domingo, 6 de diciembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “VIII”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VIII”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
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EMILIO
LIBRO PRIMERO



Una vez conocido el principio, vemos con claridad el punto en que se abandona la senda de la naturaleza; sepamos lo que se ha de hacer para no salir de ella.

Lejos de tener los niños fuerzas sobrantes, ni aun tienen la suficientes para todo lo que les pide la naturaleza; por tanto hay que dejarles el uso de todas cuantas les da y de que no pueden abusar. Primera máxima.

Es preciso ayudarles y suplir lo que les falta, ya sea, inteligencia, ya fuerza, en todo cuanto fuere de necesidad física. Segunda máxima.

En la ayuda que se les diere, es necesario limitarse únicamente a la utilidad real, sin conceder nada al capricho o deseo infundado, porque los antojos no los atormentarán cuando no se les hayan dejado adquirir, atendido que no son naturales. Tercera máxima.

Hay que estudiar con atención su lengua y signos pues como en esta edad no saben disimular, distinguiremos en sus deseos lo que se debe inmediatamente a la naturaleza y lo que procede de la opinión.

El espíritu de estas reglas es conceder a los niños más verdadera libertad y menos imperio, permitirles que hagan más por sí propios y exijan menos de los demás. Acostumbrándose así desde muy pequeños a regular sus deseos con sus fuerzas, poco sentirán la privación de lo que no esté en su mano conseguir.

Otra nueva e importantísima razón es dejar los cuerpos y los miembros de los niños enteramente libres, con la única precaución de preservarlos del riesgo de que se caigan y apartar de sus manos todo cuanto puede herirlos.

Indudablemente, una criatura que tiene los brazos y el cuerpo sueltos, llorará menos que otra fajada en sus pañales. Como no conoce otras necesidades que las físicas, sólo llora cuando padece; esto es muy útil, porque se sabe de fijo cuándo necesita socorro, y no debe dilatarse un instante el dársele, sí es posible. Pero si no le podéis aliviar, estaos quietos, sin halagarle para que calle, vuestros cariños no le han de sanar de su dolor; mas él se acordará muy bien de la que ha de hacer para que le acaricien y si sabe ocuparos una vez a su voluntad, ya es vuestro amo y todo se ha perdido.

Menos contrariados en sus movimientos también llorarán menos los niños; menos importunados con sus llantos nos afanaremos menos en hacer que callen; con menos frecuencia amenazados o mimados no serán tan medrosos ni tan tercos y permanecerán más a gusto en su estado natural. No tanto se quiebran los niños porque los dejen llorar, cuanto por el ansia de hacerlos callar; la prueba es que los niños mas abandonados están menos expuestos a quebrarse que los otros. Muy lejos estoy de pretender que se descuiden; al contrario, conviene prever sus necesidades y no dejar que sus gritos nos adviertan de ellas; pero tampoco quiero que los cuidados que se tomen con ellos sean mal combinados. ¿Por qué han de dejar de llorar así que ven que con su llanto logran tantas cosas? Instruidos del aprecio que se hace de su silencio, buen cuidado tienen de no prodigarle. Al fin, tanto valor le dan, que no es posible pagárselo; y entonces, al llorar sin fruto, se esfuerzan, se apuran, y se matan.

Los porfiados llantos de un niño que no está sujeto ni enfermo, y a quien nada le falte, son llantos de hábito y obstinación; no son efecto de la naturaleza, sino de la nodriza, que por no saber tolerar su importunidad la multiplica, sin pensar que haciendo que el niño calle hoy, le excita a que mañana llore más. El único medio de sanar o precaver esta costumbre, es no hacer caso del llanto. Nadie quiere tomarse un trabajo inútil, ni aun las criaturas, que únicamente son tenaces en sus tentativas; pero si tenemos más constancia nosotros que terquedad ellas, se cansan y no vuelven a empezar. Así se les ahorran lágrimas y se acostumbran a no verterlas, cuando el dolor no es la causa de ellas.

Por lo demás, cuando lloran por manía o por obstinación el mejor medio de acallarlas es distraerlas con algún objeto vistoso y agradable que haga se olviden de que querían llorar. En esto son aventajadas la mayor parte de las nodrizas, y usado a tiempo es utilísimo; pero importa sobremanera que ni penetre el niño la intención de distraerle, y que se divierta sin creer que piensan en él; sobre este segundo punto están muy torpes las nodrizas.

Suele destetarse a los niños antes de tiempo. La época en que deben ser destetados la indica la salida de los dientes, y ésta por lo común es lenta y dolorosa. Por un instinto maquinal mete entonces el niño en la boca cuanto agarra para mascarlo. Dícese que esta operación se facilita, dándole por juguete al niño un cuerpo duro, como marfil o un diente de lobo. Lo creo una equivocación. Los cuerpos duros aplicados a las encías, lejos de ablandarlas las tornan callosas, las endurecen y preparan una ruptura más dolorosa y difícil. Tomemos siempre ejemplo del instinto. Vemos que los perritos no ejercitan sus dientes nacientes en pedernales, en hierro o en huesos, sino en madera, en cuero, en trapos, en materias blandas que ceden, y donde hace impresión el diente.

Ya no se sabe tener sencillez en nada, ni aun con los niños. Cascabeles de oro y plata, corales, cristales de facetas, juguetes de todo valor y todas clases: ¡cuánto atavío inútil y pernicioso! Nada de eso. Fuera los cascabeles, fuera los juguetes; ramas de árbol con sus hojas y su fruta; una cabeza de adormidera en donde se oigan sonar los granos; un palo de regaliz que pueda el niño chupar y mascar, le divertirán tanto como todas las cosas magníficas, y no tendrán el inconveniente de acostumbrarle al lujo desde que nace.

Sabido es que la papilla no constituye un alimento muy sano. La leche cocida y la harina cruda engendran mucha saburra y conviene mal a nuestro estómago. La harina está menos cocida en la papilla que en el pan, y además no ha fermentado. Si absolutamente se quiere dar al niño este alimento, conviene tostar antes un poco la harina. En mi tierra hacen así una sopa muy sana y agradable, pero la nata de arroz y la panerela me parecen mejores. También el caldo de carne y la sopa son alimentos que valen poco, y han de usarse lo menos posible. Conviene que los niños se acostumbren cuanto antes a mascar, que es el verdadero modo de facilitar la dentición y cuando empiezan a tragar, los jugos salivales, mezclados con los alimentos, favorecen la digestión.

Yo les haría que mascasen primero frutas secas, con cáscaras, y les daría, en vez de juguetes, mendrugos delgados y largos de pan duro, o de bizcochos semejantes al pan de Mallorca. A puro ablandarle en la boca se tragarían un poco; insensiblemente les nacerían los dientes, y se encontrarían destetados sin pensar en ello. Comúnmente los hijos de los labradores tienen muy robusto el estómago y no los destetan de otra manera.

Los niños oyen hablar desde que nacen, y no sólo les hablan entes de que entiendan lo que les dicen, sino antes de que puedan repetir las palabras que oyen. Inculto todavía su órgano se adapta con lentitud a la imitación de los sonidos que les dictan y tampoco está probado que estos sonidos hagan en su oído tan distinta impresión como en el nuestro. No me parece mal que divierta la nodriza al niño con coplas y cuentos alegres y muy variados, pero repruebo que sin cesar le atolondre con una multitud de palabras inútiles, de las cuales sólo entiende el tono que las acompaña. Querría que las articulaciones primeras que llegaran a su oído fueran pocas, fáciles, y distintas, que se le repitiesen con frecuencia, y que las palabras que expresan significasen objetos sensibles que fuera posible mostrar en el acto al niño. La malhadada facilidad que adquirimos de contentarnos con palabras que no entendemos, empieza antes de lo que se cree; y el estudiante en el aula escucha la charla de su nodriza. Me parece que sería utilísima instrucción educarle de manera que no comprendiese palabra de ella.

Agólpanse las reflexiones en tropel, si uno quiere tratar de la formación de los idiomas, y de los primeros razonamientos de los niños. Sea como fuere, siempre aprenderán a hablar del mismo modo, y en esto todas las especulaciones filosóficas son absolutamente inútiles.

Primeramente, tienen una especie de gramática peculiar a su edad, cuya sintaxis se ajusta a reglas más generales que la nuestra; y si la examináramos atentamente, nos asombraría la exactitud con que siguen ciertas analogías, defectuosísimas si se quiere, pero muy regulares, y que si no están admitidas es por su cacofonía o porque las rechaza el uso. Cierto día oí a un padre reñir ásperamente a un hijo suyo, porque decía; no caberemos en la sala. Es claro que el chico seguía mejor la analogía que nuestras gramáticas, porque si se dice cabemos, ¿por qué no se ha de decir caberemos? Es pedantería inaguantable y trabajo superfluo ocuparse de enmendar á los niños todas estas faltas contra el uso de que ellos mismos se enmiendan con el tiempo. Hablemos siempre con pureza en su presencia, hagamos que con nadie se halle más a gusto que con nosotros y estemos seguros de que insensiblemente nuestro lenguaje será el dechado del suyo, sin que nunca se lo corrijamos.

Pero es un abuso mucho más importante y no menos fácil de precaver, el darse sobrada prisa a hacerlos que hablen, como si fuera de temer que no supiesen hablar por sí solos. Precipitación tan imprudente causa un efecto completamente opuesto al que se quiere. Los niños hablan más tarde y con más confusión. El mucho cuidado que se pone en todo cuanto dicen, los dispensa de articular bien; y como apenas se dignan abrir la boca, muchos conservan toda su vida un vicio de pronunciación y un confuso hablar que los hace casi ininteligibles.

He vivido mucho tiempo con aldeanos y nunca he oído tartajear a ninguno, ni a hombres, ni a mujeres, ni a niños. ¿De qué proviene esto? ¿Están acaso sus órganos construidos de otro modo que los nuestros? No, pero están más bien ejercitados. Enfrente de mi ventana hay un terrado donde se reúnen a jugar los muchachos del pueblo. Aunque bastante distantes de mí, entiendo muy bien todo cuando dicen y apunto a veces excelentes memorias que me sirven para esta obra. Con frecuencia se engaña mi oído acerca de su edad; oigo voces de muchachos de diez años; miro y veo, la estatura y el semblante de niños de tres o cuatro. No he sido yo solo quien he hecho esta experiencia; los de la ciudad que vienen a verme, y que consulto, incurren todos en el mismo error.

Lo que a él da motivo es que hasta que tienen cinco o seis años los niños de las grandes poblaciones, criados en casa y en el regazo del ama, no necesitan más que gruñir entre dientes para que los entiendan. En cuanto mueven los labios, los escuchan con sumo estudio, les dictan palabras qué repiten muy mal, y a fuerza, de atención, estando siempre a su lado las mismas personas, adivinan más bien lo que han querido decir, que lo que han dicho.

En el campo es muy distinto. Una aldeana no está siempre al lado de su hijo, y éste se ve forzado a decir con mucha claridad y en voz muy alta lo que necesita que le entiendan. En los campos, esparcidos los niños, desviados del padre, de la madre y de las demás criaturas, se ejercitan en hacer de modo que los oigan a mucha distancia, y a medir la fuerza de la voz por el intervalo que los separa de aquellos de quienes quieren ser oídos. De este modo aprende verdaderamente a pronunciar; no tartamudeando algunas vocales al oído de un ama atenta. Así cuando preguntan algo al hijo de un aldeano, puede que la vergüenza le impida responder; pero lo que diga lo dirá con claridad, mientras que es necesario que él ama sirva de intérprete al niño de la ciudad, sin lo cual no se entiende una palabra de lo que gruñe entre dientes.

A medida que los niños crecen deberían corregirse de este defecto en los colegios y las niñas en los conventos, y efectivamente, unos y otros, hablan en general con más claridad que los que se han criado en casa de sus padres. Más lo que les impide que adquieran nunca una pronunciación tan clara como la de los aldeanos, es la necesidad de aprender de memoria muchas cosas y recitar en alta voz lo que han aprendido; porque cuando estudian, se habitúan a pronunciar mal y con negligencia. Peor es todavía cuando recitan; buscan con esfuerzo las palabras, prolongan y arrastran las sílabas; ni es posible que cuando vacila la memoria deje de tropezar también la lengua. Así se contraen, se conservan los vicios de pronunciación. Después veremos que Emilio no los contraerá, o, a lo menos, no se los deberá a las mismas causas.

Convengo en que la gente del pueblo y los lugareños incurren en el extremo de que casi siempre hablan más alto de lo que es conveniente, que pronuncian con sobrada aspereza, tienen articulaciones toscas y violentas, y hacen una mala elección de términos, etcétera.

Pero, en primer lugar, me parece este extremo mucho menos vicioso que el otro, porque como la primera ley del que habla es hacer de modo que le entiendan, no ser entendido es el mayor yerro que pueda cometer. Jactarse de no tener acento, es jactarse de quitar a las frases la gracia y energía. El acento es el alma del razonamiento, el que le da respiración y vida. Menos miente el acento que las palabras; y acaso por eso le temen tanto las personas bien educadas. Del estilo de decirlo todo en un mismo tono ha nacido el de burlarse de otro, sin que lo conozca el burlado. Al acento proscrito se han sustituido maneras de pronunciar ridículas, afectadas, sujetas a la moda, como especialmente se notan en los jóvenes de la corte. Esta afectación en el habla y en las maneras es causa de que en general sea tan repugnante y desagradable para las otras naciones la primera vista de un francés. En vez de acento en el hablar, usa, tonillo; y no es modo de que nadie se incline a su favor.

Todos estos ligeros defectos de lengua que tanto se teme que contraigan los niños, nada significan; se precaven o corrigen con la mayor facilidad; pero los que se les dejan contraer haciendo su hablar confuso, quedo o tímido, criticándole sin cesar el tono y limando todos sus vocablos, nunca se enmiendan. El hombre que aprendiere a hablar sin salir de los tocadores de las señoras, mal se hará entender al frente de un batallón, y poco respeto impondrá al pueblo en un motín. Enseñad, primero, a los niños a que hablen con los hombres; que cuando sea necesario, bien sabrán hablar con las mujeres.

Criados en el campo vuestros hijos con toda la rusticidad campesina, adquirirán voz más sonora, no contraerán el tartamudeo confuso de los niños de la ciudad, ni tampoco se les pegarán las expresiones y el tono del lugar, porque viviendo en su compañía, el maestro desde su nacimiento, y más exclusivamente de día en día, con la corrección de su idioma precaverá o borrará la impresión del de los labradores. Hablará Emilio su lengua con tanta corrección como yo; pero la pronunciará con más claridad y la articulará mucho mejor.

El niño que quiere hablar, sólo debe escuchar las palabras que pueda entender y no decir más que las que pueda articular. Los esfuerzos que hace para ello le excitan a que redoble la misma sílaba, como para ejercitarse en pronunciarla con más claridad. Cuando empieza a balbucear, no nos afanemos mucho en adivinar lo que quiere decir: pretender que siempre le escuchen, es una especie de imperio, y el niño no debe ejercer ninguno: bástenos darle con prontitud lo necesario; a el le toca darse a entender para pedir lo que no sea. Todavía menos debemos exigir de él que hable: ya sabrá hacerlo sin que se lo digan, cuando conozca lo útil que para él es.

Verdad es que se observa en los que empiezan a hablar muy tarde que nunca lo hacen con tanta claridad como los demás; pero no se les ha quedado entorpecido el órgano por haber empezado a hablar tarde, sino que, al contrario, empiezan tarde porque nacieron con el órgano torpe. Y sin eso, ¿por qué habían de hablar más tarde que los demás? ¿Tienen acaso menos ocasiones, o les excitan menos a ello? Muy al contrario; la inquietud que ocasiona esta tardanza, luego que la echan de ver, es causa de que se afanen mucho más por hacerlos medio pronunciar que a los que han articulado antes; y este mal entendido afán puede contribuir mucho a que contraigan un hablar confuso, cuando con menos precipitación hubieran podido perfeccionarle en mayor grado.

Los niños a quienes se apresura para que hablen no tienen tiempo de aprender a pronunciar bien, ni de concebir con exactitud lo que les hacen decir; pero sí se les deja ir a su paso, se ejercitan primero en las sílabas de pronunciación más fácil y juntando con ellas poco a poco algunas significaciones, que por sus ademanes entendemos, antes de recibir nuestras palabras nos dan las suyas, y eso hace que no reciban aquellas sin que antes las entiendan. Como nadie les apura para que se sirvan de ellas, empiezan observando bien la significación que les damos, y cuando están completamente ciertos de ella, entonces las admiten.
El mayor daño de la precipitación en hacer hablar a los niños, no es el que las primeras conversaciones que con ellos tengamos y las palabras primeras que digan no sean para ellos de significación alguna, sino que tengan otra distinta que para nosotros, sin que lo conozcamos; de suerte que cuando al parecer nos responden con mucha exactitud, hablan sin entendernos y sin que les entendamos nosotros. Por lo que algunas veces nos causan sus razones, porque les atribuimos ideas que no tienen. Esta falta de atención nuestra al verdadero significado que para los niños tienen las voces de que se sirven, es, a mi parecer, la causa de sus primeros errores; errores que aun después de curados, influyen en la forma de su inteligencia toda su vida. Más de una ocasión tendré en adelante de aclarar aun esto con ejemplos.

Redúzcase, pues, cuanto fuere posible el vocabulario del niño, Es un inconveniente grandísimo que tenga más voces que ideas y sepa decir más cosas de las que puede pensar. Creo que una de las razones porque los aldeanos tienen más exacto el entendimiento que los vecinos de las ciudades, consiste en la limitación de su diccionario. Tienen pocas ideas, pero las comparan muy bien.

Todos los primeros desarrollos de la infancia se hacen a la vez; casi a un mismo tiempo aprende el niño a hablar, a comer, a andar. Esta es propiamente la época primera de su vida. Antes no es más de lo que era en el vientre de su madre; no tiene idea ni afecto alguno; apenas tiene sensaciones; ni aun siente su propia existencia.

Vivi, et est vit ce nescius ipse suce



Fin del libro primero



Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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