lunes, 9 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “IV”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “IV”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido por Ricardo Viñas 2000 – Copyright www.elaleph.com
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EMILIO
LIBRO PRIMERO


Grita el niño al nacer, y su primera infancia se va toda en llantos. Tan pronto le bailan y le acarician para acallarle, como se le amenaza o castiga para imponerle silencio. o hacemos lo que él quiere o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y servidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; y a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por, mejor decir, antes que los pueda cometer. Así es como se infunden pronto en su joven corazón las pasiones que luego se imputan a la naturaleza, y después de haberse afanado en hacerle malo, se quejan de que lo sea.

De esta manera, un niño seis o siete años en manos de mujeres, víctima de los caprichos de ellas y del suyo propio; y después que le han hecho que aprenda esto y lo otro, es decir, después de haber abrumado su memoria con palabras que no puede comprender, o con cosas que para nada le sirven; después de haber sofocado su índole natural con las pasiones que en él se han sembrado, entregan este ser ficticio en manos de un preceptor que acaba de desarrollar los gérmenes artificiales que ya encuentra formados, y le instruye en todo, menos en conocerse, menos en dar frutos de sí propio, menos en saber vivir y labrar su felicidad. Finalmente, cuando este niño esclavo y tirano, lleno de ciencia y falto de razón, tan flaco de cuerpo como de espíritu, es lanzado al mundo, descubriendo su ineptitud, su soberbia y sus vicios todos, hace que se compadezca la humana miseria y perversidad. Es una equivocación, porque ese es el hombre de nuestros desvaríos; muy distinta forma tiene el de la naturaleza.

Si queréis que conserve su forma original, conservádsela desde el punto en que viene al mundo. Apoderaos de él así que nazca y no le soltéis hasta que sea hombre; sin eso nunca lograréis nada. Así como es la madre la verdadera nodriza, el verdadero preceptor es el padre. Pónganse ambos de acuerdo tanto en el orden de las funciones como en su sistema, y pase el niño de las manos de la una a las del otro. Más bien le educará un padre juicioso y de cortos alcances, que el maestro más hábil del mundo, porque mejor suple el celo al talento que el talento al celo.

Pero los quehaceres, los asuntos, las obligaciones... ¡Ah, las obligaciones! Sin duda que la de padre es la postrera. No hay por qué admirarse de que un hombre, cuya mujer no se ha dignado criar a sus pechos el fruto de su unión, se desdeñe de educarle. No hay pintura que más embelese que la de la familia; pero un rasgo sólo mal trazado desfigura todos los demás. Si a la madre le falta salud para ser nodriza, al padre le sobrarán asuntos para ser preceptor. Desviados, dispersados los hijos en pensiones, en conventos, en colegios, pondrán en otra parte el cariño de la casa paterna, o, por mejor decir, volverán a ella con el hábito de no tener apego a nada. Apenas se conocerán los hermanos y las hermanas. Cuando estén todos reunidos de ceremonia, podrán ser muy corteses entre sí, y se tratarán como extraños. Así que no hay intimidad entre los parientes, así que la sociedad de la familia no es el consuelo de la vida, es fuerza recurrir a las malas costumbres para suplirle. ¿Dónde hay hombre tan necio que no vea el encadenamiento de todo esto?

Cuando un padre engendra y mantiene a sus hijos, no hace más que la tercera parte de su misión. Debe a su especie hombres; debe a la sociedad hombres sociables, y debe ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede satisfacer esta triple deuda y no lo hace, es culpable, y más culpable acaso cuando la paga a medias. Quien no puede desempeñar las funciones de padre no tiene derecho a serlo. No hay pobreza, trabajos, ni respetos humanos que le dispensen de mantener a sus hijos y educarlos por sí mismo. Puedes creerme, lector; a cualquiera que tenga entrañas y desatienda tan sacrosantos deberes, le pronostico que derramará largo tiempo amargas lágrimas sobre su yerro y que nunca encontrará consuelo.

Pero ¿qué hace ese rico, ese padre de familia, tan atareado y precisado, según dice, a dejar abandonados a sus hijos? Paga a otro para que desempeñe afanes que le son gravosos. ¡Alma mezquina! ¿Crees que con dinero das a tu hijo otro padre? Pues le engañas, que ni siquiera le das un maestro; ese es un sirviente y presto formará otro como él.

Mucho hay escrito acerca de las dotes de un buen ayo; la primera que yo requeriría, y esta sola supone otras muchas, es que no fuese un hombre vendible. Profesiones hay tan nobles que no es posible ejercitarlas por dinero, sin mostrarse indigno de su ejercicio; así es la del guerrero, así es la del institutor. ¿Pues quién ha de educar a mi hijo? – Ya te lo he dicho; tú propio. - Yo no puedo. - ¡No puedes!... Pues granjéate un amigo; no veo ningún otro medio.

¡Un ayo! ¡Qué sublime alma!... Verdad es que para formar a un hombre es necesario o ser padre, o más que hombre. Esta es la función que confiáis tranquilamente a un asalariado.

Cuanto más reflexiona uno, más dificultades nuevas se le presentan. Sería necesario que hubiese sido educado el ayo para el alumno, los criados para el amo; que todos cuantos a él se acerquen hubieran recibido las impresiones que le deben comunicar; y de educación en educación fuera necesario subir hasta no sé dónde. ¿Cómo es posible que un niño sea bien educado por uno que lo fue mal?

¿No es posible hallar este raro mortal? Lo ignoro. ¿Quién sabe en estos tiempos de envilecimiento, hasta qué grado de virtud se puede todavía encumbrar el alma humana? Pero supongamos que hemos hallado este portento. Contemplando lo que debe hacer, veremos lo que debe ser. De antemano se me figura que un padre que conociese todo cuanto vale un buen ayo, se resolvería a no buscarle, porque más trabajo le costaría encontrarle que llegar a serlo él propio. ¿Quiere adquirirse un amigo? Eduque a su hijo para que lo sea, y se excusa de buscarle en otra parte, ya la naturaleza ha hecho la mitad de la obra.

Uno, de quien no sé más que su jerarquía, me propuso que educara a su hijo. Sin duda fue mucha honra para mí; pero lejos de quejarse de mi negativa, debe alabar mi prudencia. Si hubiera admitido su oferta y errado en mi método, la educación habría resultado mala; al acertar con él sería peor; su hijo, hubiera renegado del título de príncipe.

Estoy tan convencido de lo grandes que son las obligaciones de un preceptor, y conozco tanto mi incapacidad, que nunca admitiré semejante cargo, sea quien fuere el que con él me brinde; y hasta el interés de la amistad fuera para mí nuevo motivo de negarme a él. Creo que después de leído este libro, pocos habrá que piensen en hacerme tal oferta, y ruego a los que pudieran pensarlo, que no se tomen ese inútil trabajo. En otro tiempo hice una prueba suficiente de esta profesión, que me basta para estar cierto de que no soy apto para ella, y aun cuando por mi talento fuera idóneo, me dispensaría de ella mi estado. He creído que debía esta declaración pública a los que al parecer no me estiman lo bastante para creerme fundado y sincero en mis determinaciones.

Sin capacidad para desempeñar la más útil tarea, me atreveré a lo menos a probar la más fácil; a ejemplo de otros muchos, no pondré manos a la obra, sino a la pluma, y en vez de hacer lo que conviene, me esforzaré a decirlo.

Ya sé que en las empresas de esta especie, el autor, a sus anchas siempre en sistemas que no se ve obligado a practicar, da sin trabajo muchos excelentes preceptos de imposible ejecución, y que, por no descender a menudencias y a ejemplos, aun lo practicable que enseña no se puede poner en planta por no haber mostrado la aplicación. Por eso me he decidido a tomar un alumno imaginario y a suponerme con la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para desempeñar su educación, conduciéndola desde el instante de su nacimiento hasta aquel en que, ya hombre formado, no necesite más gula que a sí propio. Paréceme útil este método para estorbar que un autor que de sí desconfía, se extravíe en visiones; porque en cuanto se desvía de la práctica ordinaria, no tiene más que probar la suya en su alumno, y en breve conocerá, o lo conocerá el lector, si no él, si sigue los progresos de la infancia y el camino natural del corazón humano.

Esto es lo que he procurado hacer en cuantas dificultades se han presentado. Por no abultar inútilmente el libro, me he ceñido a sentar los principios cuya verdad a todos debe parecer obvia; pero en cuanto a las reglas que podían necesitar pruebas, las he aplicado todas a mi Emilio, o a otros ejemplos, haciendo ver en detalles muy circunstanciados, cómo se podía poner en práctica lo que yo había asentado; este es a lo menos el plan que me he propuesto seguir al lector compete decidir si le he dado cima.

De aquí ha resultado que en un principio he hablado poco de Emilio, porque mis máximas primeras de educación, aunque contrarias a las usadas, son de tan palpable evidencia, que no es fácil que un hombre de razón les niegue asenso. Pero al paso que adelanto, mi alumno, conducido de otra manera que los vuestros, no es ya un niño ordinario y necesita un régimen peculiar para él. Sale entonces con más frecuencia a la escena; y en los últimos tiempos casi ni un instante le pierdo de vista, hasta que, por más que él diga, no tenga la menor necesidad de mí.

No hablo en este lugar de un buen ayo; las doy por supuestas y supongo también que las poseo yo todas. La lectura de esta obra hará ver con cuánta liberalidad procedo para conmigo.

Observaré solamente, contra el dictamen general que el ayo de un niño debe ser joven y aun tan joven cuanto puede serlo un hombre de juicio.

Quisiera hasta que fuera niño, si posible fuese; que pudiera ser compañero de su alumno, y granjearse su confianza, tomando parte en sus diversiones. Hay tan pocas cosas análogas entre la infancia y la edad madura, que nunca se formará apego sólido a tanta distancia. Los niños halagan algunas veces a los viejos, pero nunca los quieren.

Quisiérase que el ayo hubiese ya educado a otro niño. Pero es demasiado; un mismo hombre no puede educar más que a uno; si fuese necesario educar a dos para acertar en la educación del segundo, ¿qué derecho tuvo para encargarse del primer alumno?

Con más experiencia sabría obrar mejor; pero ya no podría. Aquel que ha desempeñado una vez este cargo con el suficiente acierto para conocer todas sus penalidades, no queda con ánimo para volver a acometer la misma empresa; y si ha salido mal la vez primera, no es buen agüero para la segunda.

Convengo en que es muy distinto acompañará un joven por espacio de cuatro años, que conducirle por espacio de veinticinco. Vosotros dais un ayo a vuestro hijo ya formado por completo, y yo quiero que le tenga antes de nacer. A vuestro parecer, un ayo puede cambiar de alumno cada lustro; mas el ayo que yo imagino nunca tendrá más que uno. Distinguís vosotros el preceptor del ayo: otro error. ¿Distinguís acaso el alumno del discípulo? Una sola ciencia hay que enseñará los niños, que es la de las obligaciones del hombre. Esta ciencia es única; y diga lo que quisiere Jenofonte de la educación de los persas, no es divisible. Por lo demás, yo llamaré mejor ayo que preceptor al maestro de esta ciencia, porque no tanto es su oficio instruir como conducir.

No debe dar preceptos, debe hacer que los halle su alumno.

Si con tanto esmero se ha de escoger el ayo, facultad tiene éste para escoger a su alumno, particularmente tratándose de un modelo que proponer. No puede basarse esta elección sobre el ingenio y carácter del niño, que no se conoce hasta el fin de la obra, y que adopto antes que nazca. Si pudiera escoger, buscaría un entendimiento ordinario, como el que a mi alumno supongo. Sólo los hombres vulgares necesitan ser educados; y sola su educación debe servir de ejemplo para sus semejantes: lo demás se educan a pesar de las contrariedades.

No es indiferente la condición del país para la cultura de los hombres; éstos sólo en los climas templados son todo cuanto pueden ser: en los climas extremados es visible la desventaja. Un hombre no es un árbol plantado en un país para no moverse de él; y el que sale de un extremo para ir al otro, tiene que andar doble camino que quien sale del término medio para llegar al mismo punto que el primero.

Si el habitante de un país templado recorre sucesivamente ambos extremos, todavía saca evidentes ventajas, porque aunque reciba las mismas impresiones que el que va de un extremo a otro, se aparta no obstante la mitad menos de su natural constitución. En Laponia y en Guinea vive un francés; pero no vivirá igualmente ni un negro en Tornea, ni un samoyeda en Benin. También parece que no es tan perfecta la organización del cerebro en ambos extremos. La inteligencia de los europeos no la tienen, los negros ni los lapones. Por eso, si quiero que mi alumno pueda ser habitante de la tierra entera, le escogeré en una zona templada, en Francia, por ejemplo, mejor que en otra parte.

El pobre no necesita educación; la de su estado es forzosa, y no puede tener otra; por el contrario, la que por su estado recibe el rico es la que menos le conviene para sí propio y para la sociedad. La educación natural debe, por otra parte, hacer al hombre apto para todas las condiciones humanas; así menos racional es educar a un rico para que sea, pobre, que a un pobre para que sea rico, porque a proporción del número de ambos estados, más ricos hay que empobrezcan que pobres que se enriquezcan. Escojamos pues, a un rico; estaremos ciertos de haber hecho un hombre más, mientras un pobre puede hacerse hombre por sí solo.

CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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