domingo, 22 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “VI”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VI”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
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EMILIO
LIBRO PRIMERO


La leche de las hembras herbívoras es más dulce y sana que la de las carnívoras; formándose con una sustancia homogénea a la suya, conserva mejor su naturaleza, y está menos sujeta a la putrefacción. Atendiendo a la cantidad, todos saben que los farináceos hacen más sangre que la carne y también deben dar más leche. No puedo creer que un niño que no fuese destetado antes de tiempo, o que lo fuese con alimentos vegetales, y cuya nodriza sólo comiese vegetales, padeciese nunca de lombrices.

Puede ser que los alimentos vegetales den una leche que se acede más pronto, pero estoy muy lejos de mirar la leche aceda como alimento pernicioso; pueblos enteros que no usan otro, viven muy sanos, y todo ese aparato de absorbentes me parece pura charlatanería. Temperamentos hay a que no conviene la leche, y en tal caso ningún absorbente, se la puede hacer digerir; otro la digieren sin absorbentes. Temen algunos la leche cuajada o los requesones, y es un error, porque sabemos que siempre la leche se cuaja en el estómago, y así se convierte en alimento de suficiente solidez para sustentar las criaturas y a los hijuelos de los animales; si no se cuajara, no haría más que pasar, y no los alimentaría. Vano es cortar la leche de mil modos, usar mil absorbentes; todo aquel que come leche, digiere queso, y esto no tiene excepción. Tan apto es el estómago para cuajar la leche, que la cuajada se hace con estómago de recental.

Creo, pues, que en vez de mudar el alimento común de las nodrizas, basta con que se las dé más abundante y más escogido en su género. La comida de vigilia no es cálida por la naturaleza de los alimentos; el modo de sazonarlos es el que los hace perniciosos. Reformad las reglas de vuestra cocina; no tengáis fritos, ni manjares compuestos con manteca enrojecida al fuego; no arriméis a la lumbre la sal, los lacticinios ni la manteca; no sazonéis vuestras legumbres cocidas en agua hasta que se pongan hirviendo encima de la mesa, y la comida de vigilia, lejos de encender la sangre de la nodriza, la dará leche abundante y de excelente calidad. ¿Sería posible que estando reconocido el régimen vegetal como el mejor para la criatura, fuese para la nodriza mejor el animal? Esto es una contradicción.


En los primeros años de la vida es cuando ejerce el aire una acción particular en la constitución de los niños; penetrando por todos los poros de su blando y delicado cutis, influye poderosamente en sus nacientes cuerpos, y les deja impresiones que nunca se borran. Por eso no es mi dictamen que se saque a una nodriza de su lugar para encerrarla en una habitación de la ciudad y hacerla criar al niño en casa de sus padres; mejor quiero que vaya a respirar el aire sano del campo que el corrompido de la ciudad, que tome el estado de su nueva madre, que viva en su pobre casa y que le acompañe su ayo. Acuérdese el lector de que de no es éste un hombre pagado, sino el amigo de su padre. Pero, se me dirá: ¿y si no se halla ese amigo, si no es fácil, llevarse al niño, si ninguno de estos consejos es practicable?, ¿qué ha de hacerse? Ya he dicho lo que se hace; para eso no se necesitan consejos.

La vocación de los hombres no es de vivir hacinados en hormigueros, sino desparramados sobre las tierras que han de cultivar. Cuanto más se reúnen, más se estragan. Efecto infalible de la demasiada concurrencia, son tanto las dolencias del cuerpo como los vicios del alma. Entre todos los animales, el hombre es el que menos puede vivir en manada, y hombres hacinados como carneros se morirían todos en poquísimo tiempo. El aliento del hombre es mortal para su semejante, expresión no menos exacta en sentido propio que en metafórico.

La sima del género humano son las ciudades. Al cabo de algunas generaciones perecen o degeneran las castas; es preciso renovarlas, y el campo es el que sufraga a esta renovación. Enviad, pues, a vuestros hijos a que se renueven, por decirlo así, y a que recuperen en medio de los campos el vigor que se pierde en el aire contagioso de los pueblos grandes. Se dan prisa las mujeres embarazadas que están en el campo a volver a la ciudad cuando se les acerca el parto, y deberían hacer todo lo contrario, particularmente las que quieren criar ellas mismas a sus hijos; menos les costaría de lo que imaginan; en una mansión más natural para nuestra especie, los deleites imprescindibles de las obligaciones naturales, les quitarían pronto la afición a los que se apartan de ellos.

Luego de concluido el parto, se lava al niño con agua tibia, por lo común mezclada con vino. La adición del vino no me parece necesaria: no produciendo la naturaleza cosa ninguna fermentada, no es creíble que para la vida de sus criaturas importe el uso de un líquido artificial.

Por la misma causa tampoco me parece indispensable la precaución de calentar el agua; y efectivamente, muchos pueblos hay que sin otros preparativos lavan en los ríos o en el mar a los niños recién nacidos; pero afeminados los nuestros antes de nacer, por la molicie de los padres, vienen al mundo con un temperamento ya estragado, que al principio no conviene exponer a todas las pruebas que deben restablecerle. Sólo gradualmente pueden ser restituidos a su primitivo vigor. Empecemos conformándonos al uso y apartémonos de él poco a poco. Lávense con frecuencia los niños; su suciedad demuestra esta precisión. Cuando no hacen más que enjugarlos, les rompen el cutis, pero al paso que tomen fuerza, disminúyase por grados el calor del agua, hasta que al fin los laven en todo tiempo con agua fría, aunque sea helada. Como para que no corran riesgo conviene que sea lenta, insensible y sucesiva esta disminución, podremos servirnos del termómetro para medirla con exactitud.

Establecido ya este uso del baño, no debe interrumpirse, e importa conservarle toda la vida. No sólo le considero como necesario para la limpieza y salud actual, sino también como precaución saludable para hacer más flexible el tejido de las fibras y que cedan sin riesgo ni esfuerzo a los diversos grados de calor y frío. Para esto quisiera yo que en siendo mayor el niño, se acostumbrara poco a poco a bañarse en aguas calientes o frías a todos los grados tolerables. Habituándose de este modo a sufrir los varios temples del agua, que como fluido más denso nos toca por más puntos y nos impresiona más, se haría el hombre casi insensible a las variaciones del aire.

Luego que respira el niño de sus envoltorios, no se permita que le pongan otros donde se halle más comprimido. Fuera capillos, fuera fajas, fuera pañales; mantillas fluctuantes y anchas que dejen todos sus miembros libres, y que ni sean tan pesadas que le impidan sus movimientos, ni tan calientes que no te dejen sentir las impresiones del aire. Póngasele en una cuna espaciosa, bien rellena de lana, donde se pueda mover sin peligro y a su gusto. Cuando ya empiece a tomar fuerza, déjesele que se arrastre por el cuarto; desarrollando y extendiendo así sus miembrecillos, veremos cómo se fortifican de día en día, y al compararle con un niño del mismo tiempo bien fajado, asombrará la diferencia que media entre los adelantos de ambos.

Hay que contar con una fuerte oposición de parte de las nodrizas a quienes da menos que hacer el niño bien atado, que cuando tiene que cuidar de él constantemente. Como por otra parte la suciedad es más visible en un traje abierto, es necesario limpiarle con más frecuencia. Finalmente, la costumbre es el argumento que en muchos países nunca se refuta a satisfacción de la plebe.

No se discuta con las nodrizas, porque es trabajo perdido; mándeseles, véase que lo hacen y no se omita nada para facilitar en la práctica las operaciones que se les hayan prescrito. ¿Y por qué no tomar parte en ellas? Comúnmente, cuando se cría un niño, sólo a lo físico se atiende; con tal que viva y no enferme, poco importa lo demás; pero aquí donde empieza con la vida la educación, desde que nace el niño ya es discípulo no del ayo, sino de la naturaleza. El ayo no hace otra cosa que estudiar con este primer maestro, y estorbar que sean perdidos sus afanes. Vigila sobre la criatura, la observa, la sigue, acecha con diligencia el primer albor de su débil entendimiento, como al acercarse el primer cuarto de luna acechan los musulmanes el momento en que nace.

Nacemos con capacidad para aprender, pero sin saber nada ni conocer nada. Ni siquiera la conciencia de su existencia propia tiene el alma encadenada en imperfectos y no bien formados órganos. Son los gritos del niño recién nacido, efectos puramente mecánicos, privados de inteligencia y voluntad.

Supongamos que, cuando nace, el niño tuviera ya la fuerza y la estatura de un adulto, que saliera por decirlo así, armado de punta en blanco del seno de su madre, como salió Palas, del cerebro de Júpiter; sería este hombre-niño un imbécil completo, una máquina, una estatua inmóvil y casi insensible; nada vería, nada oiría, a nadie conocería, no sabría volver los ojos a lo que necesitase ver; no sólo no distinguiría objeto ninguno fuera de él, sino que tampoco referirá ninguno al órgano del sentido que se le hiciera distinguir; ni estarían los colores en sus ojos, ni estarían los sonidos en sus oídos; no estarían sobre su cuerpo los cuerpos que tocase, ni sabría siquiera que tenía uno; estaría en su cerebro el contacto de sus manos; se reunirían en un solo punto todas sus sensaciones; sólo en el sensorio común existirían; no tendría más que una idea, la del yo; a ésta referiría todas sus sensaciones; y esta idea, o mejor dicho, este modo de sentir, seria lo único en que se diferenciase de cualquier otro niño.

Este hombre formado de repente no sabría tenerse en pie; necesitaría de mucho tiempo para aprender a guardar el equilibrio, acaso no lo intentaría, y veríamos este cuerpo grande, fuerte y robusto, fijo en un lugar como una peña, o arrastrarse por el suelo como los perrillos cachorros.

Sentiría la desazón de las necesidades sin conocerlas ni imaginar medio ninguno de satisfacerlas. Aunque estuviese rodeado de alimentos, no hay comunicación ninguna inmediata entre los músculos del estómago y los de los brazos y piernas que le hiciera dar un paso para arrimarse a ellos, o alargar la mano para cogerlos; y como ya habría tomado su cuerpo todo su incremento, como estarían enteramente desarrollados sus miembros, no tendría la inquietud ni los continuos movimientos de los niños, y pudiera muy bien morir de hambre, antes de moverse para buscar que comer. Por poco que uno haya reflexionado acerca del orden y progresos de nuestros conocimientos, no podrá negar que, con poca diferencia, sea éste el primitivo estado de ignorancia y estupidez natural al hombre, antes de aprender algo de la experiencia o de sus semejantes.

Conócese, por tanto, o puede conocerse, el punto primero de donde sale cada uno de nosotros para llegar al común grado de inteligencia humana; pero ¿quién es el que conoce el otro extremo? Según su ingenio, su gusto, sus necesidades, su talento, su celo, y las ocasiones que de abandonarse a él se presentan, se adelanta más o menos cada uno; pero no sé que haya habido hasta ahora filósofo tan atrevido que dijese: «Este es el término a donde puede llegar el hombre y del que no puede pasar.» Ignoramos lo que nos permite la naturaleza que seamos; ninguno de nosotros ha medido la distancia que entre un hombre y otro puede mediar. ¿Cuál es el ánimo mezquino que nunca inflamó esta idea, y que en su orgullo no dice alguna vez: ¡A cuántos voy dejando atrás! ¡a cuántos puedo pasar aún! ¿Por qué ha de adelantarse a mí un igual mío?

Repito que la educación del hombre empieza desde que nace; antes de hablar y antes de oír, ya se instruye. Precede la experiencia a las lecciones; y cuando conoce a su nodriza, ya tiene mucho adquirido. Los conocimientos del hombre más rústico nos admirarían, si siguiéramos sus progresos desde el punto que nació hasta aquel en que se halla. Si partiéramos el saber humano en dos partes, una común de todos los hombres, y otra peculiar de los sabios, sería la última muy pequeña, comparada con la primera. Pero no atendemos a las adquisiciones generales, porque se hacen sin pensarlo, antes de la edad de razón; y porque, por otra parte sólo por las diferencias se nota el saber, y como en las ecuaciones algebraicas no se cuentan las cantidades comunes.

Hasta los animales adquieren mucho. Tienen sentidos y es necesario que aprendan a hacer uso de ellos; tienen necesidades y es necesario que aprendan a satisfacerlas; es necesario que aprendan a comer, a andar, a volar. No por eso saben andar los cuadrúpedos que desde que nacen se tienen en pie; en sus primeros pasos se echa de ver que hacen pruebas mal seguras. Los jilgueros que se escapan de las jaulas no saben volar, porque nunca han volado. Todo es motivo de instrucción para los seres animados y sensibles; y si tuvieran las plantas movimiento progresivo, seria necesario que tuviesen sentidos y adquiriesen conocimientos, sin lo cual en breve perecerían las especies.

Las primeras sensaciones de los niños son puramente afectivas, y sólo se distinguen en ellas placer o dolor. No pudiendo andar ni agarrar, necesitan de mucho tiempo para formarse poco a poco las sensaciones representativas que le muestran los objetos
fuera de ellos propios; pero antes que se extiendan estos objetos, que se desvíen, por decirlo así, de sus ojos, y adquieran para ellos figuras y dimensiones, empieza el regreso de sensaciones afectivas a sujetarlos al imperio de la costumbre; se les ve volver sin cesar los ojos hacia la luz, y si les viene de lado, tomar insensiblemente esta dirección; de manera que es menester tener cuidado de colocarles de cara a la luz, para que no se pongan bizcos, ni se acostumbren a mirar de reojo. También es preciso habituarlos cuanto antes a la oscuridad; si no, lloran y gritan así que no ven luz. El alimento y el sueño medidos con demasiada exactitud les vienen a ser necesarios al cabo de los mismos intervalos, y en breve no proviene el deseo de la necesidad sino del hábito, o más bien éste añade otra necesidad a la natural; cosa que es preciso evitar.

La única costumbre que se debe dejar que tome el niño, es el de no contraer ninguna; no llevarle más en un brazo que en otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que otra, a servirse más de ella a comer, dormir y hacer tal o tal cosa a la misma hora, a no poder estar solo de día ni de noche. Preparad de antemano el reinado de su libertad y el uso de sus fuerzas, dejando el hábito natural a su cuerpo, y poniéndole en el estado de ser siempre dueño de sí propio y hacer en todo su voluntad así que la tenga.





CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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