sábado, 28 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “VII”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VII”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
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EMILIO
LIBRO PRIMERO


Tan pronto como empieza a distinguir el niño los objetos, es importante escoger bien los que se le enseñen, Todo lo nuevo interesa naturalmente al hombre. Se siente tan débil que tiene miedo de todo cuanto no conoce; este miedo desaparece por el hábito de ver objetos nuevos sin recibir daño. Los niños criados en casas limpias donde no se consienten telarañas tienen miedo de las arañas, y muchas veces le conservan cuando mayores. Nunca he visto aldeano, sea hombre, mujer o niño, que tenga miedo de las arañas.

¿Qué razón hay para que no empiece la educación antes que hable y oiga el niño, puesto que la elección sola de los objetos que se le presentan es capaz de hacerle cobarde o valiente? Quiero que se habitúe a mirar nuevos seres, animales feos, repugnantes, extraños; pero poco a poco y a alguna distancia hasta que se acostumbre a ellos, y a fuerza de ver que otros los manejan, los maneje al fin el también. Si ha visto sin susto en su infancia sapos, culebras y cangrejos, verá sin horror, cuando sea mayor, cualquier otro animal, porque no hay objetos horrorosos para el que los ve todos los días.

Todos los niños se asustan de las máscaras. Empiezo enseñando a Emilio una careta de forma bonita; después uno se la pone delante de la cara; me echo a reír, todo el mundo se ríe, y, el niño se ríe como los demás. Poco a poco le acostumbro con caretas más feas, y al fin con figuras horribles. Si he seguido bien la graduación, lejos de que le asuste la última, se reirá como de la primera; luego no temo que le metan miedo con máscaras.

En la despedida de Andrómaca y Héctor, cuando, asustado el niño Astinacte con el penacho que tremola en el yelmo de su padre, no le conoce y se arroja dando gritos al cuello de su nodriza, causando a su madre una sonrisa mezclada en llanto, ¿qué debe hacerse para quitarle el miedo? Justamente lo que Héctor hace; poner el yelmo en el suelo y acariciar luego al niño. En un momento más tranquilo no se hubiera contentado con esto; le habría acercado el yelmo, jugado con las plumas, y hécholas tocar al niño; hubiera tomado, en fin, la nodriza el yelmo, y colocándosele riendo en la cabeza, si una mujer se hubiese atrevido a tocar las armas de Héctor.

¿Se trata de acostumbrar a Emilio al ruido de un arma de fuego? Primeramente quemo pólvora en la cazoleta de una pistola, y le divierte esta llamarada instantánea y brillante, esta especie de relámpago; la reitero con más pólvora; poco a poco cargo la pistola con poca pólvora y sin taco, luego con otra mayor carga; al fin le acostumbro a oír los disparos, los cohetes, los cañonazos y las más terribles detonaciones.

He notado que los niños rara vez tienen miedo de los truenos, a menos que sean espantosos y realmente incomoden el órgano del oído; de otra manera no temen hasta que saben que el rayo algunas veces hiere o mata. Cuando empieza a asustarlos la razón, haced que les dé ánimo el hábito. Con una lenta y bien dirigida graduación, el hombre y el niño se hacen intrépidos en todo.

En el principio de la vida, cuando son inactivas la imaginación y la memoria, sólo está atento el niño a lo que hace impresión en sus sentidos; y como estas sensaciones son los primeros materiales de sus conocimientos, presentárselas en orden conveniente es disponer su memoria a que un día se las exhiba en el mismo orden a su entendimiento; pero como solamente atiende a sus sensaciones, basta primero mostrarle con distinción la conexión de estas mismas sensaciones con los objetos que las causan. Quiere el niño tocarlo todo, manejarlo todo; no nos opongamos a esta inquietud, que a ella ha de deber el más indispensable aprendizaje; por ella aprende a sentir el calor, el frío, la dureza, la blandura, el peso, la ligereza de los cuerpos; a juzgar de su tamaño, su figura, y todas sus cualidades sensibles, mirando, palpando, escuchando, especialmente comparando la vista con el tacto, y valuando con los ojos la sensación que en sus dedos se excita.

Sólo por el movimiento sabemos que hay cosas que no son nosotros, y sólo por nuestro propio movimiento adquirimos la idea de la extensión. Porque no tiene el niño esta idea, tiende indistintamente la mano para coger el objeto que tiene cerca como el que está a cien pasos. El esfuerzo que hace nos parece señal de imperio, orden que da al objeto de que se acerque a él o a nosotros de que se le traigamos; y nada de esto es, sino que los mismos objetos que al principio veía en su cerebro, y luego pegados a sus ojos, los ve ahora al cabo de su brazo, y no se figura otra extensión que hasta donde puede alcanzar. Téngase cuidado de pasearle con frecuencia, de llevarle de un sitio a otro, de hacerle conocer la mudanza de lugar, a fin de enseñarle a juzgar de las distancias. Cuando empiece a conocerlas, entonces es necesario mudar de método, y llevarle como se quiera y no como quiera él, porque así que no le engaña el sentido, procede de otra causa su esfuerzo. Este cambio es notable y requiere explicación.

El malestar que producen las necesidades se manifiesta con signos, cuando es necesario socorro ajeno para satisfacerlas. De aquí los gritos de los niños; lloran mucho, y debe ser así. Puesto que son pasivas todas sus sensaciones, cuando son agradables las disfrutan callados; cuando son penosas, lo dicen en su lengua y piden alivio. Mientras que están despiertos, no pueden permanecer en un estado de indiferencia; duermen o sienten dolor o gusto.

Todos nuestros idiomas son obra del arte. Por espacio de mucho tiempo se ha indagado si había alguno natural y común de todos los hombres; sin duda que lo hay, y es el que hablan los niños antes que sepan hablar. No es una lengua articulada, pero si acentuada sonora, inteligible; la práctica de las nuestras nos la ha hecho abandonar de modo que enteramente nos hemos olvidado de ella. Estudiemos a los niños y con ellos pronto la volveremos a aprender. En esta lengua las nodrizas son maestras; todo cuanto dicen sus hijos de leche lo entienden, les responden, tienen con ellos conversaciones muy seguidas; y aunque pronuncian palabras, son voces absolutamente inútiles, porque no es la significación de la palabra la que ellos entienden, sino el acento que la acompaña.

Al lenguaje de la voz se une el de los ademanes, que no es menos enérgico: éstos no están en las débiles manos de los niños, sino en sus semblantes. Asombra la expresión que ya tienen estas mal formadas fisonomías; de un instante a otro varían sus semblantes con increíble rapidez; vemos en ellos la sonrisa, el deseo, el susto, que nacen y desaparecen como relámpagos; cada vez parece distinta cara. Tienen los músculos del rostro más movibles que los nuestros; en cambio sus ojos opacos casi nada expresan. Este debe ser el género de los signos corporales: en muecas consiste la expresión de las sensaciones; la de los afectos reside en las miradas.

Así como la debilidad y la miseria constituyen el primer estado del hombre, sus primeras voces son quejidos y llantos. El niño siente necesidades y no las puede satisfacer; implora con gritos el socorro, ajeno; si tiene mucho frío o mucho calor, llora; si tiene hambre o sed, llora; si necesita moverse y le dejan quieto, llora; si quiere dormir y le quitan el sueño, llora. Cuanto menos está a disposición suya su modo de ser, con más frecuencia pide que le muden. No tiene más que un idioma, porque sólo conoce una especie única de incomodidad; la imperfección de sus órganos no le permite distinguir la diversidad de impresiones; y todos sus males forman con respecto a él una sola impresión dolorosa.

En estos llantos que pudieran creerse tan poco dignos de nuestra atención, nace la relación primera del hombre con todo cuanto le rodea; aquí se forja el primer eslabón de la dilatada cadena que constituye el orden social.

Cuando llora el niño es que tiene alguna incomodidad, experimenta alguna necesidad que no puede satisfacer; examinamos, averiguamos qué necesidad es esta, damos con ella y la remediamos. Cuando no atinamos a descubrirla, o no podemos satisfacerla, sigue el llanto, nos importuna; halagamos al niño para que calle, le mecemos, le arrullamos para que se duerma; si no calla, nos enojamos, le amenazamos, y algunas nodrizas de mal genio suelen a veces pegarle. Extrañas lecciones son éstas para el comienzo de la vida.

Nunca se me olvidará uno de estos incómodos llorones a quien pegó su nodriza; callóse al punto y yo creí que se había sobrecogido. Será acaso un alma servil, decía yo entre mi, que nada sin el rigor se alcanza de ella. Me equivocaba; al desventurado le ahogada la rabia, había perdido la respiración; le vi. ponerse amoratado. De allí a un instante empezaron los gritos agudos; todas las señales del resentimiento, la desesperación y el furor de esta edad, las daban sus acentos; temí que expirara en esta agitación. Aunque hubiera dudado si la conciencia de lo justo y de lo injusto era innata en el pecho humano, sólo este ejemplo me lo hubiera demostrado. Estoy seguro de que un ascua que por acaso hubiera caído sobre una mano del niño, la hubiera sentido menos que este golpe muy ligero, pero dado con ánimo manifiesto de hacerle daño.

Esta disposición de los niños a enfadarse, despecharse y encolerizarse, exige grandísima atención. Piensa Boerhaave que la mayor parte de sus enfermedades son de la clase de las convulsivas, porque siendo su cabeza en proporción mas abultada, y más extenso que en los adultos el sistema nervioso, éste es más propenso a irritación. Desvíense de ellos con el mayor cuidado los criados que les provocan, les enfadan, los impacientan y que son cien veces más peligroso, y más funestos para ellos que la inclemencia del aire y de las estaciones. Mientras que sólo en las cosas, y nunca en las voluntades, hallen resistencia los niños, no serán iracundos ni coléricos y se conservarán más sanos. Esta es una de las causas porqué los niños de la gente pobre, más libres, más independientes, son en general menos achacosos, menos delicados, más robustos que los que se pretende educar mejor sujetándoles sin cesar; pero siempre hemos de tener presente que hay mucha diferencia de obedecerlos a quitarles sus gustos.

Los primeros llantos de los niños son ruegos; si no se les hace caso, pronto se convierten en órdenes; empiezan haciéndose asistir y acaban haciendo que los sirvan. De esta suerte, de su flaqueza propia, de donde nace primero la conciencia de su dependencia se origina luego la idea de imperio y dominación; que nuestros servicios, ya empiezan aquí a hacerse distinguir los efectos morales, cuya inmediata causa no se halla en la naturaleza; y, por tanto, se ve que desde esta edad primera importa reconocer la secreta intención que ha dictado el ademán o el grito.

Cuando el niño sin decir nada, alarga con esfuerzo la mano, creyendo alcanzar al objeto porque no aprecia la distancia a que se halla, es un error suyo; pero cuando se lamenta y grita al alargar la mano, ya no se engaña acerca de la distancia, pues manda al objeto que se acerque a él, o a nosotros que le llevemos. En el primer caso, llévesele despacio y a pasos lentos al objeto; en el segundo, no se le den siquiera muestras de haberle entendido; cuanto más grite, menos debe escuchársele. Conviene acostumbrarle desde muy temprano a no mandar ni a los hombres, porque no es su amo, ni a las cosas, porque no le oyen. Por eso, cuando desea algo que ve y quieren dárselo, es mejor llevar el niño al objeto que traer el objeto al niño; de esta práctica saca una consecuencia propia de su edad, y no hay otro modo de sugerírsela.

El abate de Saint-Pierre llamaba a los hombres, niños grandes, y recíprocamente pudiéramos llamar a los niños hombres chicos. Estas proposiciones tienen parte de verdad como sentencias; pero como principios, necesitan aclararse. Cuando Hobbes, calificaba al perverso de niño robusto, decía una cosa enteramente contradictoria. Toda perversidad procede de debilidad; el niño, si es malo, es porque el es débil; denle fuerza, y será bueno; el que lo pudiese todo nunca haría mal. Entre todos los atributos de la divinidad omnipotente, aquel sin el que no podemos concebirla es el de la bondad. Todos cuantos pueblos han admitido dos principios, siempre han tenido al malo por inferior al bueno; de otro modo habrían hecho una suposición absurda. Véase más adelante la profesión de fe del presbítero saboyano.

La razón nos enseña por sí sola a conocer lo bueno y lo malo: la conciencia, que hace que amemos lo uno y aborrezcamos lo otro, aunque independiente de la razón, no se puede desenvolver sin ella. Antes de la edad de razón, hacemos bien y mal sin saber si lo que hacemos es bueno o malo; y no hay moralidad en nuestras acciones, aunque algunas veces la haya en la impresión que en nosotros hacen las acciones de otro relativas a nosotros. Un niño quiere descomponer todo cuanto ve; rompe, hace pedazos lo que puede coger; agarra un pájaro como agarraría una piedra, y le ahoga sin saber lo que hace.

¿En qué consiste esto? Al instante viene la filosofía a señalar como causa nuestros vicios naturales, la soberbia, el espíritu de dominación, el amor propio, la perversidad humana. Acaso añada que la conciencia de su flaqueza incita al niño a que ejecute actos de fuerza y a que se dé a sí propio pruebas de su poder. Pero contemplemos a aquel viejo quebrantado y achacoso, tornado por el círculo de la vida humana a la flaqueza de la infancia; no sólo permanece inmóvil y tranquilo, sino que también quiere que nada se mueva en torno suyo; le turba y desasosiega la menor mudanza y desearía que reinara una calma universal. ¿Cómo ha de producir tan distintos efectos en las dos edades una impotencia misma unida con las mismas pasiones, si no hubiera variado la causa primitiva? ¿Y dónde hallaremos esta diversidad de causas, sino en el estado físico de ambos individuos? El principio activo común de los dos se desenvuelve en el uno y se extingue en el otro; uno se forma, otro se destruye; uno camina a la vida, otro a la muerte. La actividad falleciente se reconcentra en el corazón del anciano; en el del niño es superabundante y rebosa fuera, sintiéndose, por decirlo así, con bastante vida para animar todo cuanto le rodea. No importa que haga o deshaga; bástale cambiar el estado de las cosas, porque todos cambio es acción. Y si parece que tiene más inclinación a destruir, no es por malicia, es porque la acción que forma siempre es lenta, y como la que destruye es más rápida, se aviene mejor con su viveza.

Al mismo tiempo que el autor de la naturaleza da este principio activo a los niños, cuida de que sea poco perjudicial, dejándoles poca fuerza, para que se abandonen a él. Pero así que pueden mirar a las personas que tienen cerca como instrumentos a quienes poner en acción, se sirven de ellos para seguir sus inclinaciones y suplir su propia flaqueza. De este modo se tornan incómodos, tiranos, imperiosos, malos, indómitos; progresos que no proceden de un natural espíritu de dominación, sino que se les infunden; pues poca experiencia hace falta para conocer cuán agradable es obrar por manos de otro.

Con la edad se cobran fuerzas, y se hace uno menos inquieto, más parado, se contiene más dentro de sí propio; se ponen, por decirlo así, en equilibrio el cuerpo y el alma, y ya la naturaleza nos pide sólo el movimiento necesario para nuestra conservación. Pero no se extingue el deseo de mandar con la necesidad que le dio origen; el amor propio le excita, y le halaga el imperio que el hábito fortifica; así el capricho sucede a la necesidad, y empiezan a echar raíces las preocupaciones y la opinión.


CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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