificar a las restantes, es evidente que en ninguna parte consta que Vespucio llamara "pequeña Venecia" (al contrario, le pareció ver una "grandissima popolazione") o "Venezziola", a ningún poblado de palafitos, ni en las cercanías de la actual Maracaibo, ni en costas de la posterior centroamérica que cita en la Lettera. Sólo conjeturas muy vagas pueden sustentarse para suponer en la culta imaginación del cosmógrafo florentino el nombre de Venezuela que, según dicen, él sugirió a su compañero de nave Juan De La Cosa, presto cartógrafo de las tierras exploradas.
De tenerse por auténticas las cartas arriba citadas, es fácil deducir que la expresión casas sobre el agua, como Venecia, es más una figura literaria que otorga vívida ilustración a la descripción de dos lugares distintos en ubicación y similares en estructura, que a la sugestión de designar así para los europeos algún nuevo lugar. Si la intención comparativa hubiera sido más fuerte, el lugar hubiera sido llamado Nueva Venecia. Se puede sostener, sin duda alguna, que el asunto del diminutivo no pasa de ser una elucubración o, sencillamente, un invento de historiadores muy posteriores. Por otra parte, en sus escritos y mapas, Hojeda y De La Cosa a veces llaman al golfo de Venezuela por ese nombre, y otras veces como "Lago de Venecia", y esto es quizás lo único que pudiera tenerse como posible argumento, sin dejar de ser suposiciones poco científicas, para respaldar el invento de Venezuela como diminutivo de Venecia. En el mismo año en que Vespucio le escribía a Lorenzo Médici, Juan De La Cosa anotó en su mapamundi del 1500 el toponímico "Veneçiuela", inscrito en la delineación del golfo a la entrada del lago de Maracaibo (lago de San Bartolomé para la época, pero sin rótulo en este mapa). La coincidencia del año es otro de los supuestos argumentos. Se dice que Vespucio le sugirió el nombre a De La Cosa.
LA VERSIÓN DEL ORIGEN INDÍGENA
Hay una versión del origen del nombre de nuestro país que tiene fundamentos más históricos, mejor documentados, y que no son un invento o una elucubración. Esta versión atribuye al nombre de Venezuela un origen autóctono que los españoles se apresuraron a reproducir. El apoyo documental a esta versión lo ofrece Martín Fernández de Enciso en su libro "Suma de Geografía que trata de todas las partes y provincias del mundo, en especial de las Indias", editada en Sevilla en 1519, y que es el primer impreso que habla del Nuevo Mundo. En él se lee:
“…y al cabo dela cerca de la tierra está una peña grande que es llana encima della. Y encima de ella está un lugar o casas de indios que se llama Veneçiuela..."
Es de suponer que este dato fue aportado por Hojeda y De La Cosa a Fernández de Enciso porque él los conoció y viajó con ellos en 1502 a las mismas costas. En cambio, es muy poco probable que Vespucio y Fernández de Enciso se hayan conocido. Algunos años más tarde, Juan Botero, en su libro "Relaciones de Universales del Mundo", afirma que en el golfo de Venezuela hay una población de indios con ese nombre edificada en un peñasco "essempto y relevado que se muestra sobre las aguas” véase que en ambos casos, los escritores dicen que el nombre del poblado indígena es Veneçiuela. Ellos no dicen que los españoles le hayan puesto el nombre, sino que sugieren que ese es su nombre indígena y punto. Finalmente, en un enunciado muy valioso, que reafirma la autoctonía del vocablo, Antonio Vázquez de Espinosa, sacerdote español que viajó por casi todo el continente en el último tercio de los mil quinientos, escribió en su "Compendio y descripción de las Indias Occidentales", fechado en 1629, lo siguiente:
"Venezuela en la lengua natural de aquella tierra quiere decir AGUA GRANDE, por la gran laguna de Maracaibo que tiene en su distrito, como quien dice, la Provincia de la grande laguna..."
Como puede apreciarse, la segunda versión tiene un apoyo documental fehaciente y bastante antiguo. Esta versión es históricamente asertiva, mientras que el cuento de la Pequeña Venecia es nebuloso.
CONCLUSIONES
Todos los venezolanos conocemos, porque así nos la enseñan en la escuela, la versión de que el origen del nombre de Venezuela está en el corazón de un navegante italiano, que al visualizar en nuestro territorio ciertas edificaciones, añoró el recuerdo de un lugar europeo, Venecia, y le pareció muy simpático llamar a este nuevo lugar con el agregado de un morfema diminutivo, para significar la pequeñez de lo nuevo en comparación con la grandeza de lo viejo: Venecia-zuela, Venezuela.
El señor Américo Vespucio jamás emitió por escrito la palabra Venezuela o algo que se le pareciera. En los documentos de la época escritos por él mismo, las únicas referencias que hay a Venecia, están para comparar los palafitos de la laguna de Sinamaica, y también otros palafitos de algún lugar en Centroamérica, con las edificaciones elevadas sobre el agua de la romántica ciudad europea.
Como lo demuestro en este artículo, existen más evidencias documentales a favor del origen autóctono de la palabra que nos denomina como unidad territorial, que testimonios acerca de una presunta disminución de una gran ciudad del antiguo continente.
La versión de la "pequeña Venecia" es, sin embargo, la más difundida, la más conocida, casi la única que el común de los venezolanos maneja, incluso con orgullo. En esta disminución lingüística, se encierran dos caras de una misma moneda: en el anverso, la pequeñez y la minimización del invadido ante el invasor; en el reverso, la grandeza de lo impropio, de lo foráneo, lo magnífico de la lengua y la cultura del viejo continente sobre la supuesta pobreza de las tradiciones indígenas.
Desde luego, hay una posición racista en el transfondo. Este racismo no inspiró a Vespucio para inventar un nombre. El racismo pudo haber inspirado, siglos después, a los historiadores que constituían la voz oficial del discurso dominante.
No he podido determinar quién fue el primero que puso a circular la versión de la pequeña Venecia. En el importante diccionario de toponimia de Adolfo Salazar Quijada se recoge la versión escrita por el historiador José Luís Salcedo Bastardo. Arturo Uslar Pietri, gran intelectual venezolano, fructífero en muchos aspectos, fue también, muchas veces, y lamentablemente, voz cultural de las clases dominantes, y fue uno de los que más propulsó la versión de la pequeña Venecia, gracias a su relativa popularidad y ascendiente mediático, labrado durante décadas de permanencia en la televisión y la prensa.
A través de la industria cultural y de los medios de comunicación social, se perpetúa en el conocimiento y la memoria colectiva, por los más diversos procedimientos, la versión de la pequeña Venecia. Una canción del señor Ricardo Montaner llamada justamente "La pequeña Venecia" sonó incontables veces en la radio, en los videoclips. Un librito muy exitoso, aparentemente muy vendido, del famoso historiador y tránsfuga político Manuel Caballero, se titula "De la pequeña Venecia a la Gran Venezuela". Aunque nadie leyese este libro, basta mirar su portada en las vitrinas de las librerías o en las mesas de los buhoneros, para impregnarse la conciencia, inadvertidamente, de la pequeñez del nombre de nuestro país, sobre todo al contrastarlo con el significado que tiene "La Gran Venezuela" en el imaginario de los venezolanos de las tres últimas décadas, con su significación de derroche y fracaso.
Tenemos, pues, un nombre cuyo origen se ha virtualizado. Nadie puede sostener con conocimiento documental el cuento de la pequeña Venecia. Todos citan las voces de Salcedo Bastardo, de Uslar Pietri, de Caballero, de Montaner.
Esta historia virtual coexiste con una historia real, que reposa en las bibliotecas universitarias, y a la que pocos tienen acceso, impedidos por la conformidad con la interesada versión industrial, sostenida por los voceros de la clase dominante.
Como lingüista, pienso que una buena manera de apoyar la versión de la autoctonía sería estudiar las probabilidades, que yo pienso son muchas, de que el vocablo Veneçiuela –que es el original cartográfico en 1500- corresponda a una pronunciación castellanizada de un vocablo de la lengua propia de la etnia Añú.
La etnia Añu o Paraujana es la aborigen de la zona de entrada al Lago de Maracaibo.
Los añú son los pobladores de la laguna de Sinamaica y de los eternos palafitos que allí todavía se edifican.
Esto es lo que Vásquez Espinosa declaró hace 376 años.
Lamentablemente, la lengua Añú está prácticamente extinta tras centurias de segregación, con escasísimos legados transcritos, aunque se hacen loables esfuerzos actualmente para lograr su resurrección.
Pienso que las probabilidades de que el nombre de nuestra patria derive de un diminutivo de Venecia en el castellano o aún en el italiano de aquella época, son realmente escasas.
Además, he expuesto que no existe ningún fundamento documental para atribuirle a Américo Vespucio, ni a ningún otro invasor europeo, la autoría del topónimo Venezuela.
En este punto debo decir que yo no soy original en esta exposición. Hace varios años, el Hermano Nectario María, fecundo recopilador de nuestra historia, llamó la atención sobre este asunto del nombre cuando escribió sobre el Lago de Maracaibo.
Fue el primer venezolano en tener acceso al libro de Fernández de Enciso, en el Archivo de Indias de Sevilla.
El médico y filósofo marabino Roberto Jiménez Maggiolo ha publicado recientemente una nota al respecto, y varios otros intelectuales, sobre todo zulianos, han denunciado un invento que parece fruto de los grupúsculos que han dominado el flujo de conocimientos en nuestro país, y han querido sustraer de nuestro patrimonio cultural hasta el nombre que nos identifica como nación.
Ramón Hernández Villoria
Rómulo Pérez
domingo, 6 de septiembre de 2009
EL DERRAMAMIENTO DE LA SANGRE
Y DE LAS LÁGRIMAS: Y SIN EMBARGO,
EL PAPA HABÍA RESUELTO QUE LOS INDIOS TENÍAN ALMA
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo «proletariado externo» de la economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados en la América hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en las Antillas. La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes. Los indios de las Américas sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a sólo tres millones y medio. Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñán y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan -decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la época de los incas».
Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios, y de ésta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real. La Corona consideraba tan necesaria la explotación inhumana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas y, simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo «en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción». Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavélica: «... el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años», informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Luís Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que «estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino». En las comunidades, los indígenas habían visto «volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres» y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una «boca del infierno» que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales «como a animales sin dueño». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: «Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían la obligación de remplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal -letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados- no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, «el pobre del indio es una moneda -al decir de Luís Capoche- con la cual se halla todo lo que es menester, como con oro y plata, y muy mejor». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: «No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios entraban en las profundidades, «y ordinariamente los sacan muertos y otros quebradas las cabezas y piernas, y en los ingenios cada día se hieren». Los mitayos hacían saltar el mineral a punta de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos ejes de madera en los ingenios o fundían la Plata a fuego, después de molerla y lavarla.
La «mita» era una máquina de triturar indios. El empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los «azogados» se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas ardían en la noche sobre las laderas del cerro rico, y en ellas se trabajaba la plata valiéndose del viento que enviaba el «glorioso san Agustino» desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor que el que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la «maldad natural» de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de Buffon afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes. La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos hombres». El padre Bartolomé de Las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe. Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con los cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «encomendero» servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que «los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república ... » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que «los indios son como animales». En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al «alma guaraní»
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
Rómulo Pérez
Y DE LAS LÁGRIMAS: Y SIN EMBARGO,
EL PAPA HABÍA RESUELTO QUE LOS INDIOS TENÍAN ALMA
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo «proletariado externo» de la economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados en la América hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en las Antillas. La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes. Los indios de las Américas sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a sólo tres millones y medio. Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñán y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan -decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la época de los incas».
Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios, y de ésta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real. La Corona consideraba tan necesaria la explotación inhumana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas y, simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo «en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción». Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavélica: «... el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años», informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Luís Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que «estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino». En las comunidades, los indígenas habían visto «volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres» y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una «boca del infierno» que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales «como a animales sin dueño». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: «Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían la obligación de remplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal -letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados- no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, «el pobre del indio es una moneda -al decir de Luís Capoche- con la cual se halla todo lo que es menester, como con oro y plata, y muy mejor». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: «No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios entraban en las profundidades, «y ordinariamente los sacan muertos y otros quebradas las cabezas y piernas, y en los ingenios cada día se hieren». Los mitayos hacían saltar el mineral a punta de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos ejes de madera en los ingenios o fundían la Plata a fuego, después de molerla y lavarla.
La «mita» era una máquina de triturar indios. El empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los «azogados» se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas ardían en la noche sobre las laderas del cerro rico, y en ellas se trabajaba la plata valiéndose del viento que enviaba el «glorioso san Agustino» desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor que el que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la «maldad natural» de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de Buffon afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes. La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos hombres». El padre Bartolomé de Las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe. Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con los cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «encomendero» servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que «los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república ... » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que «los indios son como animales». En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al «alma guaraní»
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
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