“Lo cuentan las voces de los que se resisten”
Escritos históricos
Manifiesto
de Cartagena
(En
el marco del bicentenario del ”Manifiesto de Cartagena”)
Libertar a la Nueva Granada de la
suerte de Venezuela, y redimir a ésta de la que padece, son los objetos que me
he propuesto en esta Memoria.
Dignaos, oh mis conciudadanos, de
aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables. Yo soy, granadinos,
un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus
ruinas físicas, y políticas, que siempre fiel al sistema liberal, y justo que
proclamó mi patria, he venido a seguir aquí los estandartes de la
independencia, que tan gloriosamente tremolan en estos estados.
Permitidme que animado de un celo
patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para indicaros ligeramente las
causas que condujeron a Venezuela a su destrucción; lisonjeándome que las
terribles, y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida República,
persuadan a la América, a mejorar de conducta, corrigiendo los vicios de
unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos. El más consecuente
error que cometió Venezuela, al presentarse en el teatro político fue, sin
contradicción. la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema
improbado como débil e ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y
tenazmente sostenido hasta los últimos periodos, con una ceguedad sin ejemplo.
Las primeras pruebas que dio
nuestro Gobierno de su insensata debilidad, las manifestó con la ciudad
subalterna de Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad, lo declaró
insurgente y lo hostilizó como enemigo. La Junta Suprema, en lugar de subyugar
aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas
marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan
respetable, que logró subyugar después la Confederación entera, con casi igual
facilidad que la que teníamos nosotros anteriormente para vencerla. Fundando la
Junta su política en los principios de humanidad mal entendida que no autorizan
a ningún gobierno, para hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que
desconocen el valor de sus derechos.
Los códigos que consultaban nuestros
magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno,
sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose
repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo
la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por
jefes; filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por
soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se
resintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos
agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada.
De aquí nació la impunidad de los
delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos, y
particularmente por nuestros natos e implacables enemigos, los españoles
europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país para tenerlo
incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar
nuestros jueces perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan
enormes que se dirigían contra la salud pública. La doctrina que apoyaba esta
conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de algunos escritores que
defienden la no residencia de facultad en nadie, para privar de la vida a un
hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el delito de lesa patria. Al
abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a
cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar, porque los
gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal
que contribuyó más que nada a derribar la máquina que todavía no habíamos
enteramente concluido! De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas
veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso
y gloria.
Por el contrario, se
establecieron innumerables cuerpos de milicias indisciplinadas, que además de
agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la plana mayor, destruyeron
la agricultura, alejando a los paisanos de sus hogares, e hicieron odioso el
gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus familias. "Las
repúblicas -decían nuestros estadistas- no han menester de hombres pagados para
mantener su libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el
enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente el
Norte de América vencieron a su contrarios sin auxilio de tropas mercenarias,
siempre prontas a sostener al despotismo y a subyugar a sus
conciudadanos".
Con estos anti políticos e
inexactos raciocinios, fascinaban a los simples, pero no convencían a los
prudentes, que conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los pueblos,
los tiempos, y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras. Ellas, es
verdad que no pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no
los había y sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados en sus virtudes
políticas, costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros
estamos muy distantes de poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el
yugo de sus tiranos es notorio que han mantenido el competente número de
veteranos que exige su seguridad; exceptuando el Norte de América, que estando
en paz con todo el mundo y guarnecido por el mar, no ha tenido por conveniente
sostener en estos últimos años el completo de tropas veteranas que necesita
para la defensa de sus fronteras y plazas.
El resultado probó severamente a
Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos que salieron al encuentro
del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no estando habituados a la
disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a
pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes, por
llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y
oficiales; porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son
capaces de sobreponerse a los primeros infaustos sucesos de una campaña. EL
soldado bisoño lo cree todo perdido, desde que es derrotado una vez; porque la
experiencia no le ha probado que el valor, la habilidad y la constancia
corrigen la mala fortuna.
La subdivisión de la provincia de Caracas,
proyectada discutida y sancionada por el Congreso federal, despertó y fomentó
una enconada rivalidad en las ciudades y lugares subalternos, contra la
capital: "La cual -decían los congresantes ambiciosos de dominar en sus
distritos- era la tiranía de las ciudades y la sanguijuela del Estado". De
este modo se encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se
logró apagar con la reducción de aquella ciudad; pues conservándolo encubierto,
lo comunicó a las otras limítrofes a Coro y Maracaibo; y éstas entablando
comunicaciones con aquéllas, facilitaron, por este medio, la entrada de los
españoles que trajo la caída de Venezuela.
La disipación de las rentas
públicas en objetos frívolos y perjudiciales, y particularmente en sueldos de
infinidad de oficinistas, secretarios, jueces, magistrados, legisladores
provinciales y federales, dio un golpe mortal a la República, porque la obligó
a recurrir al peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otra
garantía que la fuerza y las rentas imaginarias de la Confederación. Esta nueva
moneda pareció a los ojos de los más, una violación manifiesta del derecho de
propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en
cambio de otros cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el
descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de
las tropas españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con
más horror que la servidumbre.
Pero lo que debilitó más el
Gobierno de Venezuela, fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas
exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por
sí mismo rompe los pactos sociales, y constituye a las naciones en anarquía.
Tal era el verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba
independientemente; y, a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales
facultades alegando la práctica de aquéllas y la teoría de que todos los
hombres, y todos los pueblos, gozan de la prerrogativa de instituir a su
antojo, el gobierno que les acomode.
El sistema federal bien que sea
el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad es,
no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros nacientes Estados.
Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud
de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las
virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano: virtudes que no
se adquieren en los gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y
los deberes del ciudadano. Por otra parte ¿qué país del mundo por morigerado y
republicano que sea, podrá, en medio de las facciones intestinas y de una
guerra exterior, regirse por un gobierno tan complicado y débil como el
federal? No, no es posible conservarlo en el tumulto de los combates y de los
partidos.
Es preciso que el gobierno se
identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos
y de los hombres que lo rodean. Si éstos son prósperos y serenos, él debe ser
dulce y protector; pero si son calamitosos y turbulentos, él debe mostrarse
terrible, y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin atender a leyes ni
constituciones, ínterin no se restablecen la felicidad y la paz. Caracas tuvo
mucho que padecer por defecto de la Confederación que lejos de socorrerla le
agotó sus caudales y pertrechos; y cuando vino el peligro la abandonó a su
suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además le aumentó sus
embarazos habiéndose empeñado una competencia entre el poder federal y el provincial,
que dio lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se
resolviese la cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales
a rechazarlos, cuando ya tenían ocupada una gran porción de la provincia.
Esta fatal contestación produjo
una demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en San
Carlos sin que les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer. Yo soy de
sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los
enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente
envueltos en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados
vilipendiosamente por ese puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo, y por los
intrigantes moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de
la Federación entre nosotros; porque los unos son tan ignorantes que hacen sus
votaciones maquinalmente, y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción;
por lo que jamás se vio en Venezuela una votación libre y acertada; lo que
ponía el gobierno en manos de hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya
inmorales. El espíritu de partido decidía en todo y, por consiguiente, nos
desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división y no
las armas españolas, nos tornó a la esclavitud.
El terremoto de 26 de marzo
trastornó ciertamente, tanto lo físico como lo normal; y puede llamarse
propiamente la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este mismo suceso
habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se hubiera
gobernado entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor
hubiese puesto remedio a los daños sin trabas, ni competencias que retardando
el efecto de las providencias, dejaban tomar al mal un incremento tan grande
que lo hizo incurable. Si Caracas, en lugar de una Confederación lánguida e
insubsistente, hubiese establecido un gobierno sencillo, cual lo requería su
situación política y militar, tú existieras ¡oh Venezuela! y gozaras hoy de tu
libertad.
La influencia eclesiástica tuvo
después del terremoto, una parte muy considerable en la sublevación de los
lugares y ciudades subalternas: y en la introducción de los enemigos en el
país; abusando sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los
promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar ingenuamente, que
estos traidores sacerdotes, se animaban a cometer los execrables crímenes de
que justamente se les acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta; la
cual hallaba en el Congreso un escandaloso abrigo; llegando a tal punto esta
injusticia que de la insurrección de la ciudad de Valencia, que costó su
pacificación cerca de mil hombres, no se dio a la vindicta de las leyes un solo
rebelde; quedando todos con vida y, los más, con sus bienes.
De lo referido se deduce, que
entre las causas que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse en
primer lugar la naturaleza de su Constitución; que repito, era tan contraria a
sus intereses, como favorable a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu
de misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero, la oposición al
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los choques
que le daban los españoles. Cuarto, el terremoto acompañado del fanatismo que
logró sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y últimamente, las
facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron
descender la patria al sepulcro.
Estos ejemplos de errores e
infortunios, no serán enteramente inútiles para los pueblos de la América
meridional, que aspiran a la libertad e independencia. La Nueva Granada ha
visto sucumbir a Venezuela, por consiguiente debe evitar los escollos que han
destrozado a aquélla. A este efecto presento como una medida indispensable para
la seguridad de la Nueva Granada, la reconquista de Caracas. A primera vista
parecerá este proyecto inconducente, costoso y quizás impracticable; pero
examinando atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es
imposible desconocer su necesidad, como dejar de ponerlo en ejecución probada
la utilidad. Lo primero que se presenta en apoyo de esta operación, es el
origen de la destrucción de Caracas, que no fue otro que el desprecio con que
miró aquella ciudad la existencia de un enemigo que parecía pequeño, y no lo
era considerándolo en su verdadera luz.
Coro, ciertamente, no habría
podido nunca entrar en competencias con Caracas, si la comparamos, en sus fuerzas
intrínsecas, con ésta; mas como en el orden de las vicisitudes humanas no es
siempre la mayoría física la que decide, sino que es la superioridad de la
fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no debió el Gobierno
de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación de un enemigo
que, aunque aparentemente débil, tenía por auxiliares a la provincia de
Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro, y la cooperación de
nuestros eternos contrarios los europeos que viven con nosotros; el partido
clerical, siempre adicto a su apoyo y compañero, el despotismo, y, sobre todo,
la opinión inveterada de cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los
límites de nuestros estados. Así fue que apenas hubo un oficial traidor que
llamase al enemigo, cuando se desconcertó la máquina política, sin que los
inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los defensores de Caracas,
lograsen impedir la caída de un edificio ya desplomado, por el golpe que
recibió de un solo hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela
a la Nueva Granada; y formando una proporción hallaremos que Coro es a Caracas,
como Caracas es a la América entera; consiguientemente, el peligro que amenaza
este país está en razón de la anterior progresión; porque poseyendo España el
territorio de Venezuela, podrá con facilidad sacarle hombres y municiones de
boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes experimentados contra los
grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las provincias de
Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América meridional.
España tiene en el día gran
número de oficiales generales ambiciosos y audaces; acostumbrados a los
peligros y a las privaciones que anhelan por venir aquí a buscar un imperio que
reemplace el que acaban de perder. Es muy probable, que al expirar la
Península, haya una prodigiosa emigración de hombres de todas clases; y
particularmente de cardenales arzobispos, obispos, canónigos y clérigos
revolucionarios capaces de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos
estados, sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La
influencia religiosa, el imperio de la dominación civil y militar, y cuantos
prestigios pueden obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos
instrumentos de que se valdrán para someter estas regiones. Nada se opondrá a
la emigración de España.
Es verosímil que Inglaterra
proteja la evasión de un partido que disminuye en parte las fuerzas de
Bonaparte en España; y trae consigo el aumento y permanencia del suyo en
América. La Francia no podrá impedirlo tampoco Norte América; y nosotros menos
aún, pues careciendo todos de una marina respetable, nuestras tentativas serán
vanas. Estos tránsfugas hallarán, ciertamente, una favorable acogida en los
puertos de Venezuela, como que vienen a reforzar a los opresores de aquel país;
y los habilitan de medios para emprender la conquista de los Estados
independientes. Levantarán quince o veinte mil hombres que disciplinarán
prontamente con sus jefes, oficiales, sargentos, cabos y soldados veteranos.
A este ejército seguirá otro
todavía más temible, de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda
la jerarquía eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y
la intriga, condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar
a la multitud, que derramándose como un torrente, lo inundarán todo arrancando
la semillas, y hasta las raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las
tropas combatirán en el campo; y éstos, desde sus gabinetes, nos harán la
guerra por los resortes de la seducción y del fanatismo.
Así pues, no nos queda otro
recurso para precavernos de estas calamidades, que el de pacificar rápidamente
nuestras provincias sublevadas, para llevar después nuestras armas contra las
enemigas; y formar, de este modo, soldados y oficiales dignos de llamarse las
columnas de la patria. Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer
mención de la necesidad urgente que tenemos de cerrarle las puertas al enemigo,
hay otras razones tan poderosas para determinarnos a la ofensiva, que sería una
falta militar y política inexcusable dejar de hacerla. Nosotros nos hallamos
invadidos y, por consiguiente, forzados a rechazar al enemigo más allá de la
frontera. Además, es un principio del arte que toda guerra defensiva es
perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo, siempre son
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así, no debemos, por
ningún motivo, emplear la defensiva.
Debemos considerar también el
estado actual del enemigo, que se halla en una posición muy crítica,
habiéndoseles desertado la mayor parte de sus soldados criollos; y teniendo al
mismo tiempo que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello,
La Guaira, Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos; sin
que se atrevan a desamparar estas plazas por temor de una insurrección general
en el acto de separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen
nuestras tropas hasta las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla
campal. Es una cosa positiva, que en cuanto nos presentemos en Venezuela, se
nos agregan millares de valerosos patriotas, que suspiran por vernos aparecer,
para sacudir el yugo de sus tiranos, y unir sus esfuerzos a los nuestros en
defensa de la libertad.
La naturaleza de la presente
campaña nos proporciona la ventaja de aproximarnos a Maracaibo, por Santa
Marta, y a Barinas por Cúcuta. Aprovechemos, pues, instantes tan propicios; no
sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de España, cambien
absolutamente el aspecto de los negocios, y perdamos, quizás para siempre, la
dichosa oportunidad de asegurar la suerte de estos estados.
El honor de la Nueva Granada
exige imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta
los últimos atrincheramientos, como su gloria depende de tomar a su cargo la
empresa de marchar a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia
colombiana, sus mártires, y aquel benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores
sólo se dirigen a sus amados compatriotas los granadinos, que ellos aguardan
con una mortal impaciencia, como a sus redentores. Corramos a romper las
cadenas de aquellas víctimas que gimen en las mazmorras, siempre esperando su
salvación de vosotros; no burléis su confianza; no seáis insensibles a los
lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a dar vida al
moribundo, soltura al oprimido y libertad a todos.
Simón Bolívar. Cartagena de Indias,
15 de diciembre de 1812
“Por una
conciencia Socialista, dejémonos de guardar silencio”
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