…CONTINUACIÓN
Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" V
De hablarle al educando a hablarle a él y con él:
de oír al educando a ser oído por él.
Cartas a quien pretende enseñar, de Paulo Freire.
Siglo XXI Editores.
Décima edición en español. Pag. 94 a 102
Partamos del intento de inteligencia del enunciado de arriba, en cuyo primer cuerpo dice: “de hablarle al educando a hablarle a él y con él”. Podríamos organizar este primer cuerpo de la siguiente manera sin perjudicar su sentido: “Del momento en que le hablamos al educando al momento en que hablamos con él”; o: “de la necesidad de hablarle al educando a la necesidad de hablar con él”; o aun: “es importante que vivamos la experiencia equilibrada y armoniosa entre hablarle al educando y hablar con él”. Esto quiere decir que hay momentos en los que la maestra, como autoridad, le habla al educando, dice lo que debe ser hecho, establece límites sin los cuales la propia libertad del educando se pierde en la permisividad, pero estos momentos se alternan, según la opción política de la educadora, con otros en los que la educadora habla con el educando.
No está por demás repetir aquí la afirmación, todavía rechazada por mucha gente no obstante su obviedad, la educación es un acto político. Su no neutralidad exige de la educadora que asuma su identidad política y viva coherentemente su opción progresista, democrática o autoritaria, reaccionaria, aferrada a un pasado; o bien espontaneísta, que se defina por ser democrática o autoritaria. Es que el espontaneísmo, que a veces da la impresión de que se inclina por la libertad, acaba trabajando contra ella. El ambiente de permisividad, de vale todo, refuerza las posiciones autoritarias. Por otro lado, el espontaneísmo niega la formación del demócrata, del hombre y de la mujer liberándose en y por la lucha a favor del ideal democrático así como niega la “formación” del obediente, del adaptado con la que sueña el autoritario. El espontaneísta es anfibio – vive en el agua y en la tierra -, no tiene entereza, no se define congruentemente por la libertad ni por la autoridad.
Su ambiente es la licencia en que disfruta su miedo a la libertad. Es por eso por lo que he hablado sobre la necesidad de que el espontaneísta superando su indecisión política, se defina finalmente a favor de la libertad, viviéndola auténticamente, o contra ella. Éste es, según estamos viendo en el análisis que realizamos, un problema en el que se inserta la cuestión de la libertad y de la autoridad en sus relaciones contradictorias. Cuestión peor comprendida que lúcidamente entendida entre nosotros.
El mismo hecho de ser una sociedad marcadamente autoritaria, con fuerte tradición mandona, con inequívoca inexperiencia democrática enraizada en nuestra historia puede explicar nuestra ambigüedad frente a la libertad y la autoridad. También es importante notar que esa ideología autoritaria, mandona, de la que nuestra cultura esta impregnada, corta las clases sociales. El autoritarismo del ministro, del presidente, del general, del director de la escuela, del profesor universitario es el mismo autoritarismo del peón, del cabo o del sargento, del portero del edificio. Entre nosotros, cualesquiera diez centímetros de poder fácilmente se convierten en mil metros de poder y arbitrio.
Pero precisamente porque aún no hemos sido capaces de resolver este problema en la práctica social, de tenerlo claro frente a nosotros, tendemos a confundir el uso correcto de la autoridad con el autoritarismo, y así por negar ese uso caemos en la licenciosidad o en el espontaneísmo pensando que, al contrario, estamos respetando las libertades, haciendo entonces democracia. Otras veces somos realmente autoritarios pero nos pensamos y nos proclamamos progresistas. Es un hecho que por rechazar el autoritarismo no puedo caer en lo licencioso, así como rechazando esto no puedo entregarme al autoritarismo. Cierta vez afirmé: el uno no es el contrario positivo del otro. El contrario positivo, ya sea del autoritarismo manipulador o del espontaneísmo licencioso, es la radicalidad de la democracia. Creo que estas consideraciones vienen aclarando el tema de esta carta.
Ahora puedo afirmar que si la maestra es coherentemente autoritaria, siempre es ella el sujeto del habla y los alumnos son continuamente la incidencia de su discurso. Ella habla a, para y sobre los educandos. Habla desde la altura hacia abajo, convencida de su certeza y de su verdad. Y hasta cuando habla con el educando es como si le estuviese haciendo un favor a él, subrayando la importancia y el poder de su voz. No es ésta la manera como la educadora democrática habla con el educando, ni siquiera cuando le habla a él. Su preocupación es la de evaluar al alumno, la de comprobar si él la acompaña o no. La formación del educando, como sujeto critico que debe luchar constantemente por la libertad, jamás agita a la educadora autoritaria. Si la educadora es espontaneísta, en la posición de “dejemos todo como está para ver cómo queda” abandona a los educandos a sí mismos y acaba por no hablar a ni con los educandos.
Sin embargo, si la opción de la educadora es la democrática y la distancia entre su discurso y su práctica viene siendo cada vez menor, en su vida escolar cotidiana, que siempre somete a su análisis critico, vive la difícil pero posible y placentera experiencia de hablarle a los educandos y de hablar con los educandos. Ella sabe que no sólo el dialogo sobre los contenidos a enseñar sino el dialogo sobre la vida misma, si es verdadero, no sólo es válido desde el punto de vista de enseñar, sino que también es creador de un ambiente abierto y libre dentro del seno de su clase.
Hablar a y con los educandos es una forma sin prentesiones pero altamente positiva que la maestra democrática tiene que dar, dentro de su escuela, su contribución a la formación de ciudadanos y ciudadanas responsables y críticos. Algo de lo que mucho precisamos y que es indispensable para el desarrollo de nuestra democracia. La escuela democrática, progresistamente posmoderna y no posmodernamente tradicional y reaccionaria, tiene un gran papel que cumplir en el Brasil actual.
Sin embargo, al insistir en la temática de la escuela posmodernamente progresista, está muy lejos de mí pensar que la “salvación” del Brasil está depositada en ella. Naturalmente la viabilización del país no está tan sólo en la escuela democrática, formadora de ciudadanos críticos y capaces, pero pasa por ella, la necesita, no se hace sin ella. Y es en ella donde la maestra habla a y con el educando, oye al educando, sin importar su tierna edad o no, y así, es oída por él. Es escuchándolo, tarea ésta inaceptable para la educadora autoritaria, como la maestra democrática se prepara cada vez mas para ser oída por el educando. Y al aprender con el educando a hablar con él porque lo oyó, le enseña a escucharla también.
Las consideraciones anteriores sobre la posición autoritaria, sobre la posición espontaneísta y sobre la que llamo sustantivamente democrática pueden ser aplicadas, como es obvio, al problema de escuchar al educando y de ser escuchado por él. Ésa es la razón crucial del derecho a voz que tienen las educadoras y los educandos. Nadie vive la democracia plenamente, ni la ayuda a crecer, primero, si es impedido en su derecho de hablar, de tener voz, de hacer su discurso crítico; y en segundo lugar, si no se compromete de alguna manera con la lucha por la defensa de ese derecho, que en el fondo también es el derecho de actuar.
Y del mismo modo como la libertad del educando en clase necesita límites para no perderse en la licenciosidad, la voz de la educadora necesita de límites éticos para no deslizarse hacia el absurdo. Es tan inmoral tener nuestra voz silenciada o nuestro “cuerpo prohibido” como inmoral es usar la voz para falsear la verdad, para mentir, engañar, deformar. Mi derecho a la voz no puede ser un derecho ilimitado a decir todo lo que me parece bien sobre el mundo y de los otros. El de una voz irresponsable que miente sin ningún tipo de malestar ya que espera de la mentira un resultado favorable a los deseos y a los planes del mentiroso.
Es preciso y hasta urgente que la escuela se vaya transformando en un espacio acogedor y multiplicador de ciertos gustos democráticos cono el de escuchar a los otros, ya no por puro favor sino por el deber de respetarlos, así como el de la tolerancia, el de acatamiento de las decisiones tomadas por la mayoría, en el cual no debe faltar sin embargo el derecho del divergente a expresar su contrariedad. El gusto por la pregunta, por la crítica, por el debate. El gusto por el respeto hacia la cosa publica que entre nosotros es tratada como algo privado, que se desprecia. Es increíble la manera como se desperdician las cosas entre nosotros, en qué medida y profundidad. Basta leer la prensa diaria y seguir los noticiarios de la televisión para darnos cuenta de los millones que se desperdician por la falta de uso de aparatos carísimos en los hospitales, por las obras que por deshonestidad se deterioran en su construcción antes de tiempo. Obras millonarias que se evaporan misteriosamente dejando tan sólo vestigios. Si los administradores responsables fuesen castigados por semejantes descalabros, pagasen a la nación o bien fueran encarcelados – evidentemente con derecho a una defensa -, la situación mejoraría.
Una actividad que hay que incluir en la vida normal político-pedagógica de la escuela podría ser la discusión, de vez en cuando, de casos como los que he comentado ahora. La discusión con los alumnos sobre lo que representa para nosotros semejante desvergüenza, tanto a corto como a largo plazo. Desde el punto de vista de la estafa material a la económica de la nación como del daño ético que todos esos descalabros nos causan a todos nosotros. Es preciso mostrar los números a los niños y adolescentes y decirles con claridad y con firmeza que el hecho de que los responsables se comporten de ese modo, sin ningún pudor, no nos autoriza, en la intimidad de nuestra escuela, a romper las mesas, echar a perder los adobes, desperdiciar la merienda o ensuciar las paredes.
No vale decir: “¿Por qué no lo hago yo si los poderosos lo hacen? ¿Si los poderosos roban por qué no robo yo? ¿Si mienten los poderosos por qué yo no miento también?” Eso no vale. Decididamente no vale. No se construye ninguna democracia seria – lo cual implica cambiar radicalmente las estructuras de la sociedad, reorientar la política de la producción y del desarrollo, reinventar el poder, hacer justicia a los expoliados, abolir las ganancias indebidas e inmorales de los todopoderosos sin – previa y simultáneamente – trabajar esos gustos democráticos y esas exigencias éticas.
Uno de los errores de los marxistas mecanicistas fue vivir – y no sólo pensar o firmar – que la educación, por ser superestructura, no tiene nada que hacer antes de que la sociedad se transforme radicalmente en su infraestructura, en sus condiciones materiales. Antes, lo que se puede hacer es la propaganda ideológica para la movilización y la organización de las masas populares. En esto, como en todo, fallaron los mecanicistas. Y aún peor, atrasaron la lucha a favor del socialismo que ellos contrapusieron a la democracia.
Otro gusto democrático, cuyo antagonista está entrañado en nuestras tradiciones culturales autoritarias, es el gusto del respeto hacia los diferentes. El gusto de la tolerancia del que tanto el racismo como el machismo huyen como el diablo huye de la cruz. El ejercicio de ese gusto democrático en una escuela realmente abierta o abriéndose debería cercar al gusto autoritario, racista, machista, en primer lugar en si mismo como negación de la democracia, de las libertades y de los derechos de los diferentes, como negación de un humanismo necesario. Y en segundo lugar, como expresión de todo eso y aun como contradicción incomprensible cuando el gusto antidemocrático, no importa cuál, se manifiesta en la práctica de los hombres o de las mujeres reconocidas como progresistas.
¿Qué podemos decir, por ejemplo, de un hombre considerado progresista que a pesar de su discurso a favor de las clases populares se comporta como si fuese dueño de su familia? ¿Un hombre cuyo mando asfixia a la mujer y a los hijos e hijas? ¿Qué decir de la mujer que lucha en defensa de los intereses de su categoría pero que en su casa raramente agradece a la cocinera por el vaso de agua que ésta le trae y en las pláticas con sus amigas se refiere a ella como “esa gente”?.
Realmente es difícil hacer democracia. Es que la democracia, como cualquier sueño, no se hace con palabras descarnadas y sí con la reflexión y con la práctica. No es lo que digo lo que dice que soy un demócrata o que no soy racista o machista, sino lo que hago. Es preciso que lo que hago no contradiga lo que digo. Es lo que hago lo que habla de mi lealtad o no hacia lo que digo.
En esa lucha entre el decir y el hacer, en la que debemos comprometernos para disminuir la distancia entre ambos, es posible tanto rehacer el decir para adecuarlo al hacer como cambiar el hacer para ajustarlo al decir. Por eso es que la coherencia finalmente fuerza una nueva opción. Si en el momento en que descubro la incoherencia entre lo que digo y lo que hago – discurso progresista, práctica autoritaria -, reflexionando a veces con sufrimiento, aprehendo la ambigüedad en que me encuentro, siento que no puedo continuar así y busco una salida. De esta forma una nueva opción se me impone. O cambio el discurso progresista por un discurso coherente con mi práctica reaccionaria o cambio mi práctica por una democrática, adecuándola al discurso progresista. Finalmente, existe una tercera opción: la opción por el cinismo asumido que consiste en encarnar lucrativamente la incoherencia.
Creo que una de las formas de ayudar a la democracia entre nosotros es combatir con claridad y seguridad los argumentos ingenuos pero fundamentados en la realidad o parte de ella según los cuales votar no vale la pena; que la política siempre es así, ese descaro general, vergonzoso. Que todos los políticos son iguales: “Por eso voy a votar por quien hace, aunque robe”.
En realidad las cosas son diferentes. Esta es la forma de hacer política que se nos hace posible, pero no es necesariamente la forma que siempre tendremos de hacer política. No es la política la que nos hace así. Nosotros somos los que hacemos esta política y es indiscutible que esta política que hoy hacemos es de mejor calidad que la que se hacia en mi infancia. Y por fin, no son todos los políticos los que hacen política de este modo en los diferentes niveles del gobierno ni en los diferentes partidos políticos.
Como educadoras y educadores no podemos eximirnos de responsabilidad en la cuestión fundamental de la democracia brasileña y de cómo participar en la búsqueda de su perfeccionamiento. Como educadoras y educadores somos políticos, hacemos política al hacer educación. Y si soñamos con la democracia debemos luchar día y noche por una escuela en la que hablemos a los educandos y con los educandos, para que escuchándolos podamos también ser oídos por ellos.
CONTINUARA…
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
domingo, 27 de diciembre de 2009
sábado, 26 de diciembre de 2009
"Cartas a quien pretende enseñar" IV
…CONTINUACIÓN
Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" IV
Cartas a quien pretende enseñar, de Paulo Freire.
Siglo XXI Editores.
Décima edición en español. Págs. 82-93
A continuación paso a centrarme en el análisis de la relaciones entre la educadora y los educandos. Estas incluyen la cuestión de enseñanza, el aprendizaje, del proceso de conocer-enseñar-aprender, de la autoridad, de la libertad, de la lectura, de la escritura, de las virtudes de la educadora, de la identidad cultural de los educandos y del debido respeto hacia ella. Todas estas cuestiones están incluidas en las relaciones entre la educadora y los educandos.
Considero el testimonio como un “discurso” coherente y permanente de la educadora progresista. Intentare pensar el testimonio como la mejor manera de llamar la atención del educando hacia la valides de lo que se propone, hacia el acierto de lo que se valora, hacia la firmeza en la lucha, en la búsqueda de la superación de las dificultades. La practica educativa en la que no existe una relación coherente entre lo que la maestra dice y lo que la maestra hace, es un desastre en la practica educativa.
¿Que es lo que se puede esperar para la formación de los educandos de una maestra contra las restricciones de su libertad como parte de la elección de la escuela pero al mismo tiempo cercenan lujuriosamente la libertad de los educandos? Felizmente en el plano humano ninguna explicación mecanicista es capas de elucidar nada. No se puede afirmar que los educandos de tal educadora necesariamente se vuelvan apáticos o vivan en permanente rebelión. Pero que seria mucho mejor para ellos que no se les impusiera semejante diferencia entre lo que dice y lo que hace.
Entre el testimonio de decir y el de hacer el mas fuerte es el de hacer porque tiene o puede tener efectos inmediatos. Sin embargo, lo peor para la formación del educando es que frente a la contradicción entre hacer y decir el Eduardo tiende a no creer lo que la educadora dice. Si hoy ella afirma algo, el espera la próxima acción para detectar la próxima contradicción. Y eso corroe el perfil que la educadora va creando de si misma y revelando a los alumnos.
Los niños tienen una sensibilidad enorme para percibir que la maestra hace exactamente lo opuesto de lo que dice. El “has lo que digo y no lo que hago” es un intento casi vano de reparar la contradicción y la incoherencia. “casi vano” porque no siempre lo que se dice y que se contradice con lo que se hace se anula por completo. A veces lo que se dice tiene en si mismo una fuerza tal que lo defiende de la hipocresía de quien aun diciéndolo hace lo contrario. Pero precisamente por estar siendo dicho y no vivido pierde mucho de su fuerza. Quien ve la incoherencia en proceso, bien puede decirse a si mismo: “si esta cosa que se proclama pero al mismo tiempo se niega tan fuertemente en la practica fuese realmente buena, no seria solo una dicha sino vivida.”
Una de las cosas más negativas en todo esto es el deterioro de una relación entre la educadora y los educandos.
¿Y que decir de la maestra que constantemente testifica debilidad, vacilación, inseguridad, en su relaciones con los educandos? ¿Qué jamás se asume como autoridad en la clase?
Me acuerdo a mi mismo, adolescente lo mal que me hacia presenciar la falta de respeto por si mismo que uno de nuestros profesores, revelaba al ser objeto de burlas de gran parte de los alumnos sin mostrar la menor capacidad para imponer orden. Su clase era la segunda de la mañana y el entraba ya vencido en el salón donde la maldad de algunos adolescentes lo esperaba para fustigarlo, para maltratarlo. Al terminar su remado de clase, no podía dar la espalda al grupo y encaminarse hacia la puerta. La gritería estrepitosa caería sobre el, pesada y áspera, y eso debía congelarlo. Desde el rincón del salón donde yo me sentaba lo veía pálido, disminuido, retrocediendo hasta la puerta, abriéndola rápidamente, desaparecía envuelto en su insoportable debilidad. Guardo en mi memoria de adolescente la figura de aquel hombre falco indefenso, pálido, que cargaba consigo el miedo de aquellos jóvenes que hacían de su debilidad un juguete. Junto al miedo de perder el empleo, el miedo generado por ellos.
Mientras presenciaba la ruina de su autoridad, yo, que soñaba con convertirme en maestro, me prometía a mí mismo que jamás entregaría así a la negación de mi propio ser. Ni el todo poderosísimo del maestro autoritario, arrogante, cuya palabra es la ultima. Ni la inseguridad ni la completa falta de presencia y poder que este profesor exhibía.
Otro testimonio que no debe faltar en nuestras relaciones con los alumnos es el de la permanente disposición a favor de la justicia, de la libertad, del derecho a ser. Nuestra entrega a la defensa de los mas débiles sometidos a la explotación por los mas fuertes. También es importante en el empeño de todos los días, mostrarles a los alumnos la belleza que existe en la lucha ética.
Ética y estética se dan la mano. Que no se diga, sin embargo, que en las zonas de inmensa pobreza, de profundas necesidades, no es posible hacer esas cosas. Las experiencias que vivió personalmente durante tres años la maestra Madalena F. Weffort en una favela de Sao Paulo, donde ella se convirtió plenamente en educadora y pedagoga más que en cualquier otro contexto, fueron experiencias en las que esto fue posible. Ella prepara ahora un libro basado en sus experiencias en un ámbito carente de todo lo que nuestra apreciación y nuestro saber de clase consideran indispensable, pero rico en muchos otros elementos que nuestro saber de clase menosprecia. En él, ciertamente contará y analizará la historia de Carlinha, de la que ya he hablado en un texto mío y que ahora reproduzco.
“Rondando la escuela, deambulando por las calles de su belleza, blanco de las burlas de los otros niños, y de los adultos también, vagaba perdida y lo que era peor, pérdida de sí misma, una especie de niña de nadie.”
Un día Madalena me dijo que la abuela de la niña la había buscado para pedirle que recibiese a la nieta en la escuela diciendo también que no podría pagar la cuota, casi simbólica, establecida por la dirección popular de la escuela.
“No creo que haya problema en relación con la cuota. Sin embargo, tengo una exigencia para poder aceptar a Carlinha en la escuela: que me llegue aquí limpia, bañada y con un mínimo de ropa. Y que venga así todos los días, y no sólo mañana”, le dijo Madalena. La abuela aceptó y prometió que cumpliría. Al día siguiente Carlinha llegó a la escuela completamente cambiada, limpia, cara bonita, facciones descubiertas, confiada.
La limpieza, la cara libre de marcas de mugre, resaltaba su presencia en el salón. Carlinha comenzó a confiar en sí misma. La abuela comenzó a creer no sólo en Carlinha sino en sí misma también. Carlinha se descubrió, su abuela se redescubrió.
Una apreciación ingenua diría que la intervención de la educadora había sido pequeñoburguesa, elitista, enajenada. Al fin y al cabo, ¿cómo exigirle a una niña de la favela que viniese a la escuela bañada?
En realidad, Madalena cumplió con su deber de educadora progresista.
Su intervención posibilitó a la niña y a su abuela la conquista de un espacio el de su dignidad en el respeto de los otros. Mañana será más fácil para Carlinha reconocerse también como miembro de toda una clase, la trabajadora, en la búsqueda de mejores días.
Sin la intervención democrática del educador o de la educadora no hay educación progresista.
Del mismo modo como la maestra pudo intervenir en materia de higiene corporal, materia que se extiende a su vez a la belleza del cuerpo y del mundo, de la que resultó el descubrimiento de Carlinha y el redescubrimiento de su abuela, no veo por qué no se puede intervenir en los problemas a los que antes me refería.
Creo que la cuestión fundamental frente a la cual los educadores y las educadoras debemos estar bastante lúcidos, así como cada vez más competentes, es que nuestros educandos son uno de los caminos de los que disponemos para ejercer nuestra intervención en la realidad a corto y largo plazo. En este sentido, y no sólo en éste sino también en otros sentidos, nuestras relaciones con los educandos, a la vez que nos exigen respeto hacia ellos, nos imponen igualmente el conocimiento de las condiciones concretas de su contexto, que lo condiciona. Tratar de conocer la realidad en la que viven nuestros alumnos es un deber que la práctica educativa nos impone: sin esto, no tenemos acceso a su modo de pensar y difícilmente podremos, entonces, percibir lo que saben y cómo lo saben.
Estoy convencido de que no existen temas o valores que no se puedan hablar en tal o cual área. Podemos hablar de todo y de todo podemos dar testimonio. El lenguaje que utilizamos para hablar de esto o de aquello y la forma en que testificamos están, sin embargo, atravesados por las condiciones sociales, culturales e históricas del contexto en el que hablamos y damos testimonio. Vale decir que están condicionados por la cultura de clase, por la vida concreta de aquellos con quienes y a quienes hablamos y damos testimonio.
Recalquemos la importancia del testimonio de seriedad, de disciplina en el hacer las cosas, de disciplina en el estudio. Testimonio en el cuidado del cuerpo, de la salud. Testimonio en la honradez con que el educador realiza su tarea. En la esperanza con que lucha contra el arbitrio. Las educadoras y de los educadores de este país tienen mucho que enseñar a los niños y niñas, además de los contenidos, sin importar la clase a la que pertenezcan. Tienen mucho que enseñar por el ejemplo de combate a favor de los cambios fundamentales que necesitamos, de combate contra el autoritarismo y a favor de la democracia.
Nada de esto es fácil pero todo esto se constituye en uno de los frentes de la lucha mayor para la transformación profunda de la sociedad brasileña.
Los educadores progresistas precisan convencerse de que no son meros docentes – eso no existe –, puros especialistas de la docencia. Nosotros somos militantes políticos porque somos maestros y maestras. Nuestra tarea no se agota en la enseñanza de la matemática, de la geografía, de la sintaxis o de la historia. Además de la seriedad y la competencia con que debemos enseñar esos contenidos, nuestra tarea exige nuestro compromiso y nuestra actitud a favor de la superación de las injusticias sociales.
Es necesario desenmascarar la ideología de cierto discurso neoliberal, a veces llamado modernizador, que hablando del tiempo histórico actual trata de convencernos de que así es la vida. Los más capaces organizan el mundo, producen; los menos capaces sobreviven. Y de que “esa historia de sueños, de utopía y de cambio radical” lo único que hace es dificultar el trabajo incansable de los que realmente producen. Dejémoslos trabajar en paz sin los trastornos que les ocasionan nuestros discursos soñadores y un día habrá un gran excedente para distribuir entre todos.
Este discurso inaceptable contra la esperanza, la utopía y el sueño es el que defiende la preservación de una sociedad como la nuestra que funciona para una tercera parte de la población, como si fuese posible soportar por mucho tiempo semejantes diferencias. Lo que me parece que el nuevo tiempo nos plantea es la muerte del sectarismo, pero la vida de la radicalidad. Las posturas sectarias en las que nos pretendemos dueños y señores de la verdad, que no puede ser discutida, ésas sí que – aun cuando se toman en nombre de la democracia – cada vez tienen menos que ver con el nuevo tiempo. En ese sentido, los partidos progresistas no tienen mucho que elegir. O se recrean y se reinventan en la radicalidad en torno a sus sueños o, entregados a los sectarismos castradores, fenecen con su cuerpo sofocado en el figurín estalinista. Vuelven a ser, o no dejan de ser, viejos partidos de izquierda sin alma, condenados a morir de frío. Y es una lástima que exista este riesgo.
Pero volvamos a la relación entre educadoras y educandos. A la fuerza y la importancia del testimonio de la educadora como factor de formación para los educandos.
De la radicalidad con que actúa, con que decide, más el testimonio queda sin dificultad de que puede y debe prever la posición que asumió, frente a los nuevos elementos que la hicieron cambiar. Y tanto mas eficaz será su testimonio cuanto más lúcida y objetivamente ella deje claro a sus educandos:
1] que cambiar de posición es legitimo
2] las razones que la hicieron cambiar.
No estoy pensando que los educadores y las educadoras deben ser perfectos o santos. Es justamente como seres humanos, con sus valores y sus fallas, como deben dar testimonio de su lucha por la seriedad, por la libertad, por la creación de la disciplina de estudio indispensable de cuyo proceso deben formar parte como auxiliares, puesto que es tarea de los educandos el generarlos en sí mismos.
Una vez inaugurado el proceso testimonial por parte del educador, poco a poco los educandos se van asumiendo también. Esta participación efectiva de los educandos es señal de que el testimonio de la educadora está funcionando. Sin embargo, es posible que unos educandos pretendan poner a prueba a la educadora para estar seguros de si ella es coherente o no. Sería un desastre que en esa oportunidad la maestra reaccionase mal ante el desafío. En el fondo la mayoría de los educandos que le ponen a prueba lo hacen ansiosos de que ella no los decepcione. Lo que ellos quieren es que ella confirme que es autentica. Al ponerla a prueba no están buscando su fracaso.
Pero también están los que provocan porque quieren el fracaso del educador.
Uno de los engaños de la educadora, generado en el seno de su exorbitante autoestima que la hace poco humilde, sería el de sentirse herida por la conducta de los educandos, por no admitir que nadie puede dudar de ella. Humildemente, al contrario, es bueno admitir que todos somos seres humanos y por eso inacabados. No somos perfectos ni infalibles.
Recuerdo la experiencia que tuve cuando apenas llegaba del exilio, con un grupo de estudiantes del postgrado de la Universidad Católica de Sao Paulo. En el primer día de clase, y mientras yo hablaba sobre cómo veía el proceso de nuestros encuentros, me referí a cómo me gustaría que fuesen abiertos, democráticos y libres. Encuentros en los que ejerciésemos el derecho a nuestra curiosidad, el derecho de preguntar, de discrepar, de criticar.
Una estudiante me dijo en tono agresivo:”Me gustaría seguir el curso atentamente; no faltare a ningún encuentro para ver si ese dialogo del que usted habla será vivido realmente.” Cuando ella terminó yo hice un breve comentario sobre el derecho que ella tenía de dudar de mí, así como el expresar públicamente su duda. A mí me cabía el deber de probar, a lo largo del semestre, que era coherente con mi discurso. En realidad la joven señora jamás faltó a ningún encuentro. Participó en todos, revelo sus posiciones autoritarias que debían fundamentar su rechazo hacia mi pasado y hacia mi presente de oposición a los gobiernos militares. Nunca nos aproximamos pero mantuvimos un clima de mutuo respeto hasta el fin. En su caso lo que realmente la movía era el ánimo de que yo me desdijese el primer día. Y yo no me desdije. Es que no me ofendo si me ponen a prueba. No me siento infalible. Me sé inacabado. Lo que me irrita es la deslealtad. Es la crítica infundida. Es la falta de ética en las acusaciones.
En suma, las relaciones entre educadores y educandos son complejas, difíciles, son relaciones sobre las que debemos pensar constantemente. Y bueno sería, además, que intentásemos crear el hábito de evaluarlas o de evaluarnos en ellas también como educadores y educadoras.
Qué bueno sería, en realidad, si trabajáramos metódicamente con los educandos cada dos días, durante algún tiempo que dedicaríamos al análisis crítico de nuestro lenguaje, de nuestra practica. Aprenderíamos y enseñaríamos juntos un instrumento indispensable para el acto de estudiar: el registro de los hechos y lo que se adhiere a ellos. La práctica de registrar nos lleva a observar, comparar, seleccionar y establecer relaciones entre hechos y cosas. Educadora y educandos se obligarían a anotar diariamente los momentos que más los desafiaron, positiva o negativamente, durante el intervalo entre un encuentro y otro.
Además estoy convencido de que esa experiencia formativa podría hacerse, dentro de un nivel de exigencia adecuado a la edad de los niños, entre aquellos que aún no escriben. Pedirles que hablen de cómo están sintiendo el devenir de sus días en la escuela les permitiría involucrarse en una práctica de la educación de los sentidos. Les exigiría atención, observación, selección de hechos. Con esto desarrollaríamos también su oralidad, que aspirando en si misma a la siguiente etapa –la de la escritura-, jamás debe dicotomizarse de ella. El niño que habla en condiciones personales normales es aquel que escribe. Si no escribe queda impedido de hacerlo, solo en casos excepcionales imposibilitado.
Cuando era secretario municipal de educación de Sao Paulo viví una experiencia que jamás olvidare. En dos escuelas municipales y durante dos horas converse con cincuenta alumnos del quinto grado en una tarden y con cuarenta al otro día. La temática central de los encuentros era sobre cómo veían los adolescentes su escuela y qué escuela les gustaría tener. Cómo se veían ellos mismos y cómo veían a sus maestras.
Inmediatamente que comenzamos con los trabajos, ya en el primer encuentro, uno de los adolescentes me indagó:”Paulo ¿Qué piensas tu de una maestra que pone a un alumno de pie ‘oliendo’ la pared, aun cuando éste haya hecho una cosa equivocada, como reconozco que hizo?”.
Y yo le respondí,”creo que la maestra se equivocó”.
“¿Qué harías tú si vieses a una maestra haciendo eso?”.
“Espero que tú y tus compañeros -respondí yo- no supongan que yo debo hacer lo mismo con la maestra. Eso sería un absurdo que yo jamás cometería. Invitaría a la maestra para que al día siguiente fuese a mi oficina, junto con la directora de la escuela, la coordinadora pedagógica y alguien más que fuese responsable por la formación permanente de las maestras. En mi plática con ella le pediría que me demostrase que su comportamiento era correcto desde el punto de vista pedagógico, científico, humano y político. En caso de que ella no lo pudiese probar -lo que resulta evidente- le haría entonces una exhortación, luego de pedir a la directora de la escuela su opinión respecto a la maestra en falta, para que no repitiese su error.”
“Muy bien -dijo el joven- , pero ¿y si ella repitiese ese procedimiento?”
“En este caso -respondí- , pediría a la asesora de la asesoría jurídica de la secretaría que estudiase el camino legal para castigar a esa maestra.
Aplicaría la ley con rigor.”
Todo el grupo entendió y yo percibí que lo que aquellos adolescentes pretendían no era un ambiente silencioso, sino que radicalmente se negaba al arbitrio. Querían relaciones democráticas basadas en el respeto mutuo. Se negaba a la obediencia ciega, sin límites, del autoritarismo, rechazaban la posibilidad del espontaneísmo.
Posiblemente uno de ellos salieron recientemente a las calles, con sus caras pintadas y diciendo a gritos vale la pena soñar.
Al día siguiente, con en el otro grupo, escuché un comentario de una adolescente inquieta y en un lenguaje bien articulado:”Yo quisiera una escuela, Paulo, que no fuese parecida a mi mamá. Una escuela que creyese mas en los jóvenes y que no pensase que hay un montón de gente esperándonos sólo para hacer daño.”
Fueron cuatro horas con noventa adolescentes que me reforzaron la alegría de vivir y el derecho de soñar.
CONTINUARA…
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" IV
Cartas a quien pretende enseñar, de Paulo Freire.
Siglo XXI Editores.
Décima edición en español. Págs. 82-93
A continuación paso a centrarme en el análisis de la relaciones entre la educadora y los educandos. Estas incluyen la cuestión de enseñanza, el aprendizaje, del proceso de conocer-enseñar-aprender, de la autoridad, de la libertad, de la lectura, de la escritura, de las virtudes de la educadora, de la identidad cultural de los educandos y del debido respeto hacia ella. Todas estas cuestiones están incluidas en las relaciones entre la educadora y los educandos.
Considero el testimonio como un “discurso” coherente y permanente de la educadora progresista. Intentare pensar el testimonio como la mejor manera de llamar la atención del educando hacia la valides de lo que se propone, hacia el acierto de lo que se valora, hacia la firmeza en la lucha, en la búsqueda de la superación de las dificultades. La practica educativa en la que no existe una relación coherente entre lo que la maestra dice y lo que la maestra hace, es un desastre en la practica educativa.
¿Que es lo que se puede esperar para la formación de los educandos de una maestra contra las restricciones de su libertad como parte de la elección de la escuela pero al mismo tiempo cercenan lujuriosamente la libertad de los educandos? Felizmente en el plano humano ninguna explicación mecanicista es capas de elucidar nada. No se puede afirmar que los educandos de tal educadora necesariamente se vuelvan apáticos o vivan en permanente rebelión. Pero que seria mucho mejor para ellos que no se les impusiera semejante diferencia entre lo que dice y lo que hace.
Entre el testimonio de decir y el de hacer el mas fuerte es el de hacer porque tiene o puede tener efectos inmediatos. Sin embargo, lo peor para la formación del educando es que frente a la contradicción entre hacer y decir el Eduardo tiende a no creer lo que la educadora dice. Si hoy ella afirma algo, el espera la próxima acción para detectar la próxima contradicción. Y eso corroe el perfil que la educadora va creando de si misma y revelando a los alumnos.
Los niños tienen una sensibilidad enorme para percibir que la maestra hace exactamente lo opuesto de lo que dice. El “has lo que digo y no lo que hago” es un intento casi vano de reparar la contradicción y la incoherencia. “casi vano” porque no siempre lo que se dice y que se contradice con lo que se hace se anula por completo. A veces lo que se dice tiene en si mismo una fuerza tal que lo defiende de la hipocresía de quien aun diciéndolo hace lo contrario. Pero precisamente por estar siendo dicho y no vivido pierde mucho de su fuerza. Quien ve la incoherencia en proceso, bien puede decirse a si mismo: “si esta cosa que se proclama pero al mismo tiempo se niega tan fuertemente en la practica fuese realmente buena, no seria solo una dicha sino vivida.”
Una de las cosas más negativas en todo esto es el deterioro de una relación entre la educadora y los educandos.
¿Y que decir de la maestra que constantemente testifica debilidad, vacilación, inseguridad, en su relaciones con los educandos? ¿Qué jamás se asume como autoridad en la clase?
Me acuerdo a mi mismo, adolescente lo mal que me hacia presenciar la falta de respeto por si mismo que uno de nuestros profesores, revelaba al ser objeto de burlas de gran parte de los alumnos sin mostrar la menor capacidad para imponer orden. Su clase era la segunda de la mañana y el entraba ya vencido en el salón donde la maldad de algunos adolescentes lo esperaba para fustigarlo, para maltratarlo. Al terminar su remado de clase, no podía dar la espalda al grupo y encaminarse hacia la puerta. La gritería estrepitosa caería sobre el, pesada y áspera, y eso debía congelarlo. Desde el rincón del salón donde yo me sentaba lo veía pálido, disminuido, retrocediendo hasta la puerta, abriéndola rápidamente, desaparecía envuelto en su insoportable debilidad. Guardo en mi memoria de adolescente la figura de aquel hombre falco indefenso, pálido, que cargaba consigo el miedo de aquellos jóvenes que hacían de su debilidad un juguete. Junto al miedo de perder el empleo, el miedo generado por ellos.
Mientras presenciaba la ruina de su autoridad, yo, que soñaba con convertirme en maestro, me prometía a mí mismo que jamás entregaría así a la negación de mi propio ser. Ni el todo poderosísimo del maestro autoritario, arrogante, cuya palabra es la ultima. Ni la inseguridad ni la completa falta de presencia y poder que este profesor exhibía.
Otro testimonio que no debe faltar en nuestras relaciones con los alumnos es el de la permanente disposición a favor de la justicia, de la libertad, del derecho a ser. Nuestra entrega a la defensa de los mas débiles sometidos a la explotación por los mas fuertes. También es importante en el empeño de todos los días, mostrarles a los alumnos la belleza que existe en la lucha ética.
Ética y estética se dan la mano. Que no se diga, sin embargo, que en las zonas de inmensa pobreza, de profundas necesidades, no es posible hacer esas cosas. Las experiencias que vivió personalmente durante tres años la maestra Madalena F. Weffort en una favela de Sao Paulo, donde ella se convirtió plenamente en educadora y pedagoga más que en cualquier otro contexto, fueron experiencias en las que esto fue posible. Ella prepara ahora un libro basado en sus experiencias en un ámbito carente de todo lo que nuestra apreciación y nuestro saber de clase consideran indispensable, pero rico en muchos otros elementos que nuestro saber de clase menosprecia. En él, ciertamente contará y analizará la historia de Carlinha, de la que ya he hablado en un texto mío y que ahora reproduzco.
“Rondando la escuela, deambulando por las calles de su belleza, blanco de las burlas de los otros niños, y de los adultos también, vagaba perdida y lo que era peor, pérdida de sí misma, una especie de niña de nadie.”
Un día Madalena me dijo que la abuela de la niña la había buscado para pedirle que recibiese a la nieta en la escuela diciendo también que no podría pagar la cuota, casi simbólica, establecida por la dirección popular de la escuela.
“No creo que haya problema en relación con la cuota. Sin embargo, tengo una exigencia para poder aceptar a Carlinha en la escuela: que me llegue aquí limpia, bañada y con un mínimo de ropa. Y que venga así todos los días, y no sólo mañana”, le dijo Madalena. La abuela aceptó y prometió que cumpliría. Al día siguiente Carlinha llegó a la escuela completamente cambiada, limpia, cara bonita, facciones descubiertas, confiada.
La limpieza, la cara libre de marcas de mugre, resaltaba su presencia en el salón. Carlinha comenzó a confiar en sí misma. La abuela comenzó a creer no sólo en Carlinha sino en sí misma también. Carlinha se descubrió, su abuela se redescubrió.
Una apreciación ingenua diría que la intervención de la educadora había sido pequeñoburguesa, elitista, enajenada. Al fin y al cabo, ¿cómo exigirle a una niña de la favela que viniese a la escuela bañada?
En realidad, Madalena cumplió con su deber de educadora progresista.
Su intervención posibilitó a la niña y a su abuela la conquista de un espacio el de su dignidad en el respeto de los otros. Mañana será más fácil para Carlinha reconocerse también como miembro de toda una clase, la trabajadora, en la búsqueda de mejores días.
Sin la intervención democrática del educador o de la educadora no hay educación progresista.
Del mismo modo como la maestra pudo intervenir en materia de higiene corporal, materia que se extiende a su vez a la belleza del cuerpo y del mundo, de la que resultó el descubrimiento de Carlinha y el redescubrimiento de su abuela, no veo por qué no se puede intervenir en los problemas a los que antes me refería.
Creo que la cuestión fundamental frente a la cual los educadores y las educadoras debemos estar bastante lúcidos, así como cada vez más competentes, es que nuestros educandos son uno de los caminos de los que disponemos para ejercer nuestra intervención en la realidad a corto y largo plazo. En este sentido, y no sólo en éste sino también en otros sentidos, nuestras relaciones con los educandos, a la vez que nos exigen respeto hacia ellos, nos imponen igualmente el conocimiento de las condiciones concretas de su contexto, que lo condiciona. Tratar de conocer la realidad en la que viven nuestros alumnos es un deber que la práctica educativa nos impone: sin esto, no tenemos acceso a su modo de pensar y difícilmente podremos, entonces, percibir lo que saben y cómo lo saben.
Estoy convencido de que no existen temas o valores que no se puedan hablar en tal o cual área. Podemos hablar de todo y de todo podemos dar testimonio. El lenguaje que utilizamos para hablar de esto o de aquello y la forma en que testificamos están, sin embargo, atravesados por las condiciones sociales, culturales e históricas del contexto en el que hablamos y damos testimonio. Vale decir que están condicionados por la cultura de clase, por la vida concreta de aquellos con quienes y a quienes hablamos y damos testimonio.
Recalquemos la importancia del testimonio de seriedad, de disciplina en el hacer las cosas, de disciplina en el estudio. Testimonio en el cuidado del cuerpo, de la salud. Testimonio en la honradez con que el educador realiza su tarea. En la esperanza con que lucha contra el arbitrio. Las educadoras y de los educadores de este país tienen mucho que enseñar a los niños y niñas, además de los contenidos, sin importar la clase a la que pertenezcan. Tienen mucho que enseñar por el ejemplo de combate a favor de los cambios fundamentales que necesitamos, de combate contra el autoritarismo y a favor de la democracia.
Nada de esto es fácil pero todo esto se constituye en uno de los frentes de la lucha mayor para la transformación profunda de la sociedad brasileña.
Los educadores progresistas precisan convencerse de que no son meros docentes – eso no existe –, puros especialistas de la docencia. Nosotros somos militantes políticos porque somos maestros y maestras. Nuestra tarea no se agota en la enseñanza de la matemática, de la geografía, de la sintaxis o de la historia. Además de la seriedad y la competencia con que debemos enseñar esos contenidos, nuestra tarea exige nuestro compromiso y nuestra actitud a favor de la superación de las injusticias sociales.
Es necesario desenmascarar la ideología de cierto discurso neoliberal, a veces llamado modernizador, que hablando del tiempo histórico actual trata de convencernos de que así es la vida. Los más capaces organizan el mundo, producen; los menos capaces sobreviven. Y de que “esa historia de sueños, de utopía y de cambio radical” lo único que hace es dificultar el trabajo incansable de los que realmente producen. Dejémoslos trabajar en paz sin los trastornos que les ocasionan nuestros discursos soñadores y un día habrá un gran excedente para distribuir entre todos.
Este discurso inaceptable contra la esperanza, la utopía y el sueño es el que defiende la preservación de una sociedad como la nuestra que funciona para una tercera parte de la población, como si fuese posible soportar por mucho tiempo semejantes diferencias. Lo que me parece que el nuevo tiempo nos plantea es la muerte del sectarismo, pero la vida de la radicalidad. Las posturas sectarias en las que nos pretendemos dueños y señores de la verdad, que no puede ser discutida, ésas sí que – aun cuando se toman en nombre de la democracia – cada vez tienen menos que ver con el nuevo tiempo. En ese sentido, los partidos progresistas no tienen mucho que elegir. O se recrean y se reinventan en la radicalidad en torno a sus sueños o, entregados a los sectarismos castradores, fenecen con su cuerpo sofocado en el figurín estalinista. Vuelven a ser, o no dejan de ser, viejos partidos de izquierda sin alma, condenados a morir de frío. Y es una lástima que exista este riesgo.
Pero volvamos a la relación entre educadoras y educandos. A la fuerza y la importancia del testimonio de la educadora como factor de formación para los educandos.
De la radicalidad con que actúa, con que decide, más el testimonio queda sin dificultad de que puede y debe prever la posición que asumió, frente a los nuevos elementos que la hicieron cambiar. Y tanto mas eficaz será su testimonio cuanto más lúcida y objetivamente ella deje claro a sus educandos:
1] que cambiar de posición es legitimo
2] las razones que la hicieron cambiar.
No estoy pensando que los educadores y las educadoras deben ser perfectos o santos. Es justamente como seres humanos, con sus valores y sus fallas, como deben dar testimonio de su lucha por la seriedad, por la libertad, por la creación de la disciplina de estudio indispensable de cuyo proceso deben formar parte como auxiliares, puesto que es tarea de los educandos el generarlos en sí mismos.
Una vez inaugurado el proceso testimonial por parte del educador, poco a poco los educandos se van asumiendo también. Esta participación efectiva de los educandos es señal de que el testimonio de la educadora está funcionando. Sin embargo, es posible que unos educandos pretendan poner a prueba a la educadora para estar seguros de si ella es coherente o no. Sería un desastre que en esa oportunidad la maestra reaccionase mal ante el desafío. En el fondo la mayoría de los educandos que le ponen a prueba lo hacen ansiosos de que ella no los decepcione. Lo que ellos quieren es que ella confirme que es autentica. Al ponerla a prueba no están buscando su fracaso.
Pero también están los que provocan porque quieren el fracaso del educador.
Uno de los engaños de la educadora, generado en el seno de su exorbitante autoestima que la hace poco humilde, sería el de sentirse herida por la conducta de los educandos, por no admitir que nadie puede dudar de ella. Humildemente, al contrario, es bueno admitir que todos somos seres humanos y por eso inacabados. No somos perfectos ni infalibles.
Recuerdo la experiencia que tuve cuando apenas llegaba del exilio, con un grupo de estudiantes del postgrado de la Universidad Católica de Sao Paulo. En el primer día de clase, y mientras yo hablaba sobre cómo veía el proceso de nuestros encuentros, me referí a cómo me gustaría que fuesen abiertos, democráticos y libres. Encuentros en los que ejerciésemos el derecho a nuestra curiosidad, el derecho de preguntar, de discrepar, de criticar.
Una estudiante me dijo en tono agresivo:”Me gustaría seguir el curso atentamente; no faltare a ningún encuentro para ver si ese dialogo del que usted habla será vivido realmente.” Cuando ella terminó yo hice un breve comentario sobre el derecho que ella tenía de dudar de mí, así como el expresar públicamente su duda. A mí me cabía el deber de probar, a lo largo del semestre, que era coherente con mi discurso. En realidad la joven señora jamás faltó a ningún encuentro. Participó en todos, revelo sus posiciones autoritarias que debían fundamentar su rechazo hacia mi pasado y hacia mi presente de oposición a los gobiernos militares. Nunca nos aproximamos pero mantuvimos un clima de mutuo respeto hasta el fin. En su caso lo que realmente la movía era el ánimo de que yo me desdijese el primer día. Y yo no me desdije. Es que no me ofendo si me ponen a prueba. No me siento infalible. Me sé inacabado. Lo que me irrita es la deslealtad. Es la crítica infundida. Es la falta de ética en las acusaciones.
En suma, las relaciones entre educadores y educandos son complejas, difíciles, son relaciones sobre las que debemos pensar constantemente. Y bueno sería, además, que intentásemos crear el hábito de evaluarlas o de evaluarnos en ellas también como educadores y educadoras.
Qué bueno sería, en realidad, si trabajáramos metódicamente con los educandos cada dos días, durante algún tiempo que dedicaríamos al análisis crítico de nuestro lenguaje, de nuestra practica. Aprenderíamos y enseñaríamos juntos un instrumento indispensable para el acto de estudiar: el registro de los hechos y lo que se adhiere a ellos. La práctica de registrar nos lleva a observar, comparar, seleccionar y establecer relaciones entre hechos y cosas. Educadora y educandos se obligarían a anotar diariamente los momentos que más los desafiaron, positiva o negativamente, durante el intervalo entre un encuentro y otro.
Además estoy convencido de que esa experiencia formativa podría hacerse, dentro de un nivel de exigencia adecuado a la edad de los niños, entre aquellos que aún no escriben. Pedirles que hablen de cómo están sintiendo el devenir de sus días en la escuela les permitiría involucrarse en una práctica de la educación de los sentidos. Les exigiría atención, observación, selección de hechos. Con esto desarrollaríamos también su oralidad, que aspirando en si misma a la siguiente etapa –la de la escritura-, jamás debe dicotomizarse de ella. El niño que habla en condiciones personales normales es aquel que escribe. Si no escribe queda impedido de hacerlo, solo en casos excepcionales imposibilitado.
Cuando era secretario municipal de educación de Sao Paulo viví una experiencia que jamás olvidare. En dos escuelas municipales y durante dos horas converse con cincuenta alumnos del quinto grado en una tarden y con cuarenta al otro día. La temática central de los encuentros era sobre cómo veían los adolescentes su escuela y qué escuela les gustaría tener. Cómo se veían ellos mismos y cómo veían a sus maestras.
Inmediatamente que comenzamos con los trabajos, ya en el primer encuentro, uno de los adolescentes me indagó:”Paulo ¿Qué piensas tu de una maestra que pone a un alumno de pie ‘oliendo’ la pared, aun cuando éste haya hecho una cosa equivocada, como reconozco que hizo?”.
Y yo le respondí,”creo que la maestra se equivocó”.
“¿Qué harías tú si vieses a una maestra haciendo eso?”.
“Espero que tú y tus compañeros -respondí yo- no supongan que yo debo hacer lo mismo con la maestra. Eso sería un absurdo que yo jamás cometería. Invitaría a la maestra para que al día siguiente fuese a mi oficina, junto con la directora de la escuela, la coordinadora pedagógica y alguien más que fuese responsable por la formación permanente de las maestras. En mi plática con ella le pediría que me demostrase que su comportamiento era correcto desde el punto de vista pedagógico, científico, humano y político. En caso de que ella no lo pudiese probar -lo que resulta evidente- le haría entonces una exhortación, luego de pedir a la directora de la escuela su opinión respecto a la maestra en falta, para que no repitiese su error.”
“Muy bien -dijo el joven- , pero ¿y si ella repitiese ese procedimiento?”
“En este caso -respondí- , pediría a la asesora de la asesoría jurídica de la secretaría que estudiase el camino legal para castigar a esa maestra.
Aplicaría la ley con rigor.”
Todo el grupo entendió y yo percibí que lo que aquellos adolescentes pretendían no era un ambiente silencioso, sino que radicalmente se negaba al arbitrio. Querían relaciones democráticas basadas en el respeto mutuo. Se negaba a la obediencia ciega, sin límites, del autoritarismo, rechazaban la posibilidad del espontaneísmo.
Posiblemente uno de ellos salieron recientemente a las calles, con sus caras pintadas y diciendo a gritos vale la pena soñar.
Al día siguiente, con en el otro grupo, escuché un comentario de una adolescente inquieta y en un lenguaje bien articulado:”Yo quisiera una escuela, Paulo, que no fuese parecida a mi mamá. Una escuela que creyese mas en los jóvenes y que no pensase que hay un montón de gente esperándonos sólo para hacer daño.”
Fueron cuatro horas con noventa adolescentes que me reforzaron la alegría de vivir y el derecho de soñar.
CONTINUARA…
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
lunes, 21 de diciembre de 2009
"Cartas a quien pretende enseñar" III
…CONTINUACIÓN
Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" III
De las cualidades indispensables para el mejor desempeño de las maestras y los maestros progresistas.
En, Paulo Freire, Cartas a quien pretenda enseñar.
Siglo XXI Editores, Décima edición en español, ps. 60-71
Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados en la práctica en coherencia con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista.
Comenzaré por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros mismos, ánimos acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás.
La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: “Prometo Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos”. No, no se trata de eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.
De hecho, no veo como es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mi mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado si, siendo humilde, no me minimizo ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir del cual nos perdemos.
La arrogancia del “¿sabe con quién está hablando?”, la soberbia del sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía, del humilde.
Es que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad insegura de los cautos. Es por esto por lo que una de las expresiones de la humildad es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es “iluminador” de la “oscuridad” o de la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del autoritario o de la autoritaria.
Ahora retomo el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las madres, si de los maestros o las maestras. Autoritarismo frente al cual podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes, refractarias a cualquier límite como disciplina o autoridad, pero a veces también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin crítica o resistencia al discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad.
Al decir que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que en el dominio de lo humano, felizmente, las cosas no se dan mecánicamente. De esta manera es posible que ciertos niños sobrevivan casi ilesos al rigor del arbitrio, lo que no nos autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos por ser menos autoritarios, sino en nombre del sueño democrático por lo menos en nombre del respeto al ser en formación de nuestros hijos e hijas, de nuestros alumnos y alumnas.
Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que sin una especie de “amor armado”, como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer. Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la desvergüenza de los salarios, en el arbitrio con que son castigadas las maestras y no tías que se rebelan y participan manifestaciones de protesta a través de su sindicato – pero a pesar de esto continúan entregándose a su trabajo con los alumnos.
Sin embargo, es preciso que ese amor sea en realidad un “amor armado”, un amor luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber de tener el derecho de luchar, de renunciar, de anunciar. Es esta la forma de amar indispensable al educador progresista y que es preciso que todos nosotros aprendamos y vivamos.
Pero sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía de amar.
La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mi mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica.
En primer lugar, cuando hablamos del miedo debemos estar absolutamente seguros de que estamos hablando sobre algo muy concreto. Esto es, el miedo no es una abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber que estamos hablando de una cosa muy normal. Otro punto que me viene a la mente es que, cuando pensamos en el miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser muy claros respecto a nuestras opciones, lo cual exige ciertos procedimientos y prácticas concretas que son las propias experiencias que provocan el miedo.
A medida que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños, que son sustantivamente políticos y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que reconozco que como educador soy un político, también entiendo mejor las razones por las cuales tengo miedo y percibo cuánto tenemos aun por andar para mejorar nuestra democracia. Es que al poner en práctica un tipo de educación que provoca críticamente la conciencia del educando, necesariamente trabajamos contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos mitos también enfrentamos al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder, de su ideología.
Cuando comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad de poner ciertos límites a nuestros miedos. Antes que nada reconocemos que sentir miedo es manifestación de que estamos vivos. No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de mi sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas que disminuyan el riesgo que corro. Por eso es tan importante gobernar mi miedo, educar mi miedo, de donde nace finalmente mi valentía. Es por eso por lo que no puedo por un lado negar mi miedo y por el otro abandonarme a él, sino que preciso controlarlo, y es en el ejercicio de esta práctica donde se va construyendo mi valentía necesaria.
Es por esto por lo que hay miedo sin valentía, que es el miedo que nos avasalla, que nos paraliza, pero no hay valentía sin miedo, que es el miedo que, “hablando” de nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado.
Otra virtud es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una experiencia democrática autentica: sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el juego del “hagamos de cuenta”.
Ser tolerante no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir con lo que es diferente. A aprender con lo diferente, a respetar lo diferente.
En un primer momento parece que hablar de tolerancia es casi como hablar de favor. Es como si ser tolerante fuese una forma cortes, delicada, de aceptar o tolerar la presencia muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada de consentir en una convivencia que de hecho me repugna. Eso es hipocresía, no tolerancia. Y la hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo. Como algo que me hace coherente como ser histórico, inconcluso, que estoy siendo en una primera instancia, y en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No veo como podremos ser democráticos, sin experimentar, como principio fundamental, la tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente.
Nadie aprende tolerancia en un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace democracia. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites, de principios que deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es la simple connivencia con lo intolerable. Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina, ética. El autoritario, empapado de prejuicios sobre el sexo, las clases, las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no vence sus prejuicios. Es por esto por lo que el discurso progresista del prejuiciado, en contraste con su practica, es un discurso falso.
Es por esto también por lo que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o entiende la ciencia como la verdad ultima y nada vale fuera de ella, pues es ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay como ser tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos a la negación de la ciencia.
Me gustaría ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas.
La capacidad de decisión de la educadora es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida en que decidir significa romper para optar. Ninguno decide a no ser por una cosa contra la otra, por un punto contra otro, por una persona contra otra. Es por esto por lo que toda opción que sigue a una decisión exige una meditada evaluación en el acto de comparar para optar por uno de los posibles polos, personas o posiciones. Y es la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que finalmente me ayuda a optar.
Decisión es ruptura no siempre es fácil de ser vivida. Pero no es posible existir sin romper, por mas difícil que nos resulte romper.
Una de las deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su indecisión, que los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia profesional. La educadora democrática, solo por ser democrática, no puede anularse; al contrario, si no puede asumir sola la vida de su clase tampoco puede, en nombre de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar decisiones. Lo que no puede es ser arbitraria en las decisiones que toma. El testimonio de no asumir su deber como autoridad, dejándose caer en la licencia, es sin duda mas funesto que el de extrapolar los limites de su autoridad.
Hay muchas ocasiones en que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia, es tomar la decisión junto con los alumnos después de analizar el problema. En otros momentos en los que la decisión a tomar debe ser de la esfera de la educadora, no hay por qué no asumirla, no hay razón para omitirse.
La indecisión delata falta de seguridad, una cualidad indispensable a quien sea que tenga la responsabilidad del gobierno, no importa si de una clase, de una familia, de una institución, de una empresa o del Estado.
Por su parte la seguridad requiere competencia científica, claridad política e integridad ética.
No puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción o si no tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y para qué lo hago. Si sé poco o nada sobre en favor de qué o de quién, en contra de qué o de quién hago lo que estoy haciendo o haré. Si esto no me conmueve para nada, si lo que hago hiere la dignidad de las personas con las que trabajo, si las expongo a situaciones bochornosas que puedo y debo evitar mi insensibilidad ética, mi cinismo me contraindican para encarnar la tarea del educador. Tarea que exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora desafía a sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la competencia que la maestra va revelando a sus educandos, discreta y humildemente, sin quehaceres arrogantes, y por el otro con el equilibrio con el que la educadora ejerce su autoridad – segura, lúcida, determinada.
Nada de eso, sin embargo, puede concretarse si a la educadora le falta el gusto por la búsqueda permanente de la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste más un alumno que otro por numerosas razones. Es un derecho que tiene. Lo que ella no puede es omitir el derecho de los otros a favor de su preferido.
Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría con que entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de espontaneismo, con lo que niega su sueño democrático. La paciencia desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la inacción. La impaciencia por sí sola, por otro lado, puede llevar a la maestra a un activismo ciego, pación por si misma, a la práctica en que no se respetan las relaciones necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia aislada tiende a obstaculizar la consecución de los objetivos de la practica haciéndola “tierna”, “blanda” e inoperante. En la impaciencia aislada amenazamos el éxito de la práctica que se pierde en la arrogancia de quien se juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en el puro blablablá; la impaciencia a solas en el activismo irresponsable.
La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la otra sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en vivir y actuar impacientemente paciente, sin que jamás se dé la una aislada de la otra.
Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada, armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia verbal. La parsimonia verbal está implicada en el acto de asumir la tensión entre paciencia-impaciencia. Quien vive la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos excepcionales, el control de lo que habla, raramente extrapola los limites del discurso ponderado pero enérgico. Quien vive preponderadamente la paciencia, apenas ahoga su legítima rabia, que expresa en un discurso flojo y acomodado. Quien por el contrario es sólo impaciencia tiende a la exacerbación en su discurso. El discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el discurso del impaciente generalmente va más allá de lo que la realidad misma soportaría.
Ambos discursos, tanto el muy controlado como el carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El primero por estar mucho más acá de la realidad; el segundo por ir más allá del límite de lo soportable.
El discurso y la práctica benevolente del que es sólo o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable en el aire. El discurso nervioso, arrogante, incontrolado, irrealista, sin límite, está empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad.
Estos discursos no ayudan en nada a la formación de los educandos.
Existen además los que son excesivamente equilibrados en su discurso pero de vez en cuando se desequilibran. De la pura paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida, creando en los demás un clima de inseguridad con resultados indiscutiblemente pésimos.
Existe un sinnúmero de madres y padres que se comportan así. De una licencia en la que el habla y la acción son coherentes pasan, al día siguiente, a un universo de desatinos y ordenes autoritarias que dejan estupefactos a sus hijos e hijas, pero principalmente inseguros. La ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio emocional que precisan para crecer. Amar no es suficiente, precisamos saber amar.
Me parece importante, reconociendo que las reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática.
Es dándome por completo a la vida y no a la muerte – lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida – como me entrego, libremente, a la alegría de vivir. Y es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela.
Es viviendo – no importa si con deslices o incoherencias, pero si dispuesto a superarlos – la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la
tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa, en la que se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se ama, se adivina la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida. Y no la escuela que enmudece y me enmudece.
Realmente, la solución más fácil para enfrentar los obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos.
“¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada, desatendida. Pues que así sea”. Esta en realidad es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia al conflicto sin el cual negamos la dignidad de la vida. No hay vida ni existencia humana sin pelea ni conflicto. El conflicto hace nacer nuestra conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia vital y social. Huir de él es ayudar a la preservación del statu quo.
Por eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo a ser castigadas – a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus criticas -, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir.
Es preciso que luchemos para que estos derechos sean más que reconocidos – respetados y encarnados. A veces es preciso que luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda.
Pero a veces también es preciso que luchemos como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los retrógrados, de los tradicionalistas entre los cuales algunos se juzgan progresistas y de los neoliberales para quienes la historia terminó en ellos.
CONTINUARA…
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
Paulo Freire en "Cartas a quien pretende enseñar" III
De las cualidades indispensables para el mejor desempeño de las maestras y los maestros progresistas.
En, Paulo Freire, Cartas a quien pretenda enseñar.
Siglo XXI Editores, Décima edición en español, ps. 60-71
Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados en la práctica en coherencia con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista.
Comenzaré por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros mismos, ánimos acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás.
La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: “Prometo Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos”. No, no se trata de eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.
De hecho, no veo como es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mi mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado si, siendo humilde, no me minimizo ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir del cual nos perdemos.
La arrogancia del “¿sabe con quién está hablando?”, la soberbia del sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía, del humilde.
Es que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad insegura de los cautos. Es por esto por lo que una de las expresiones de la humildad es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es “iluminador” de la “oscuridad” o de la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del autoritario o de la autoritaria.
Ahora retomo el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las madres, si de los maestros o las maestras. Autoritarismo frente al cual podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes, refractarias a cualquier límite como disciplina o autoridad, pero a veces también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin crítica o resistencia al discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad.
Al decir que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que en el dominio de lo humano, felizmente, las cosas no se dan mecánicamente. De esta manera es posible que ciertos niños sobrevivan casi ilesos al rigor del arbitrio, lo que no nos autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos por ser menos autoritarios, sino en nombre del sueño democrático por lo menos en nombre del respeto al ser en formación de nuestros hijos e hijas, de nuestros alumnos y alumnas.
Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que sin una especie de “amor armado”, como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer. Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la desvergüenza de los salarios, en el arbitrio con que son castigadas las maestras y no tías que se rebelan y participan manifestaciones de protesta a través de su sindicato – pero a pesar de esto continúan entregándose a su trabajo con los alumnos.
Sin embargo, es preciso que ese amor sea en realidad un “amor armado”, un amor luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber de tener el derecho de luchar, de renunciar, de anunciar. Es esta la forma de amar indispensable al educador progresista y que es preciso que todos nosotros aprendamos y vivamos.
Pero sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía de amar.
La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mi mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica.
En primer lugar, cuando hablamos del miedo debemos estar absolutamente seguros de que estamos hablando sobre algo muy concreto. Esto es, el miedo no es una abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber que estamos hablando de una cosa muy normal. Otro punto que me viene a la mente es que, cuando pensamos en el miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser muy claros respecto a nuestras opciones, lo cual exige ciertos procedimientos y prácticas concretas que son las propias experiencias que provocan el miedo.
A medida que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños, que son sustantivamente políticos y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que reconozco que como educador soy un político, también entiendo mejor las razones por las cuales tengo miedo y percibo cuánto tenemos aun por andar para mejorar nuestra democracia. Es que al poner en práctica un tipo de educación que provoca críticamente la conciencia del educando, necesariamente trabajamos contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos mitos también enfrentamos al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder, de su ideología.
Cuando comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad de poner ciertos límites a nuestros miedos. Antes que nada reconocemos que sentir miedo es manifestación de que estamos vivos. No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de mi sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas que disminuyan el riesgo que corro. Por eso es tan importante gobernar mi miedo, educar mi miedo, de donde nace finalmente mi valentía. Es por eso por lo que no puedo por un lado negar mi miedo y por el otro abandonarme a él, sino que preciso controlarlo, y es en el ejercicio de esta práctica donde se va construyendo mi valentía necesaria.
Es por esto por lo que hay miedo sin valentía, que es el miedo que nos avasalla, que nos paraliza, pero no hay valentía sin miedo, que es el miedo que, “hablando” de nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado.
Otra virtud es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una experiencia democrática autentica: sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el juego del “hagamos de cuenta”.
Ser tolerante no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir con lo que es diferente. A aprender con lo diferente, a respetar lo diferente.
En un primer momento parece que hablar de tolerancia es casi como hablar de favor. Es como si ser tolerante fuese una forma cortes, delicada, de aceptar o tolerar la presencia muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada de consentir en una convivencia que de hecho me repugna. Eso es hipocresía, no tolerancia. Y la hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo. Como algo que me hace coherente como ser histórico, inconcluso, que estoy siendo en una primera instancia, y en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No veo como podremos ser democráticos, sin experimentar, como principio fundamental, la tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente.
Nadie aprende tolerancia en un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace democracia. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites, de principios que deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es la simple connivencia con lo intolerable. Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina, ética. El autoritario, empapado de prejuicios sobre el sexo, las clases, las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no vence sus prejuicios. Es por esto por lo que el discurso progresista del prejuiciado, en contraste con su practica, es un discurso falso.
Es por esto también por lo que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o entiende la ciencia como la verdad ultima y nada vale fuera de ella, pues es ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay como ser tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos a la negación de la ciencia.
Me gustaría ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas.
La capacidad de decisión de la educadora es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida en que decidir significa romper para optar. Ninguno decide a no ser por una cosa contra la otra, por un punto contra otro, por una persona contra otra. Es por esto por lo que toda opción que sigue a una decisión exige una meditada evaluación en el acto de comparar para optar por uno de los posibles polos, personas o posiciones. Y es la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que finalmente me ayuda a optar.
Decisión es ruptura no siempre es fácil de ser vivida. Pero no es posible existir sin romper, por mas difícil que nos resulte romper.
Una de las deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su indecisión, que los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia profesional. La educadora democrática, solo por ser democrática, no puede anularse; al contrario, si no puede asumir sola la vida de su clase tampoco puede, en nombre de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar decisiones. Lo que no puede es ser arbitraria en las decisiones que toma. El testimonio de no asumir su deber como autoridad, dejándose caer en la licencia, es sin duda mas funesto que el de extrapolar los limites de su autoridad.
Hay muchas ocasiones en que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia, es tomar la decisión junto con los alumnos después de analizar el problema. En otros momentos en los que la decisión a tomar debe ser de la esfera de la educadora, no hay por qué no asumirla, no hay razón para omitirse.
La indecisión delata falta de seguridad, una cualidad indispensable a quien sea que tenga la responsabilidad del gobierno, no importa si de una clase, de una familia, de una institución, de una empresa o del Estado.
Por su parte la seguridad requiere competencia científica, claridad política e integridad ética.
No puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción o si no tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y para qué lo hago. Si sé poco o nada sobre en favor de qué o de quién, en contra de qué o de quién hago lo que estoy haciendo o haré. Si esto no me conmueve para nada, si lo que hago hiere la dignidad de las personas con las que trabajo, si las expongo a situaciones bochornosas que puedo y debo evitar mi insensibilidad ética, mi cinismo me contraindican para encarnar la tarea del educador. Tarea que exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora desafía a sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la competencia que la maestra va revelando a sus educandos, discreta y humildemente, sin quehaceres arrogantes, y por el otro con el equilibrio con el que la educadora ejerce su autoridad – segura, lúcida, determinada.
Nada de eso, sin embargo, puede concretarse si a la educadora le falta el gusto por la búsqueda permanente de la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste más un alumno que otro por numerosas razones. Es un derecho que tiene. Lo que ella no puede es omitir el derecho de los otros a favor de su preferido.
Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría con que entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de espontaneismo, con lo que niega su sueño democrático. La paciencia desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la inacción. La impaciencia por sí sola, por otro lado, puede llevar a la maestra a un activismo ciego, pación por si misma, a la práctica en que no se respetan las relaciones necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia aislada tiende a obstaculizar la consecución de los objetivos de la practica haciéndola “tierna”, “blanda” e inoperante. En la impaciencia aislada amenazamos el éxito de la práctica que se pierde en la arrogancia de quien se juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en el puro blablablá; la impaciencia a solas en el activismo irresponsable.
La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la otra sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en vivir y actuar impacientemente paciente, sin que jamás se dé la una aislada de la otra.
Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada, armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia verbal. La parsimonia verbal está implicada en el acto de asumir la tensión entre paciencia-impaciencia. Quien vive la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos excepcionales, el control de lo que habla, raramente extrapola los limites del discurso ponderado pero enérgico. Quien vive preponderadamente la paciencia, apenas ahoga su legítima rabia, que expresa en un discurso flojo y acomodado. Quien por el contrario es sólo impaciencia tiende a la exacerbación en su discurso. El discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el discurso del impaciente generalmente va más allá de lo que la realidad misma soportaría.
Ambos discursos, tanto el muy controlado como el carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El primero por estar mucho más acá de la realidad; el segundo por ir más allá del límite de lo soportable.
El discurso y la práctica benevolente del que es sólo o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable en el aire. El discurso nervioso, arrogante, incontrolado, irrealista, sin límite, está empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad.
Estos discursos no ayudan en nada a la formación de los educandos.
Existen además los que son excesivamente equilibrados en su discurso pero de vez en cuando se desequilibran. De la pura paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida, creando en los demás un clima de inseguridad con resultados indiscutiblemente pésimos.
Existe un sinnúmero de madres y padres que se comportan así. De una licencia en la que el habla y la acción son coherentes pasan, al día siguiente, a un universo de desatinos y ordenes autoritarias que dejan estupefactos a sus hijos e hijas, pero principalmente inseguros. La ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio emocional que precisan para crecer. Amar no es suficiente, precisamos saber amar.
Me parece importante, reconociendo que las reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática.
Es dándome por completo a la vida y no a la muerte – lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida – como me entrego, libremente, a la alegría de vivir. Y es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela.
Es viviendo – no importa si con deslices o incoherencias, pero si dispuesto a superarlos – la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la
tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa, en la que se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se ama, se adivina la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida. Y no la escuela que enmudece y me enmudece.
Realmente, la solución más fácil para enfrentar los obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos.
“¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada, desatendida. Pues que así sea”. Esta en realidad es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia al conflicto sin el cual negamos la dignidad de la vida. No hay vida ni existencia humana sin pelea ni conflicto. El conflicto hace nacer nuestra conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia vital y social. Huir de él es ayudar a la preservación del statu quo.
Por eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo a ser castigadas – a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus criticas -, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir.
Es preciso que luchemos para que estos derechos sean más que reconocidos – respetados y encarnados. A veces es preciso que luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda.
Pero a veces también es preciso que luchemos como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los retrógrados, de los tradicionalistas entre los cuales algunos se juzgan progresistas y de los neoliberales para quienes la historia terminó en ellos.
CONTINUARA…
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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domingo, 6 de diciembre de 2009
EL ROUSSEAU TROPICAL “VIII”
…CONTINUACIÓN
SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VIII”
EMILIO O LA EDUCACION
J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
Todos los Derechos Reservados
EMILIO
LIBRO PRIMERO
Una vez conocido el principio, vemos con claridad el punto en que se abandona la senda de la naturaleza; sepamos lo que se ha de hacer para no salir de ella.
Lejos de tener los niños fuerzas sobrantes, ni aun tienen la suficientes para todo lo que les pide la naturaleza; por tanto hay que dejarles el uso de todas cuantas les da y de que no pueden abusar. Primera máxima.
Es preciso ayudarles y suplir lo que les falta, ya sea, inteligencia, ya fuerza, en todo cuanto fuere de necesidad física. Segunda máxima.
En la ayuda que se les diere, es necesario limitarse únicamente a la utilidad real, sin conceder nada al capricho o deseo infundado, porque los antojos no los atormentarán cuando no se les hayan dejado adquirir, atendido que no son naturales. Tercera máxima.
Hay que estudiar con atención su lengua y signos pues como en esta edad no saben disimular, distinguiremos en sus deseos lo que se debe inmediatamente a la naturaleza y lo que procede de la opinión.
El espíritu de estas reglas es conceder a los niños más verdadera libertad y menos imperio, permitirles que hagan más por sí propios y exijan menos de los demás. Acostumbrándose así desde muy pequeños a regular sus deseos con sus fuerzas, poco sentirán la privación de lo que no esté en su mano conseguir.
Otra nueva e importantísima razón es dejar los cuerpos y los miembros de los niños enteramente libres, con la única precaución de preservarlos del riesgo de que se caigan y apartar de sus manos todo cuanto puede herirlos.
Indudablemente, una criatura que tiene los brazos y el cuerpo sueltos, llorará menos que otra fajada en sus pañales. Como no conoce otras necesidades que las físicas, sólo llora cuando padece; esto es muy útil, porque se sabe de fijo cuándo necesita socorro, y no debe dilatarse un instante el dársele, sí es posible. Pero si no le podéis aliviar, estaos quietos, sin halagarle para que calle, vuestros cariños no le han de sanar de su dolor; mas él se acordará muy bien de la que ha de hacer para que le acaricien y si sabe ocuparos una vez a su voluntad, ya es vuestro amo y todo se ha perdido.
Menos contrariados en sus movimientos también llorarán menos los niños; menos importunados con sus llantos nos afanaremos menos en hacer que callen; con menos frecuencia amenazados o mimados no serán tan medrosos ni tan tercos y permanecerán más a gusto en su estado natural. No tanto se quiebran los niños porque los dejen llorar, cuanto por el ansia de hacerlos callar; la prueba es que los niños mas abandonados están menos expuestos a quebrarse que los otros. Muy lejos estoy de pretender que se descuiden; al contrario, conviene prever sus necesidades y no dejar que sus gritos nos adviertan de ellas; pero tampoco quiero que los cuidados que se tomen con ellos sean mal combinados. ¿Por qué han de dejar de llorar así que ven que con su llanto logran tantas cosas? Instruidos del aprecio que se hace de su silencio, buen cuidado tienen de no prodigarle. Al fin, tanto valor le dan, que no es posible pagárselo; y entonces, al llorar sin fruto, se esfuerzan, se apuran, y se matan.
Los porfiados llantos de un niño que no está sujeto ni enfermo, y a quien nada le falte, son llantos de hábito y obstinación; no son efecto de la naturaleza, sino de la nodriza, que por no saber tolerar su importunidad la multiplica, sin pensar que haciendo que el niño calle hoy, le excita a que mañana llore más. El único medio de sanar o precaver esta costumbre, es no hacer caso del llanto. Nadie quiere tomarse un trabajo inútil, ni aun las criaturas, que únicamente son tenaces en sus tentativas; pero si tenemos más constancia nosotros que terquedad ellas, se cansan y no vuelven a empezar. Así se les ahorran lágrimas y se acostumbran a no verterlas, cuando el dolor no es la causa de ellas.
Por lo demás, cuando lloran por manía o por obstinación el mejor medio de acallarlas es distraerlas con algún objeto vistoso y agradable que haga se olviden de que querían llorar. En esto son aventajadas la mayor parte de las nodrizas, y usado a tiempo es utilísimo; pero importa sobremanera que ni penetre el niño la intención de distraerle, y que se divierta sin creer que piensan en él; sobre este segundo punto están muy torpes las nodrizas.
Suele destetarse a los niños antes de tiempo. La época en que deben ser destetados la indica la salida de los dientes, y ésta por lo común es lenta y dolorosa. Por un instinto maquinal mete entonces el niño en la boca cuanto agarra para mascarlo. Dícese que esta operación se facilita, dándole por juguete al niño un cuerpo duro, como marfil o un diente de lobo. Lo creo una equivocación. Los cuerpos duros aplicados a las encías, lejos de ablandarlas las tornan callosas, las endurecen y preparan una ruptura más dolorosa y difícil. Tomemos siempre ejemplo del instinto. Vemos que los perritos no ejercitan sus dientes nacientes en pedernales, en hierro o en huesos, sino en madera, en cuero, en trapos, en materias blandas que ceden, y donde hace impresión el diente.
Ya no se sabe tener sencillez en nada, ni aun con los niños. Cascabeles de oro y plata, corales, cristales de facetas, juguetes de todo valor y todas clases: ¡cuánto atavío inútil y pernicioso! Nada de eso. Fuera los cascabeles, fuera los juguetes; ramas de árbol con sus hojas y su fruta; una cabeza de adormidera en donde se oigan sonar los granos; un palo de regaliz que pueda el niño chupar y mascar, le divertirán tanto como todas las cosas magníficas, y no tendrán el inconveniente de acostumbrarle al lujo desde que nace.
Sabido es que la papilla no constituye un alimento muy sano. La leche cocida y la harina cruda engendran mucha saburra y conviene mal a nuestro estómago. La harina está menos cocida en la papilla que en el pan, y además no ha fermentado. Si absolutamente se quiere dar al niño este alimento, conviene tostar antes un poco la harina. En mi tierra hacen así una sopa muy sana y agradable, pero la nata de arroz y la panerela me parecen mejores. También el caldo de carne y la sopa son alimentos que valen poco, y han de usarse lo menos posible. Conviene que los niños se acostumbren cuanto antes a mascar, que es el verdadero modo de facilitar la dentición y cuando empiezan a tragar, los jugos salivales, mezclados con los alimentos, favorecen la digestión.
Yo les haría que mascasen primero frutas secas, con cáscaras, y les daría, en vez de juguetes, mendrugos delgados y largos de pan duro, o de bizcochos semejantes al pan de Mallorca. A puro ablandarle en la boca se tragarían un poco; insensiblemente les nacerían los dientes, y se encontrarían destetados sin pensar en ello. Comúnmente los hijos de los labradores tienen muy robusto el estómago y no los destetan de otra manera.
Los niños oyen hablar desde que nacen, y no sólo les hablan entes de que entiendan lo que les dicen, sino antes de que puedan repetir las palabras que oyen. Inculto todavía su órgano se adapta con lentitud a la imitación de los sonidos que les dictan y tampoco está probado que estos sonidos hagan en su oído tan distinta impresión como en el nuestro. No me parece mal que divierta la nodriza al niño con coplas y cuentos alegres y muy variados, pero repruebo que sin cesar le atolondre con una multitud de palabras inútiles, de las cuales sólo entiende el tono que las acompaña. Querría que las articulaciones primeras que llegaran a su oído fueran pocas, fáciles, y distintas, que se le repitiesen con frecuencia, y que las palabras que expresan significasen objetos sensibles que fuera posible mostrar en el acto al niño. La malhadada facilidad que adquirimos de contentarnos con palabras que no entendemos, empieza antes de lo que se cree; y el estudiante en el aula escucha la charla de su nodriza. Me parece que sería utilísima instrucción educarle de manera que no comprendiese palabra de ella.
Agólpanse las reflexiones en tropel, si uno quiere tratar de la formación de los idiomas, y de los primeros razonamientos de los niños. Sea como fuere, siempre aprenderán a hablar del mismo modo, y en esto todas las especulaciones filosóficas son absolutamente inútiles.
Primeramente, tienen una especie de gramática peculiar a su edad, cuya sintaxis se ajusta a reglas más generales que la nuestra; y si la examináramos atentamente, nos asombraría la exactitud con que siguen ciertas analogías, defectuosísimas si se quiere, pero muy regulares, y que si no están admitidas es por su cacofonía o porque las rechaza el uso. Cierto día oí a un padre reñir ásperamente a un hijo suyo, porque decía; no caberemos en la sala. Es claro que el chico seguía mejor la analogía que nuestras gramáticas, porque si se dice cabemos, ¿por qué no se ha de decir caberemos? Es pedantería inaguantable y trabajo superfluo ocuparse de enmendar á los niños todas estas faltas contra el uso de que ellos mismos se enmiendan con el tiempo. Hablemos siempre con pureza en su presencia, hagamos que con nadie se halle más a gusto que con nosotros y estemos seguros de que insensiblemente nuestro lenguaje será el dechado del suyo, sin que nunca se lo corrijamos.
Pero es un abuso mucho más importante y no menos fácil de precaver, el darse sobrada prisa a hacerlos que hablen, como si fuera de temer que no supiesen hablar por sí solos. Precipitación tan imprudente causa un efecto completamente opuesto al que se quiere. Los niños hablan más tarde y con más confusión. El mucho cuidado que se pone en todo cuanto dicen, los dispensa de articular bien; y como apenas se dignan abrir la boca, muchos conservan toda su vida un vicio de pronunciación y un confuso hablar que los hace casi ininteligibles.
He vivido mucho tiempo con aldeanos y nunca he oído tartajear a ninguno, ni a hombres, ni a mujeres, ni a niños. ¿De qué proviene esto? ¿Están acaso sus órganos construidos de otro modo que los nuestros? No, pero están más bien ejercitados. Enfrente de mi ventana hay un terrado donde se reúnen a jugar los muchachos del pueblo. Aunque bastante distantes de mí, entiendo muy bien todo cuando dicen y apunto a veces excelentes memorias que me sirven para esta obra. Con frecuencia se engaña mi oído acerca de su edad; oigo voces de muchachos de diez años; miro y veo, la estatura y el semblante de niños de tres o cuatro. No he sido yo solo quien he hecho esta experiencia; los de la ciudad que vienen a verme, y que consulto, incurren todos en el mismo error.
Lo que a él da motivo es que hasta que tienen cinco o seis años los niños de las grandes poblaciones, criados en casa y en el regazo del ama, no necesitan más que gruñir entre dientes para que los entiendan. En cuanto mueven los labios, los escuchan con sumo estudio, les dictan palabras qué repiten muy mal, y a fuerza, de atención, estando siempre a su lado las mismas personas, adivinan más bien lo que han querido decir, que lo que han dicho.
En el campo es muy distinto. Una aldeana no está siempre al lado de su hijo, y éste se ve forzado a decir con mucha claridad y en voz muy alta lo que necesita que le entiendan. En los campos, esparcidos los niños, desviados del padre, de la madre y de las demás criaturas, se ejercitan en hacer de modo que los oigan a mucha distancia, y a medir la fuerza de la voz por el intervalo que los separa de aquellos de quienes quieren ser oídos. De este modo aprende verdaderamente a pronunciar; no tartamudeando algunas vocales al oído de un ama atenta. Así cuando preguntan algo al hijo de un aldeano, puede que la vergüenza le impida responder; pero lo que diga lo dirá con claridad, mientras que es necesario que él ama sirva de intérprete al niño de la ciudad, sin lo cual no se entiende una palabra de lo que gruñe entre dientes.
A medida que los niños crecen deberían corregirse de este defecto en los colegios y las niñas en los conventos, y efectivamente, unos y otros, hablan en general con más claridad que los que se han criado en casa de sus padres. Más lo que les impide que adquieran nunca una pronunciación tan clara como la de los aldeanos, es la necesidad de aprender de memoria muchas cosas y recitar en alta voz lo que han aprendido; porque cuando estudian, se habitúan a pronunciar mal y con negligencia. Peor es todavía cuando recitan; buscan con esfuerzo las palabras, prolongan y arrastran las sílabas; ni es posible que cuando vacila la memoria deje de tropezar también la lengua. Así se contraen, se conservan los vicios de pronunciación. Después veremos que Emilio no los contraerá, o, a lo menos, no se los deberá a las mismas causas.
Convengo en que la gente del pueblo y los lugareños incurren en el extremo de que casi siempre hablan más alto de lo que es conveniente, que pronuncian con sobrada aspereza, tienen articulaciones toscas y violentas, y hacen una mala elección de términos, etcétera.
Pero, en primer lugar, me parece este extremo mucho menos vicioso que el otro, porque como la primera ley del que habla es hacer de modo que le entiendan, no ser entendido es el mayor yerro que pueda cometer. Jactarse de no tener acento, es jactarse de quitar a las frases la gracia y energía. El acento es el alma del razonamiento, el que le da respiración y vida. Menos miente el acento que las palabras; y acaso por eso le temen tanto las personas bien educadas. Del estilo de decirlo todo en un mismo tono ha nacido el de burlarse de otro, sin que lo conozca el burlado. Al acento proscrito se han sustituido maneras de pronunciar ridículas, afectadas, sujetas a la moda, como especialmente se notan en los jóvenes de la corte. Esta afectación en el habla y en las maneras es causa de que en general sea tan repugnante y desagradable para las otras naciones la primera vista de un francés. En vez de acento en el hablar, usa, tonillo; y no es modo de que nadie se incline a su favor.
Todos estos ligeros defectos de lengua que tanto se teme que contraigan los niños, nada significan; se precaven o corrigen con la mayor facilidad; pero los que se les dejan contraer haciendo su hablar confuso, quedo o tímido, criticándole sin cesar el tono y limando todos sus vocablos, nunca se enmiendan. El hombre que aprendiere a hablar sin salir de los tocadores de las señoras, mal se hará entender al frente de un batallón, y poco respeto impondrá al pueblo en un motín. Enseñad, primero, a los niños a que hablen con los hombres; que cuando sea necesario, bien sabrán hablar con las mujeres.
Criados en el campo vuestros hijos con toda la rusticidad campesina, adquirirán voz más sonora, no contraerán el tartamudeo confuso de los niños de la ciudad, ni tampoco se les pegarán las expresiones y el tono del lugar, porque viviendo en su compañía, el maestro desde su nacimiento, y más exclusivamente de día en día, con la corrección de su idioma precaverá o borrará la impresión del de los labradores. Hablará Emilio su lengua con tanta corrección como yo; pero la pronunciará con más claridad y la articulará mucho mejor.
El niño que quiere hablar, sólo debe escuchar las palabras que pueda entender y no decir más que las que pueda articular. Los esfuerzos que hace para ello le excitan a que redoble la misma sílaba, como para ejercitarse en pronunciarla con más claridad. Cuando empieza a balbucear, no nos afanemos mucho en adivinar lo que quiere decir: pretender que siempre le escuchen, es una especie de imperio, y el niño no debe ejercer ninguno: bástenos darle con prontitud lo necesario; a el le toca darse a entender para pedir lo que no sea. Todavía menos debemos exigir de él que hable: ya sabrá hacerlo sin que se lo digan, cuando conozca lo útil que para él es.
Verdad es que se observa en los que empiezan a hablar muy tarde que nunca lo hacen con tanta claridad como los demás; pero no se les ha quedado entorpecido el órgano por haber empezado a hablar tarde, sino que, al contrario, empiezan tarde porque nacieron con el órgano torpe. Y sin eso, ¿por qué habían de hablar más tarde que los demás? ¿Tienen acaso menos ocasiones, o les excitan menos a ello? Muy al contrario; la inquietud que ocasiona esta tardanza, luego que la echan de ver, es causa de que se afanen mucho más por hacerlos medio pronunciar que a los que han articulado antes; y este mal entendido afán puede contribuir mucho a que contraigan un hablar confuso, cuando con menos precipitación hubieran podido perfeccionarle en mayor grado.
Los niños a quienes se apresura para que hablen no tienen tiempo de aprender a pronunciar bien, ni de concebir con exactitud lo que les hacen decir; pero sí se les deja ir a su paso, se ejercitan primero en las sílabas de pronunciación más fácil y juntando con ellas poco a poco algunas significaciones, que por sus ademanes entendemos, antes de recibir nuestras palabras nos dan las suyas, y eso hace que no reciban aquellas sin que antes las entiendan. Como nadie les apura para que se sirvan de ellas, empiezan observando bien la significación que les damos, y cuando están completamente ciertos de ella, entonces las admiten.
El mayor daño de la precipitación en hacer hablar a los niños, no es el que las primeras conversaciones que con ellos tengamos y las palabras primeras que digan no sean para ellos de significación alguna, sino que tengan otra distinta que para nosotros, sin que lo conozcamos; de suerte que cuando al parecer nos responden con mucha exactitud, hablan sin entendernos y sin que les entendamos nosotros. Por lo que algunas veces nos causan sus razones, porque les atribuimos ideas que no tienen. Esta falta de atención nuestra al verdadero significado que para los niños tienen las voces de que se sirven, es, a mi parecer, la causa de sus primeros errores; errores que aun después de curados, influyen en la forma de su inteligencia toda su vida. Más de una ocasión tendré en adelante de aclarar aun esto con ejemplos.
Redúzcase, pues, cuanto fuere posible el vocabulario del niño, Es un inconveniente grandísimo que tenga más voces que ideas y sepa decir más cosas de las que puede pensar. Creo que una de las razones porque los aldeanos tienen más exacto el entendimiento que los vecinos de las ciudades, consiste en la limitación de su diccionario. Tienen pocas ideas, pero las comparan muy bien.
Todos los primeros desarrollos de la infancia se hacen a la vez; casi a un mismo tiempo aprende el niño a hablar, a comer, a andar. Esta es propiamente la época primera de su vida. Antes no es más de lo que era en el vientre de su madre; no tiene idea ni afecto alguno; apenas tiene sensaciones; ni aun siente su propia existencia.
Vivi, et est vit ce nescius ipse suce
Fin del libro primero
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VIII”
EMILIO O LA EDUCACION
J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
Todos los Derechos Reservados
EMILIO
LIBRO PRIMERO
Una vez conocido el principio, vemos con claridad el punto en que se abandona la senda de la naturaleza; sepamos lo que se ha de hacer para no salir de ella.
Lejos de tener los niños fuerzas sobrantes, ni aun tienen la suficientes para todo lo que les pide la naturaleza; por tanto hay que dejarles el uso de todas cuantas les da y de que no pueden abusar. Primera máxima.
Es preciso ayudarles y suplir lo que les falta, ya sea, inteligencia, ya fuerza, en todo cuanto fuere de necesidad física. Segunda máxima.
En la ayuda que se les diere, es necesario limitarse únicamente a la utilidad real, sin conceder nada al capricho o deseo infundado, porque los antojos no los atormentarán cuando no se les hayan dejado adquirir, atendido que no son naturales. Tercera máxima.
Hay que estudiar con atención su lengua y signos pues como en esta edad no saben disimular, distinguiremos en sus deseos lo que se debe inmediatamente a la naturaleza y lo que procede de la opinión.
El espíritu de estas reglas es conceder a los niños más verdadera libertad y menos imperio, permitirles que hagan más por sí propios y exijan menos de los demás. Acostumbrándose así desde muy pequeños a regular sus deseos con sus fuerzas, poco sentirán la privación de lo que no esté en su mano conseguir.
Otra nueva e importantísima razón es dejar los cuerpos y los miembros de los niños enteramente libres, con la única precaución de preservarlos del riesgo de que se caigan y apartar de sus manos todo cuanto puede herirlos.
Indudablemente, una criatura que tiene los brazos y el cuerpo sueltos, llorará menos que otra fajada en sus pañales. Como no conoce otras necesidades que las físicas, sólo llora cuando padece; esto es muy útil, porque se sabe de fijo cuándo necesita socorro, y no debe dilatarse un instante el dársele, sí es posible. Pero si no le podéis aliviar, estaos quietos, sin halagarle para que calle, vuestros cariños no le han de sanar de su dolor; mas él se acordará muy bien de la que ha de hacer para que le acaricien y si sabe ocuparos una vez a su voluntad, ya es vuestro amo y todo se ha perdido.
Menos contrariados en sus movimientos también llorarán menos los niños; menos importunados con sus llantos nos afanaremos menos en hacer que callen; con menos frecuencia amenazados o mimados no serán tan medrosos ni tan tercos y permanecerán más a gusto en su estado natural. No tanto se quiebran los niños porque los dejen llorar, cuanto por el ansia de hacerlos callar; la prueba es que los niños mas abandonados están menos expuestos a quebrarse que los otros. Muy lejos estoy de pretender que se descuiden; al contrario, conviene prever sus necesidades y no dejar que sus gritos nos adviertan de ellas; pero tampoco quiero que los cuidados que se tomen con ellos sean mal combinados. ¿Por qué han de dejar de llorar así que ven que con su llanto logran tantas cosas? Instruidos del aprecio que se hace de su silencio, buen cuidado tienen de no prodigarle. Al fin, tanto valor le dan, que no es posible pagárselo; y entonces, al llorar sin fruto, se esfuerzan, se apuran, y se matan.
Los porfiados llantos de un niño que no está sujeto ni enfermo, y a quien nada le falte, son llantos de hábito y obstinación; no son efecto de la naturaleza, sino de la nodriza, que por no saber tolerar su importunidad la multiplica, sin pensar que haciendo que el niño calle hoy, le excita a que mañana llore más. El único medio de sanar o precaver esta costumbre, es no hacer caso del llanto. Nadie quiere tomarse un trabajo inútil, ni aun las criaturas, que únicamente son tenaces en sus tentativas; pero si tenemos más constancia nosotros que terquedad ellas, se cansan y no vuelven a empezar. Así se les ahorran lágrimas y se acostumbran a no verterlas, cuando el dolor no es la causa de ellas.
Por lo demás, cuando lloran por manía o por obstinación el mejor medio de acallarlas es distraerlas con algún objeto vistoso y agradable que haga se olviden de que querían llorar. En esto son aventajadas la mayor parte de las nodrizas, y usado a tiempo es utilísimo; pero importa sobremanera que ni penetre el niño la intención de distraerle, y que se divierta sin creer que piensan en él; sobre este segundo punto están muy torpes las nodrizas.
Suele destetarse a los niños antes de tiempo. La época en que deben ser destetados la indica la salida de los dientes, y ésta por lo común es lenta y dolorosa. Por un instinto maquinal mete entonces el niño en la boca cuanto agarra para mascarlo. Dícese que esta operación se facilita, dándole por juguete al niño un cuerpo duro, como marfil o un diente de lobo. Lo creo una equivocación. Los cuerpos duros aplicados a las encías, lejos de ablandarlas las tornan callosas, las endurecen y preparan una ruptura más dolorosa y difícil. Tomemos siempre ejemplo del instinto. Vemos que los perritos no ejercitan sus dientes nacientes en pedernales, en hierro o en huesos, sino en madera, en cuero, en trapos, en materias blandas que ceden, y donde hace impresión el diente.
Ya no se sabe tener sencillez en nada, ni aun con los niños. Cascabeles de oro y plata, corales, cristales de facetas, juguetes de todo valor y todas clases: ¡cuánto atavío inútil y pernicioso! Nada de eso. Fuera los cascabeles, fuera los juguetes; ramas de árbol con sus hojas y su fruta; una cabeza de adormidera en donde se oigan sonar los granos; un palo de regaliz que pueda el niño chupar y mascar, le divertirán tanto como todas las cosas magníficas, y no tendrán el inconveniente de acostumbrarle al lujo desde que nace.
Sabido es que la papilla no constituye un alimento muy sano. La leche cocida y la harina cruda engendran mucha saburra y conviene mal a nuestro estómago. La harina está menos cocida en la papilla que en el pan, y además no ha fermentado. Si absolutamente se quiere dar al niño este alimento, conviene tostar antes un poco la harina. En mi tierra hacen así una sopa muy sana y agradable, pero la nata de arroz y la panerela me parecen mejores. También el caldo de carne y la sopa son alimentos que valen poco, y han de usarse lo menos posible. Conviene que los niños se acostumbren cuanto antes a mascar, que es el verdadero modo de facilitar la dentición y cuando empiezan a tragar, los jugos salivales, mezclados con los alimentos, favorecen la digestión.
Yo les haría que mascasen primero frutas secas, con cáscaras, y les daría, en vez de juguetes, mendrugos delgados y largos de pan duro, o de bizcochos semejantes al pan de Mallorca. A puro ablandarle en la boca se tragarían un poco; insensiblemente les nacerían los dientes, y se encontrarían destetados sin pensar en ello. Comúnmente los hijos de los labradores tienen muy robusto el estómago y no los destetan de otra manera.
Los niños oyen hablar desde que nacen, y no sólo les hablan entes de que entiendan lo que les dicen, sino antes de que puedan repetir las palabras que oyen. Inculto todavía su órgano se adapta con lentitud a la imitación de los sonidos que les dictan y tampoco está probado que estos sonidos hagan en su oído tan distinta impresión como en el nuestro. No me parece mal que divierta la nodriza al niño con coplas y cuentos alegres y muy variados, pero repruebo que sin cesar le atolondre con una multitud de palabras inútiles, de las cuales sólo entiende el tono que las acompaña. Querría que las articulaciones primeras que llegaran a su oído fueran pocas, fáciles, y distintas, que se le repitiesen con frecuencia, y que las palabras que expresan significasen objetos sensibles que fuera posible mostrar en el acto al niño. La malhadada facilidad que adquirimos de contentarnos con palabras que no entendemos, empieza antes de lo que se cree; y el estudiante en el aula escucha la charla de su nodriza. Me parece que sería utilísima instrucción educarle de manera que no comprendiese palabra de ella.
Agólpanse las reflexiones en tropel, si uno quiere tratar de la formación de los idiomas, y de los primeros razonamientos de los niños. Sea como fuere, siempre aprenderán a hablar del mismo modo, y en esto todas las especulaciones filosóficas son absolutamente inútiles.
Primeramente, tienen una especie de gramática peculiar a su edad, cuya sintaxis se ajusta a reglas más generales que la nuestra; y si la examináramos atentamente, nos asombraría la exactitud con que siguen ciertas analogías, defectuosísimas si se quiere, pero muy regulares, y que si no están admitidas es por su cacofonía o porque las rechaza el uso. Cierto día oí a un padre reñir ásperamente a un hijo suyo, porque decía; no caberemos en la sala. Es claro que el chico seguía mejor la analogía que nuestras gramáticas, porque si se dice cabemos, ¿por qué no se ha de decir caberemos? Es pedantería inaguantable y trabajo superfluo ocuparse de enmendar á los niños todas estas faltas contra el uso de que ellos mismos se enmiendan con el tiempo. Hablemos siempre con pureza en su presencia, hagamos que con nadie se halle más a gusto que con nosotros y estemos seguros de que insensiblemente nuestro lenguaje será el dechado del suyo, sin que nunca se lo corrijamos.
Pero es un abuso mucho más importante y no menos fácil de precaver, el darse sobrada prisa a hacerlos que hablen, como si fuera de temer que no supiesen hablar por sí solos. Precipitación tan imprudente causa un efecto completamente opuesto al que se quiere. Los niños hablan más tarde y con más confusión. El mucho cuidado que se pone en todo cuanto dicen, los dispensa de articular bien; y como apenas se dignan abrir la boca, muchos conservan toda su vida un vicio de pronunciación y un confuso hablar que los hace casi ininteligibles.
He vivido mucho tiempo con aldeanos y nunca he oído tartajear a ninguno, ni a hombres, ni a mujeres, ni a niños. ¿De qué proviene esto? ¿Están acaso sus órganos construidos de otro modo que los nuestros? No, pero están más bien ejercitados. Enfrente de mi ventana hay un terrado donde se reúnen a jugar los muchachos del pueblo. Aunque bastante distantes de mí, entiendo muy bien todo cuando dicen y apunto a veces excelentes memorias que me sirven para esta obra. Con frecuencia se engaña mi oído acerca de su edad; oigo voces de muchachos de diez años; miro y veo, la estatura y el semblante de niños de tres o cuatro. No he sido yo solo quien he hecho esta experiencia; los de la ciudad que vienen a verme, y que consulto, incurren todos en el mismo error.
Lo que a él da motivo es que hasta que tienen cinco o seis años los niños de las grandes poblaciones, criados en casa y en el regazo del ama, no necesitan más que gruñir entre dientes para que los entiendan. En cuanto mueven los labios, los escuchan con sumo estudio, les dictan palabras qué repiten muy mal, y a fuerza, de atención, estando siempre a su lado las mismas personas, adivinan más bien lo que han querido decir, que lo que han dicho.
En el campo es muy distinto. Una aldeana no está siempre al lado de su hijo, y éste se ve forzado a decir con mucha claridad y en voz muy alta lo que necesita que le entiendan. En los campos, esparcidos los niños, desviados del padre, de la madre y de las demás criaturas, se ejercitan en hacer de modo que los oigan a mucha distancia, y a medir la fuerza de la voz por el intervalo que los separa de aquellos de quienes quieren ser oídos. De este modo aprende verdaderamente a pronunciar; no tartamudeando algunas vocales al oído de un ama atenta. Así cuando preguntan algo al hijo de un aldeano, puede que la vergüenza le impida responder; pero lo que diga lo dirá con claridad, mientras que es necesario que él ama sirva de intérprete al niño de la ciudad, sin lo cual no se entiende una palabra de lo que gruñe entre dientes.
A medida que los niños crecen deberían corregirse de este defecto en los colegios y las niñas en los conventos, y efectivamente, unos y otros, hablan en general con más claridad que los que se han criado en casa de sus padres. Más lo que les impide que adquieran nunca una pronunciación tan clara como la de los aldeanos, es la necesidad de aprender de memoria muchas cosas y recitar en alta voz lo que han aprendido; porque cuando estudian, se habitúan a pronunciar mal y con negligencia. Peor es todavía cuando recitan; buscan con esfuerzo las palabras, prolongan y arrastran las sílabas; ni es posible que cuando vacila la memoria deje de tropezar también la lengua. Así se contraen, se conservan los vicios de pronunciación. Después veremos que Emilio no los contraerá, o, a lo menos, no se los deberá a las mismas causas.
Convengo en que la gente del pueblo y los lugareños incurren en el extremo de que casi siempre hablan más alto de lo que es conveniente, que pronuncian con sobrada aspereza, tienen articulaciones toscas y violentas, y hacen una mala elección de términos, etcétera.
Pero, en primer lugar, me parece este extremo mucho menos vicioso que el otro, porque como la primera ley del que habla es hacer de modo que le entiendan, no ser entendido es el mayor yerro que pueda cometer. Jactarse de no tener acento, es jactarse de quitar a las frases la gracia y energía. El acento es el alma del razonamiento, el que le da respiración y vida. Menos miente el acento que las palabras; y acaso por eso le temen tanto las personas bien educadas. Del estilo de decirlo todo en un mismo tono ha nacido el de burlarse de otro, sin que lo conozca el burlado. Al acento proscrito se han sustituido maneras de pronunciar ridículas, afectadas, sujetas a la moda, como especialmente se notan en los jóvenes de la corte. Esta afectación en el habla y en las maneras es causa de que en general sea tan repugnante y desagradable para las otras naciones la primera vista de un francés. En vez de acento en el hablar, usa, tonillo; y no es modo de que nadie se incline a su favor.
Todos estos ligeros defectos de lengua que tanto se teme que contraigan los niños, nada significan; se precaven o corrigen con la mayor facilidad; pero los que se les dejan contraer haciendo su hablar confuso, quedo o tímido, criticándole sin cesar el tono y limando todos sus vocablos, nunca se enmiendan. El hombre que aprendiere a hablar sin salir de los tocadores de las señoras, mal se hará entender al frente de un batallón, y poco respeto impondrá al pueblo en un motín. Enseñad, primero, a los niños a que hablen con los hombres; que cuando sea necesario, bien sabrán hablar con las mujeres.
Criados en el campo vuestros hijos con toda la rusticidad campesina, adquirirán voz más sonora, no contraerán el tartamudeo confuso de los niños de la ciudad, ni tampoco se les pegarán las expresiones y el tono del lugar, porque viviendo en su compañía, el maestro desde su nacimiento, y más exclusivamente de día en día, con la corrección de su idioma precaverá o borrará la impresión del de los labradores. Hablará Emilio su lengua con tanta corrección como yo; pero la pronunciará con más claridad y la articulará mucho mejor.
El niño que quiere hablar, sólo debe escuchar las palabras que pueda entender y no decir más que las que pueda articular. Los esfuerzos que hace para ello le excitan a que redoble la misma sílaba, como para ejercitarse en pronunciarla con más claridad. Cuando empieza a balbucear, no nos afanemos mucho en adivinar lo que quiere decir: pretender que siempre le escuchen, es una especie de imperio, y el niño no debe ejercer ninguno: bástenos darle con prontitud lo necesario; a el le toca darse a entender para pedir lo que no sea. Todavía menos debemos exigir de él que hable: ya sabrá hacerlo sin que se lo digan, cuando conozca lo útil que para él es.
Verdad es que se observa en los que empiezan a hablar muy tarde que nunca lo hacen con tanta claridad como los demás; pero no se les ha quedado entorpecido el órgano por haber empezado a hablar tarde, sino que, al contrario, empiezan tarde porque nacieron con el órgano torpe. Y sin eso, ¿por qué habían de hablar más tarde que los demás? ¿Tienen acaso menos ocasiones, o les excitan menos a ello? Muy al contrario; la inquietud que ocasiona esta tardanza, luego que la echan de ver, es causa de que se afanen mucho más por hacerlos medio pronunciar que a los que han articulado antes; y este mal entendido afán puede contribuir mucho a que contraigan un hablar confuso, cuando con menos precipitación hubieran podido perfeccionarle en mayor grado.
Los niños a quienes se apresura para que hablen no tienen tiempo de aprender a pronunciar bien, ni de concebir con exactitud lo que les hacen decir; pero sí se les deja ir a su paso, se ejercitan primero en las sílabas de pronunciación más fácil y juntando con ellas poco a poco algunas significaciones, que por sus ademanes entendemos, antes de recibir nuestras palabras nos dan las suyas, y eso hace que no reciban aquellas sin que antes las entiendan. Como nadie les apura para que se sirvan de ellas, empiezan observando bien la significación que les damos, y cuando están completamente ciertos de ella, entonces las admiten.
El mayor daño de la precipitación en hacer hablar a los niños, no es el que las primeras conversaciones que con ellos tengamos y las palabras primeras que digan no sean para ellos de significación alguna, sino que tengan otra distinta que para nosotros, sin que lo conozcamos; de suerte que cuando al parecer nos responden con mucha exactitud, hablan sin entendernos y sin que les entendamos nosotros. Por lo que algunas veces nos causan sus razones, porque les atribuimos ideas que no tienen. Esta falta de atención nuestra al verdadero significado que para los niños tienen las voces de que se sirven, es, a mi parecer, la causa de sus primeros errores; errores que aun después de curados, influyen en la forma de su inteligencia toda su vida. Más de una ocasión tendré en adelante de aclarar aun esto con ejemplos.
Redúzcase, pues, cuanto fuere posible el vocabulario del niño, Es un inconveniente grandísimo que tenga más voces que ideas y sepa decir más cosas de las que puede pensar. Creo que una de las razones porque los aldeanos tienen más exacto el entendimiento que los vecinos de las ciudades, consiste en la limitación de su diccionario. Tienen pocas ideas, pero las comparan muy bien.
Todos los primeros desarrollos de la infancia se hacen a la vez; casi a un mismo tiempo aprende el niño a hablar, a comer, a andar. Esta es propiamente la época primera de su vida. Antes no es más de lo que era en el vientre de su madre; no tiene idea ni afecto alguno; apenas tiene sensaciones; ni aun siente su propia existencia.
Vivi, et est vit ce nescius ipse suce
Fin del libro primero
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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