LA DISTRIBUCIÓN DE FUNCIONES ENTRE EL CABALLO Y EL JINETE
En el primer tomo de El capital, escribió Karl Marx: «El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria».
El saqueo, interno y externo, fue el medio más importante para la acumulación primitiva de capitales que, desde la Edad Media, hizo posible la aparición de una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial.
A medida que se extendía la economía monetaria, el intercambio desigual iba abarcando cada vez más capas sociales y más regiones del planeta. Ernest Mandel ha sumado el valor del oro y la Plata arrancados de América hasta 1660, el botín extraído de Indonesia por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales desde 1650 hasta 1780, las ganancias del capital francés en la trata de esclavos durante el siglo XVIII, las entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés de la India durante medio siglo: el resultado supera el valor de todo el capital invertido en todas las industrias europeas hacia 1800.
Mandel hace notar que esta gigantesca masa de capitales creó un ambiente favorable a las inversiones en Europa, estimuló el «espíritu de empresa» y financió directamente el establecimiento de manufacturas que dieron un gran impulso a la revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable concentración internacional de la riqueza en beneficio de Europa impidió, en las regiones saqueadas, el salto a la acumulación de capital industrial. «La doble tragedia de los países en desarrollo consiste en que no sólo fueron víctimas de ese proceso de concentración internacional, sino que posteriormente han debido tratar de compensar su atraso industrial, es decir, realizar la acumulación originaria de capital industrial, en un mundo que está inundado con los artículos manufacturados por una industria ya madura, la occidental».
Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas dentro del proceso de la expansión del capital comercial.
Europa tendía sus brazos para alcanzar al mundo entero. Ni España ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador avance del mercantilismo capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida sustancial, proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión.
Como hemos visto, si bien los metales preciosos de América alumbraron la engañosa fortuna de una nobleza española que vivía su Edad Media tardíamente y a contramano de la historia, simultáneamente sellaron la ruina de España en los siglos por venir. Fueron otras las comarcas de Europa que pudieron incubar el capitalismo moderno valiéndose, en gran parte, de la expropiación de los pueblos primitivos de América. A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió la explotación sistemática, en los socavones y en los yacimientos, del trabajo forzado de los indígenas y de los negros esclavos arrancados de África por los traficantes.
Europa necesitaba oro y plata. Los medios de pago de circulación se multiplicaban sin cesar y era preciso alimentar los movimientos del capitalismo a la hora del parto: los burgueses se apoderaban de las ciudades y fundaban bancos, producían e intercambiaban mercancías, conquistaban mercados nuevos. Oro, plata, azúcar: la economía colonial, más abastecedora que consumidora, se estructuró en función de las necesidades del mercado europeo, y a su servicio.
El valor de las exportaciones latinoamericanas de metales preciosos fue, durante prolongados períodos del siglo XVI, cuatro veces mayor que el valor de las importaciones, compuestas sobre todo por esclavos, sal, vino y aceite, armas, paños y artículos de lujo. Los recursos fluían para que los acumularan las naciones europeas emergentes. Esta era la misión fundamental que habían traído los pioneros, aunque además aplicaran el Evangelio, casi tan frecuentemente como el látigo, a los indios agonizantes.
La estructura económica de las colonias ibéricas nació subordinada al mercado externo y, en consecuencia, centralizada en tormo del sector exportador, que concentraba la renta y el poder.
A lo largo del Proceso, desde la etapa de los metales al posterior suministro de alimentos, cada región se identificó con lo que produjo, y produjo lo que de ella se esperaba en Europa: cada producto, cargado en las bodegas de los galeones que surcaban el océano, se convirtió en una vocación y en un destino.
La división internacional del trabajo, tal como fue surgiendo junto con el capitalismo, se parecía más bien a la distribución de funciones entre un jinete y un caballo, como dice Paul Baran. Los mercados del mundo colonial crecieron como meros apéndices del mercado interno del capitalismo que irrumpía.
Celso Furtado advierte que los señores feudales europeos obtenían un excedente económico de la población por ellos dominada, y lo utilizaban, de una u otra forma, en sus mismas regiones, en tanto que el objetivo principal de los españoles que recibieron del rey minas, tierras e indígenas en América, consistía en sustraer un excedente para transferirlo a Europa. Esta observación contribuye a aclarar el fin último que tuvo, desde su implantación, la economía colonial americana; aunque formalmente mostrara algunos rasgos feudales, actuaba al servido del capitalismo naciente en otras comarcas. Al fin y al cabo, tampoco en nuestro tiempo la existencia de los centros ricos del capitalismo puede explicarse sin la existencia de las periferias pobres y sometidas: unos y otras integran el mismo sistema.
Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa. La economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada, la Iglesia.
El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo disfrute consagraban sus fortunas crecientes.
No tenían, las clases dominantes, el menor interés en diversificar las economías internas ni en elevar los niveles técnicos y culturales de la población: era otra su función dentro del engranaje internacional para el que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto de vista de los intereses reinantes, impedía el desarrollo de un mercado interno de consumo.
Una economista francesa sostiene que la peor herencia colonial de América Latina, que explica su considerable atraso actual, es la falta de capitales.
Sin embargo, toda la información histórica muestra que la economía colonial produjo, en el pasado, una enorme riqueza a las clases asociadas, dentro de la región, al sistema colonialista de dominio.
La cuantiosa mano de obra disponible, que era gratuita o prácticamente gratuita, y la gran demanda europea por los productos americanos, hicieron posible, dice Sergio Bagú «una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando, fue reduciéndose en proporción a la masa de población, como se desprende del hecho cierto de que el número de europeos y criollos desocupados aumentara sin cesar».
El capital que restaba en América, una vez deducida la parte del león que se volcaba al proceso de acumulación primitiva del capitalismo europeo, no generaba, en estas tierras, un proceso análogo al de Europa, para echar las bases del desarrollo industrial, sino que se desviaba a la construcción de grandes palacios y templos ostentosos, a la compra de joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento de servidumbres numerosas y al despilfarro de las fiestas. En buena medida, también, ese excedente quedaba inmovilizado en la compra de nuevas tierras o continuaba girando en las actividades especulativas y comerciales.
En el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México «una enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios de minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio». No menos de la mitad de la propiedad raíz y del capital total de México pertenecía, según su testimonio, a la Iglesia, que además controlaba buena parte de las tierras restantes mediante hipotecas.
Los mineros mexicanos invertían sus excedentes en la compra de latifundios, y en los empréstitos en hipoteca, al igual que los grandes exportadores de Veracruz y Acapulco; la jerarquía clerical extendía sus bienes en la misma dirección.
Las residencias capaces de convertir al plebeyo en príncipe y los templos despampanantes nacían como los hongos después de la lluvia.
En el Perú, a mediados del siglo XVII, grandes capitales procedentes de los encomenderos, mineros, inquisidores y funcionarios de la administración imperial se volcaban al comercio.
Las fortunas nacidas en Venezuela del cultivo del cacao, iniciado a fines del siglo XVI, látigo en mano, a costa de legiones de esclavos negros, se invertían «en nuevas plantaciones y otros cultivos comerciales, así como en minas, bienes raíces urbanos, esclavos y hatos de ganado».
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
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