miércoles, 4 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “III”

…CONTINUACIÓN
SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “III”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido por Ricardo Viñas 2000 – Copyright www.elaleph.com
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EMILIO
LIBRO PRIMERO



Dícese que algunas parteras pretenden dar mejor configuración a la cabeza de los niños recién nacidos, apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas, según las formó el autor de la naturaleza, que nos las modelan por fuera las parteras y los filósofos por dentro. Los caribes son mitad más felices que nosotros.

«Apenas ha salido el niño del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y entender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le fajan, le acuestan con la cabeza fija, estiradas las piernas y colgando los brazos; le envuelven con vendas y fajas de todo género, que no le dejan mudar de situación; feliz es si no le han apretado de manera que le estorben la respiración y si han tenido la precaución de acostarle de lado para que puedan salirle por la boca las aguas que debe arrojar, puesto que no le queda medio de volver la cabeza de lado, para facilitar la salida. »

El niño recién nacido necesita extender y mover sus miembros para sacarlos del entorpecimiento en que han estado tanto tiempo recogidos en un envoltorio. Los estiran, es cierto, pero les impiden el movimiento; sujetan hasta la cabeza con capillos; parece que tienen miedo de que den señales de vida.

De esta suerte el impulso de las partes internas de un cuerpo que busca crecimiento, encuentra un obstáculo insuperable a los movimientos que requiere.
Hace el niño continuos e inútiles esfuerzos, que apuran sus fuerzas o retardan sus progresos. Menos estrecho, menos ligado, menos comprimido se hallaba en el vientre de su madre que en sus pañales; no veo lo que ha ganado con nacer.

La inacción y el aprieto en que retienen los miembros de un niño, no pueden menos de perjudicar a la circulación de la sangre y los humores, de estorbar que se fortalezca o crezca la criatura y de alterar su constitución. En los países donde no toman tan extravagantes precauciones, son los hombres todos altos, robustos y bien proporcionados. Los países en que se fajan los niños abundan en jorobados, cojos, patizambos, gafos, raquíticos y contrahechos de todos géneros. Por temor de que se desfiguren los cuerpos con la libertad de los movimientos, se apresuran a desfigurarlos, poniéndoles en prensa, y de buena gana los harían tullidos, para impedir que se estropeasen.

¿Cómo no ha de influir tan cruel violencia en su índole y en su temperamento? Su primer sentimiento es de dolor y martirio; sólo estorbos encuentran para todos los movimientos que necesitan; más desventurados que un criminal con grillos y esposas, hacen esfuerzos inútiles, se enfurecen y gritan. Decís que sus voces primeras son llantos. Yo lo creo; desde que nacen los atormentáis; las primeras dádivas que de vosotros reciben son cadenas y el primer trato que experimentan es de tormento. No quedándoles libre otra cosa que la voz, ¿cómo no se han de servir de ella para quejarse? Gritan por el daño que les hacéis; más que ellos gritaríais si así estuvierais agarrotados.

¿De dónde proviene tan irracional costumbre?

De otro uso inhumano. Desde que desdeñando las madres su primera obligación no han querido criar a sus hijos, ha sido indispensable ponerles en mano de mujeres mercenarias, que viéndose por tal modo madres de hijos ajenos, de quienes no les habla la naturaleza, sólo han pensado en ahorrarse trabajo. Hubiera sido forzoso hallarse en continua vigilancia por el niño libre; pero bien atado se le echa en un rincón sin cuidarse de sus gritos. Con tal que no haya pruebas de la negligencia de la nodriza, con tal que no se rompa al niño un brazo ni una pierna, ¿qué importa que se muera o que se quede enfermo mientras viva?
A costa de su cuerpo se conservan sus miembros, y de cualquier cosa que suceda no tendrá culpa la nodriza.

Estas dulces madres, que desprendiéndose de sus hijos se entregan alegremente a las diversiones y pasatiempos de las ciudades, ¿saben acaso qué trato recibe en la aldea su hijo entre pañales? a la menor prisa le cuelgan de un clavo, como un lío de ropa; y así crucificado, permanece el infeliz mientras que la nodriza cumple sus quehaceres. Todos cuantos se han hallado en esta situación tenían amorotado el rostro; oprimido con violencia el pecho, no dejaba circular la sangre que es arrebatada a la cabeza; y creían que el paciente estaba muy tranquilo porque no tenía fuerza para gritar. Ignoro cuántas horas puede permanecer en tal estado un niño sin perder la vida; pero dudo que pueda resistir muchas. He aquí, según creo, una de las mayores utilidades del fajado.

Dícese que dejando a los niños libres pueden tomar posturas malas y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros.
Este es uno de tantos vanos raciocinios de nuestra equivocada sabiduría, que nunca se ha confirmado por la experiencia. De los muchísimos niños que en pueblos más sensatos que nosotros se crían con toda la libertad de sus miembros, no se ve que uno solo se hiera ni se estropee; no pueden imprimir a sus movimientos la fuerza suficiente para que sean peligrosos, y cuando toman una postura violenta, el dolor les advierte en breve que la cambien.

Todavía no hemos pensado en fajar los perros y los gatos: ¿vemos que les redunde algún inconveniente de esta negligencia? Los niños son más pesados, cierto; pero también son a proporción más débiles. Apenas se pueden mover, ¿cómo se han de estropear? Si se les tiende de espaldas, se morirían en esta postura, como el galápago, sin poderse volver nunca.

No contentas con haber dejado de amamantar a sus hijos, dejan las mujeres de querer concebirlos; consecuencia muy natural. Tan pronto como es gravoso el estado de madre, se halla modo para librarse de él por completo: quieren hacer una obra inútil, para volver sin cesar a ella, y se torna en perjuicio de la especie el atractivo dado para la multiplicación. Añadida esta costumbre a las demás causas de despoblación, nos indica la próxima suerte de Europa. Las ciencias, las artes, la filosofía y las costumbres que ésta engendra no tardarán en convertir á Europa en un desierto; la poblarán fieras, y con esto no habrá cambiado mucho la clase de sus habitantes.

Algunas veces he presenciado yo la artería de mujeres jóvenes que suelen fingir deseo de criar ellas a sus hijos; ya saben hacer de modo que se las inste a dejar ese capricho, mediando los maridos, los médicos y, especialmente, las madres. Un marido que se atreviese a consentir que su mujer amamante a su hijo, es hombre perdido, y le tildarán como a un asesino que quiere deshacerse de ella. Maridos prudentes hay que sacrifican el amor paterno en aras de la paz. Gracias a que se hallan en los lugares mujeres más continentes que las vuestras: mayores tenéis que darlas, si el tiempo que éstas así ganan, no lo emplean con hombres ajenos.

No es dudoso el deber de las mujeres; pero se discute si, supuesto el desprecio que de él hacen, es igual para los niños que los amamante una u otra.

Esta cuestión, de que son jueces los médicos, la tengo yo por resuelta a satisfacción de las mujeres; y yo por mí, pienso también que vale más que mame el niño la leche de una nodriza sana, que la de una madre achacosa, si hubiese que temer nuevos males, de la misma sangre que le ha formado.

Sin embargo, ¿debe mirarse esta cuestión solamente bajo el aspecto físico? ¿Necesita menos el niño del cuidado de una madre que de su pecho? Otras mujeres, y hasta animales, le podrán dar la leche que le niega ésta; pero la solicitud maternal nada la suple. La que cría el hijo ajeno en vez del suyo es mala madre: ¿cómo ha de ser buena nodriza? Podrá llegar a serlo, pero será poco a poco; será preciso que el hábito corrija la naturaleza; y en tanto, el niño,
mal cuidado, tendrá lugar para morirse cien veces antes que su nodriza le tome cariño de madre.

De esta misma última ventaja procede un inconveniente que bastaría por sí solo para quitar a toda mujer sensible el ánimo de dar a su hijo a que le críe otra, que es el de ceder parte del derecho de madre, o más bien de enajenarle; el de ver que su hijo quiere a otra mujer tanto como a ella, y más; el de contemplar que el cariño que a su propia madre adoptiva, es justicia; porque, ¿no debo yo el afecto de hijo a aquella que tuvo conmigo los afanes de madre?

El modo como se remedia este inconveniente, es inspirando a los niños el desprecio de sus nodrizas y tratando a éstas como meras criadas. Cuando han, concluido su servicio, las quitan la criatura o las despiden; y a fuerza de desaires, la privan de que venga a ver a su hijo de leche, que al cabo de algunos años ni le ve ni la conoce. Engáñase la madre que piensa que puede ser sustituida, y que con su crueldad resarce su negligencia; y en vez de criar un hijo tierno, forma un hijo de leche despiadado, le enseña a ser ingrato y le induce a que abandone un día a la que le dio la vida, como a la que le alimentó con la leche de sus pechos.

¡Cuánto insistiría yo en este punto, si me desalentara menos tener que repetir en balde útiles consejos! Esto tiene conexión con muchas más cosas de lo que se cree. ¿Queréis tornar a cada uno hacia sus primeros deberes? Comenzad por las madres y quedaréis asombrados de los cambios producidos. De esta primera depravación procede sucesivamente lo demás; se altera el orden moral; en todos los pechos se extingue el buen natural; pierde el aspecto de vida lo interior de las casas; el tierno espectáculo de una naciente familia, ya no inspira apego a los maridos, ni atenciones a los extraños; es menos respetada la madre cuyos hijos no se van; no hay residencia en las familias; no estrecha la costumbre los vínculos de la sangre; no hay padres, ni madres, ni hijos, ni hermanos, ni hermanas; apenas se conocen todos, ¿cómo se han de querer? Sólo en si piensa cada uno. Cuando la casa propia es un yermo triste, fuerza es irse a divertir a otra parte.

Pero que las madres se dignen criar a sus hijos, y las costumbres se reformarán en todos los pechos; se repoblará el Estado; este primer punto, este punto único lo reunirá todo. El más eficaz antídoto contra las malas costumbres, es el atractivo de la vida doméstica; se torna grata la impertinencia de los niños, que se cree importuna, haciendo que el padre y la madre se necesiten más, se quieran más uno a otro y estrechen entre ambos el lazo conyugal. Cuando es viva y animada la familia, son las tareas domésticas la ocupación más cara para la mujer y el desahogo más suave del marido. Así, enmendado este abuso, sólo resultaría en breve una general reforma, y en breve recuperaría la naturaleza sus derechos todos. Tornen una vez las mujeres a ser madres, y tornarán también los hombres a ser padres y esposos.

¡Superfluos razonamientos! Ni aun el hastío de los deleites mundanos atrae nunca a éstos. Dejaron las mujeres de ser madres, y nunca más lo serán ni querrán serlo. Aun cuando quisieran, apenas si podrían; hoy que se halla establecido el uso contrario, tendría cada una que pelear contra la oposición de todas sus conocidas, coligadas contra un ejemplo que las unas no han dado y que no quieren seguir las otras.

No obstante, todavía se encuentran algunas pocas mujeres jóvenes de buena índole, que atreviéndose a arrostrar en este punto el imperio de la moda y los clamores de su sexo, desempeñan con virtuosa valentía esta obligación tan suave que les impuso la naturaleza. ¡Ojala se aumente el número con el atractivo de los bienes destinados a las que lo cumplen! Fundándome en consecuencias que presenta el más obvio raciocinio, y en observaciones que nunca he visto desmentidas, me atrevo a prometer a estas dignas madres un sólido y constante cariño de sus esposos, una verdadera ternura filial de sus hijos, la estimación y el respeto del público, partos felices sin azares ni malas resultas, una salud robusta y duradera, la satisfacción, en fin, de verse un día imitadas de sus hijas y citadas como dechado de las ajenas.

Sin madre no hay hijo; son recíprocas las obligaciones entre ambos, y si se desempeñan mal por una parte, serán desatendidas por la otra. El niño debe amar a su madre antes de saber que debe hacerlo. Si no esfuerzan la costumbre y los cuidados la voz de la sangre, fallece ésta en los primeros años y muere el corazón, por decirlo así, antes que haya nacido. Desde los primeros pasos, pues, ya nos apartamos de la naturaleza.

Por una senda opuesta salen también de ella las madres, que en vez de desatender los cuidados maternales los toman con exceso, haciendo de sus hijos sus ídolos, acrecentando y propagando su flaqueza por impedir que la sientan, y con la esperanza de sustraerlos de las leyes de la naturaleza, apartan de ellos todo choque penoso, sin hacerse cargo de cuántos accidentes y peligros acumulan para lo futuro sobre su cabeza por algunas pocas incomodidades de que por un instante los preservan, y cuán inhumana precaución es dilatar la flaqueza de la infancia bajo las fatigas de los hombres formados. Para hacer Tetis a su hijo invulnerable, dice la fábula que le sumió en las aguas de la laguna Estigia; alegoría tan hermosa como clara. Lo contrario hacen las crueles madres de que hablo; preparan a sus hijos a padecer, a fuerza de sumirlos en la molicie, y abren sus poros a todo género de achaques, de que no podrán menos de adolecer cuando sean adultos.

Observemos la naturaleza, y sigamos la senda que nos señala. La naturaleza ejercita sin cesar a los niños, endurece su temperamento con todo género de pruebas y les enseña muy pronto qué es pena y dolor. Los dientes que les nacen les causan calenturas; violentos cólicos les dan convulsiones; los ahogan porfiadas toses; los atormentan las lombrices; la plétora les pudre la sangre; fermentan en ella varias, levaduras, y ocasionan peligrosas erupciones Casi toda la edad primera es enfermedad y peligro; la mitad de los niños que nacen perecen antes de que lleguen al octavo año. Hechas las pruebas, ha ganado fuerzas el niño; y tan pronto como puede usar de la vida, tiene más vigor el principio de ella.

Tal es la regla de la naturaleza. ¿Por qué oponerse a ella? ¿Quién no ve que pensando corregirla se destruye su obra y pone obstáculo a la eficacia de sus afanes? Hacer en lo exterior lo que ejecuta ella en lo interior, dicen que es redoblar el peligro, mientras que por el contrario es hacer burla de él y extenuarle. Enseña la experiencia que mueren todavía más niños criados con delicadeza que de los otros. Con tal que no se exceda el alcance de sus fuerzas, menos se arriesga con ejercitarlas que con no ponerlas a prueba. Ejercitadlos por tanto a sufrir golpes que tendrán que aguantar un día; endureced sus cuerpos a la inclemencia de las estaciones, de los climas y los elementos, al hambre, a la sed, a la fatiga; bañadlos en las aguas estigias. Antes que el cuerpo haya contraído hábitos, se les dan sin riesgo los que se quieren; pero una vez que ha tomado consistencia, toda alteración se hace peligrosa. Sufrirá, un niño variaciones que no aguantarla un hombre: blandas y flexibles las fibras del primero, tornan sin dificultad la forma que se les da; más endurecidas las del hombre, no sin violencia pierden el doblez que han recibido. Así que es posible hacer robusto a un niño, sin exponer su salud y su vida; y aun cuando corriese algún riesgo, no se debería vacilar. Una vez que estos riesgos son inseparables de la vida humana, ¿qué mejor cosa podemos hacer que arrostrarlos en la época en que menos inconvenientes presentan?

Es más estimable un niño, cuanto más adelantado en edad. Al precio de su vida junta el de las tareas que ha costado, y con la pérdida de su existencia une en él la idea de la muerte. Por tanto, vigilando sobre su conservación, debe pensarse particularmente en el tiempo venidero y armarle contra los males de la edad juvenil antes que a ella llegue; porque si crece el valor de la vida hasta la edad en que es útil, ¿no es locura preservar de algunos males la infancia para aumentarlos en la edad de la razón? ¿Son esas las lecciones del maestro?

Destino del hombre es el padecer en todo tiempo, y hasta el cuidado de su conservación está unido con la pena. ¡Feliz él, que sólo conoce en su infancia los males físicos; males mucho menos crueles, mucho menos dolorosos que los otros, y que con mucha menos frecuencia nos obligan a renunciar á la vida! Nadie se mata por dolores de gota; sólo los del ánimo engendran la desesperación. Compadecemos la suerte de la infancia, mientras que debiéramos llorar sobre la nuestra. Nuestros más graves males vienen de nosotros.

CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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