VILLA RICA DE OURO PRETO: LA POTOSÍ DE ORO
La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.
Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes y dispersas. Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir, por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su paso de conquista.
Los bandeirantes de la región de Sao Paulo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río Sao Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles.
La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro de las rocas y los había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones de las montañas. Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalho de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo.
«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, y su mirada planea sobre las torres de las iglesias. «Había oro en las veredas, crecía como pasto». Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de la otra».
En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora... «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: « ¿Ve? ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajaban día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquél por los blancos. Y aquélla es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos». A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población... que el que España aportó a todas sus colonias de América». Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde África, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.
Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad del oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades, campamentos nacidos del boom y bruscamente acrecidos en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores» -según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de la civilización del oro. Simáo Ferreira Machado la describía, veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil». Otro escritor de la época, Francisco Tavares de Brito, definía en 1732 a Ouro Preto como «la Potosí de oro».
Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, Sáo Joao d'El Rei, Ribeiráo do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, «para entregarse con ella a continuos y escandalosos pecados», pero los hombres de sotana no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera. En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el distrito minero.
Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas en el original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais atraía a los mejores artesanos de la época. Exteriormente, los templos aparecían sobrios, despojados; pero el interior, símbolo del alma divina, resplandecía en el oro puro de los altares, los retablos, los pilares y los paneles en bajorrelieve; no se escatimaban los metales preciosos, para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas del Cielo», como aconsejaba el fraile Miguel de Sáo Francisco en 1710. Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente caro en las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba al derroche de su riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos daban lugar a la exhibición de vestidos y adornos de lujo fulgurante. En 1733 una festividad religiosa duró más de una semana. No sólo se hacían procesiones a pie, a caballo y en triunfales carros de nácar, sedas y oro, con trajes de fantasía y alegorías, sino también torneos ecuestres, corridas de toros y danzas en las calles al son de flautas, gaitas y guitarras.
Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra y la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia 1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas, hormigas, gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en los lavaderos de oro. «Allí trabajan -escribía Luís Gomes Ferreira, allí comen, y a menudo allí tienen que dormir; y como cuando trabajan se bañan en sudor, con sus pies siempre sobre la tierra fría, sobre piedras o en el agua, cuando descansan o comen, sus poros se cierran y se congelan de tal forma que se hacen vulnerables a muchas peligrosas enfermedades, como las muy severas pleuresías, apoplejías, convulsiones, parálisis, neumonías y muchas otras». La enfermedad era una bendición del cielo que aproximaba la muerte. Los capitaes do mato de Minas Gerais cobraban recompensas en oro a cambio de las cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban.
Los esclavos se llamaban «piezas de Indias» cuando eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían, ya en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco. Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían a los negros que venían de la pequeña playa de Whydah, en la costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además, por lo menos una amante negra de Whydah para que la suerte lo acompañara en las exploraciones.
La explosión del oro no sólo incrementó la importación de esclavos, sino que además absorbió buena parte de la mano de obra negra ocupada en las plantaciones de azúcar y tabaco de otras regiones de Brasil, que quedaron sin brazos. Un decreto real de 1711 prohibió la venta de los esclavos ocupados en tareas agrícolas con destino al servicio en las minas, con la excepción de los que mostraran «perversidad de carácter». Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto. Los negros se morían rápidamente, sólo en casos excepcionales llegaban a soportar siete años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran el Atlántico, los portugueses los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían la obligación de asistir a misa, aunque les estaba Prohibido entrar en la capilla mayor o sentarse en los bancos.
A mediados del siglo XVIII, Ya muchos de los mineros se habían trasladado a la Serra do Frio en busca de diamantes. Las piedras cristales que los cazadores de oro habían arrojado a un costado mientras exploraban los lechos de los ríos habían resultado ser diamantes. Minas Gerais ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones parejas. El floreciente campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito diamantino, y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la última moda europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas, las armas y los muebles más lujosos: horas del delirio y el derroche. Una esclava mulata, Francisca da Silva, conquistó su libertad al convertirse en la amante del millonario Joao Fernandes de Oliveira, virtual soberano de Tijuco, y ella, que, era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió en la Xica que manda 70. Como nunca había visto el mar y quería tenerlo cerca, su caballero le construyó un gran lago artificial en el que puso un barco con tripulación y todo. Sobre las faldas de la sierra de Sao Francisco levantó para ella un castillo, con un jardín de plantas exóticas y cascadas artificiales; en su honor daba opíparos banquetes regados por los mejores vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones de teatro y conciertos. Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el casamiento del príncipe de la corte portuguesa. Diez años antes, John Mawe, un inglés que visitó Ouro Preto, se asombró de su pobreza; encontró casas vacías y sin valor, con letreros que las ponían infructuosamente en venta, y comió comida inmunda y escasa 71. Tiempo atrás había estallado la rebelión que coincidió con la crisis en la comarca del oro. José Joaquim da Silva Xavier, «Tiradentes», había sido ahorcado y despedazado, y otros luchadores por la independencia habían partido desde Ouro Preto hacia la cárcel o el exilio.
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
sábado, 27 de marzo de 2010
domingo, 21 de marzo de 2010
LA SEMANA SANTA DE LOS INDIOS TERMINA SIN RESURRECCIÓN
LA SEMANA SANTA DE LOS INDIOS TERMINA SIN RESURRECCIÓN
A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1952, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían las sobras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.
Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores aimaraes y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de un pan duro.
La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional de América; en la actualidad, cuando los mineros bolivianos cumplen treinta y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando: el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos, le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones, los endurece y los mata.
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo.
No sucede lo mismo, en cambio, con el consumo de coca, que no nació con los españoles; ya existía en tiempos de los incas. La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y sólo permitía su uso con fines rituales o para el duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un espléndido negocio.
En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del tráfico de coca; en las minas de plata de Potosí entraban anualmente den mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La Iglesia extraía impuestos a la droga. El inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a muchos españoles.
Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándolas, podían soportar mejor, al precio de abreviar la propia vida, las mortales tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos».
A esta altura del siglo veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando coca para matar el hambre y matarse y siguen quemándose las tripas con alcohol puro. Son las estériles revanchas de los condenados. En las minas bolivianas, los obreros llaman todavía mita a su salario.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacía las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante.
Los indios han padecido y padecen -síntesis del drama de toda América Latina- la maldición de su propia riqueza. Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en Nicaragua, los indios Nicaraos, fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras en las riberas, y ésta es también la historia de los indios de todos los valles fértiles y los subsuelos ricos del río Bravo al sur.
Las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados, el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado de los latifundios ganaderos.
Los indios yaquis, del estado mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán. Así, la península de Yucatán se convirtió no sólo en el cementerio de los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yaquis, que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del henequén disponían de más de cien mil esclavos indígenas en sus plantaciones. Pese a su excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yaquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo.
En nuestros días, la fibra de henequén sólo puede competir con sus sustitutos sintéticos gracias al nivel de vida sumamente bajo de sus obreros. Las cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como se cree, al menos para los indígenas de Yucatán: «Las condiciones de vida de esos trabajadores se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla Sánchez.
En las pendiente andinas cercanas a Bogotá, el peón indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela: «Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas, el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña! ».
No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo de las selvas.
A principios de este siglo, sobrevivían aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización: el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el contacto con la muerte.
Las disposiciones legales que desde 1537 protegen a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto de todas las constituciones brasileñas, son «los primitivos y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario de un nuevo sueño americano.
EN TREN DE CONQUISTA, HOMBRES Y EMPRESAS DE LOS ESTADOS UNIDOS SE HAN ABALANZADO SOBRE LA AMAZONIA COMO SI FUERA UN NUEVO FAR WEST.
Esta invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se les ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castelo Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta.
Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando para el mercado mundial o peleando por sus vencedores.
En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente.
Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis o paludismo.
El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos. La expropiación de los indígenas -usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones rotas por la conquista.
Los efectos de la conquista y todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa identidad triturada es la única que persiste en Guatemala. Persiste en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo.
Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso durante el interminable ascenso del Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección.
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1952, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían las sobras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.
Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores aimaraes y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de un pan duro.
La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional de América; en la actualidad, cuando los mineros bolivianos cumplen treinta y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando: el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos, le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones, los endurece y los mata.
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo.
No sucede lo mismo, en cambio, con el consumo de coca, que no nació con los españoles; ya existía en tiempos de los incas. La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y sólo permitía su uso con fines rituales o para el duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un espléndido negocio.
En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del tráfico de coca; en las minas de plata de Potosí entraban anualmente den mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La Iglesia extraía impuestos a la droga. El inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a muchos españoles.
Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándolas, podían soportar mejor, al precio de abreviar la propia vida, las mortales tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos».
A esta altura del siglo veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando coca para matar el hambre y matarse y siguen quemándose las tripas con alcohol puro. Son las estériles revanchas de los condenados. En las minas bolivianas, los obreros llaman todavía mita a su salario.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacía las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante.
Los indios han padecido y padecen -síntesis del drama de toda América Latina- la maldición de su propia riqueza. Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en Nicaragua, los indios Nicaraos, fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras en las riberas, y ésta es también la historia de los indios de todos los valles fértiles y los subsuelos ricos del río Bravo al sur.
Las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados, el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado de los latifundios ganaderos.
Los indios yaquis, del estado mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán. Así, la península de Yucatán se convirtió no sólo en el cementerio de los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yaquis, que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del henequén disponían de más de cien mil esclavos indígenas en sus plantaciones. Pese a su excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yaquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo.
En nuestros días, la fibra de henequén sólo puede competir con sus sustitutos sintéticos gracias al nivel de vida sumamente bajo de sus obreros. Las cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como se cree, al menos para los indígenas de Yucatán: «Las condiciones de vida de esos trabajadores se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla Sánchez.
En las pendiente andinas cercanas a Bogotá, el peón indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela: «Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas, el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña! ».
No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo de las selvas.
A principios de este siglo, sobrevivían aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización: el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el contacto con la muerte.
Las disposiciones legales que desde 1537 protegen a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto de todas las constituciones brasileñas, son «los primitivos y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario de un nuevo sueño americano.
EN TREN DE CONQUISTA, HOMBRES Y EMPRESAS DE LOS ESTADOS UNIDOS SE HAN ABALANZADO SOBRE LA AMAZONIA COMO SI FUERA UN NUEVO FAR WEST.
Esta invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se les ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castelo Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta.
Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando para el mercado mundial o peleando por sus vencedores.
En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente.
Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis o paludismo.
El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos. La expropiación de los indígenas -usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones rotas por la conquista.
Los efectos de la conquista y todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa identidad triturada es la única que persiste en Guatemala. Persiste en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo.
Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso durante el interminable ascenso del Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección.
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
sábado, 13 de marzo de 2010
Educación Reflexiva.
Educación Reflexiva.
Para iniciar esta conversa escrita, me gustaría dar mis apreciaciones y definiciones propias acerca de lo que entiendo por reflexión. Considero que no es nada fácil deliberar sobre los propios actos de la vida, es decir: hacer conciencia de mis relaciones con la gente, del mundo que me rodea y realizar esa mirada interna de mis posturas y de lo que soy capaz como ser humano.
Siempre estoy lleno de dudas, incertidumbres. Preguntándome cosas que por lo general no tienen respuestas inmediatas. Igualmente cotidianamente me pienso en los diferentes ámbitos en el que me desenvuelvo. Y ese murmullo, ahí, en la cabeza, diciéndome: qué es correcto, qué no es correcto, cuál es el próximo paso, qué hacer, qué es lo esencial. Y en esa vertiginosa cascada de preguntas y respuestas, pretendo abrir un punto de apoyo, una verdad cercana, que pueda compartir y sobre la cual abrir otros horizontes.
Todo me confronta, convoca, emplaza, sugiere, curiosea, reta, edifica… y en otras me desconcierta. Muchas verdades y convicciones internalizadas en el tiempo, sencillamente desde una reflexión profunda y contextualizada; empiezan a rodar, resquebrajarse y otras se fortalecen, maduran, abren nuevas posibilidades, un todo por explorar...
Reflexionar es pensar, repensar, escudriñar, descubrir, hallar, abrir caminos, despertar. SÍ ¡QUIERO DESPERTAR, ESTAR DESPIERTO! Que la vida no me la ocupen: las trivialidades, vanidades, superficialidades, apariencias, tabúes, abstracciones, prepotencias, intolerancias, DESISTIR, irme por las ramas, orgullos, egos…
El hecho reflexivo, es el entendimiento, comprensión y discernimiento de mi existencia. Un reconocimiento de mi mismo que como sujeto histórico se viene trenzando junto con los otros, en el que hago CONCIENCIA de éste proceso “inacabado de la vida”; en esa interrelación con nuestros semejantes y toda forma de vida posible con la que coexistimos. Por lo tanto; el hecho humano, se me revela en una diversidad y complementariedad compleja que nos trasciende. Este ser que soy, que somos entre nosotros mismos y la importancia de examinarnos en nuestras acciones inmediatas que afectan y mediatizan el universo de las cosas que nos rodean.
En el acto reflexivo; puedo visualizar una sinapsis en la que se complementan: hurgar el pasado ¡sacudir la memoria!, contex-tualizarnos al presente, dilucidar el futuro. Es un acto que exige: observar, estudiar, investigar, meditar, contemplar, armonizar, dejar en reposo, organizar ideas, concienciar… Es un diálogo interior, un proceso de reconocimiento, en el que se conjugan: prácticas-teorías-pensamientos-emociones. Y de ahí; nos activamos en aquello que nos interesa, de lo que nos hemos convencido.
Reflexionar, realmente es “buscarle la quinta pata al gato” hasta que se nos manifiesta el asunto que nos ha estado inquietando y por supuesto, la necesidad de abordarlos con acciones y hechos concretos, revolucionarios, que nos refunden en valores y actitudes.
La educación reflexiva, es ese encuentro cotidiano, en el que interpelamos la realidad en la que estamos asumidos y desde un sentir consciente, nos abrimos a la conversa: profunda, crítica y comprometida. Es Preguntarse, cuestionarnos. Dar la visión y postura de una problemática, hallar sus raíces: causas, consecuencias, para construir las acciones políticas necesarias que contribuyan al reconocimiento y trasformación de las condiciones de vida.
En una educación reflexiva, es imperativo identificar cómo operan los modelos de usurpación, dominación, explotación, conquista, invasores... Más que identificarlos, es necesario precisar sus mecanismos, cómo aplican y se materializan en nuestras cotidianidades, cómo nos enajenan y condicionan para hacernos defender lo indefendible. Y así, convertirnos a todos en replicadores incondicionales de la muerte. Muerte, que se expresa en un modo de ser ¡GLOBALIZADOS! que se recrea en su propia génesis de poseer y tener más y más para “ser felices” con su camuflaje de libertad, desarrollo, seguridad y progreso, que en la práctica se traduce en: pensamiento único, individualismo, fragmentación, consumismo, violencia en los gestos, palabras y acciones, el uso de un ser humano por el otro para su propio beneficio (explotación), discriminación, propiedad privada, división social del trabajo, poder, guerra, pobreza, tener, tener y tener, estandarizarnos según la moda, mercadear la vida para tratarnos como objetos, cosas, bichos. Y así, morir callados, serviles. Un eterno sálvese quien pueda. Es un sistema en el que la humanidad y la naturaleza se fríen en un aceite rancio y barato.
Este sistema apocalíptico ¡perdón! capitalista, lo veo y siento como una espada que se hunde cada vez más en el corazón; cuando tratamos de alcanzar el “triunfo, el éxito” el “estatus” de tenedores y poseedores de promesas de bienestar y riquezas que nunca llegarán, donde la naturaleza y belleza de las cosas esenciales se nos quedan en la cajita mágica y subliminal del televisor para escapar de la realidad en la próxima comiquita, animado, película… que siempre te conducen a ser otra o cualquier cosa menos ser tu mismo; que te dejan al margen de transformar ese vital potencial humano que puede ser más cercano a la vida, más cercano al amor. Pero sabemos que morimos en cada minuto, en cada dólar que se cambia en el mercado y también sabemos que este sistema nos convierte en totales y absolutos excluidos y segregados de la vida.
No podemos dar por sentado de forma determinista un modelo social, al que hay que adaptarse, acomodarse, asimilarlo, calcarlo, defenderlo y reproducirlo condicionadamente. Esto sería aceptar que el modelo nos hace ¡VIVIR PARA EL SISTEMA Y EL ORDEN ESTABLECIDO! Esto nos convierte simplemente en instrumentos autómatas ejecutantes de roles y desempeños, funciones y tareas preconcebidas, donde la gente está ajena: de si misma, sus espacios vitales, su historia, y sobre todas las cosas; de su capacidad política y soberana de construirse su propio devenir.
Una propuesta social, debe emerger de la construcción dialógicas de sus gentes (constituyente), por lo tanto cada propuesta social debe construirse y descontruirse las veces que sean necesarias. Una educación reflexiva desde la participación y protagonismo, en el reconocimiento de la diversidad. Hallará en la compleja construcción y deconstrucción del hecho social, el curriculum esencial que nos evidencie desde lo humano y así propiciar la naturaleza dialéctica; que nos va a favorecer en la concreción de una nueva realidad de país.
En la educación reflexiva ¡LA GENTE ES LA ESCUELA! y los espacios vitales para la formación serán: las calles, plazas, canchas, casas comunales, el patio de la casa de una pana, una vereda, un árbol frondoso, una montaña, un río… y la gente seremos los maestros/as: niños, niñas, adolescentes, jóvenes y adultos. Aprendiendo y desaprendiendo juntos, reconociéndonos en esa vinculación, relación y articulación que desprende de cada una de nuestras experiencias y nos marcan un nuevo principio para empezar de nuevo.
La educación reflexiva, tiene que abrir otros entendimientos y formas de pensarnos, conocer, materializarnos “SER EN EL MUDO” Al ensayarnos otras lógicas, vamos abrir esas rendijas, grietas, fisuras, fracturas, ojos de agua. Que van a desplomar y derrumbar los muros y alambrados que cierran los caminos de los sueños, las utopías, la patria nueva, “otro mundo posible” Del que necesariamente van a emerger nuevas relaciones de coexistencia que van a favorecer la construcción de lo diferente, “lo paralelo” pero con la suficiente fuerza para forjar voluntades.
Entonces, para pasar o transitar a otros modos de vida, en nuestro caso el modo SOCIALISTA, nuestro preámbulo constitucional nos ordena REFUNDAR la república, que en lo particular significa nacer de nuevo, rehacernos nuevamente. Todo se pone en duda para “Inventarnos o Errarnos”
En esta siempre hora de revolución y la necesidad de profundizarla, amerita diariamente de la educación reflexiva; porque la imposición e implantación del modelo de libre mercado (modelo que ofende y atenta contra toda forma de vida) nos institucionalizan y adiestran en sus normas, reglas, costumbres, creencias, valores y actitudes. Entonces es interesante reflexionar todo esto que llevamos encarnado; pues son muchos años de condicionamientos, usurpación, de prácticas y teorías que niegan la esencia de lo humano, de la que siempre se ha servido una élite, por cierto; muy conciente de cómo explotar a la mayoría para mantener su estatus y hegemonía como clase que detenta el poder.
Ahora bien, desde la educación reflexiva cómo desmontamos, este “modo de ser burgués”. Cómo del individualismo transitamos a lo colectivo, de un consumismo: derrochador, superficial y que parte de los intereses (modas) del mercado, transitamos a satisfacer necesidades reales y que partan de los intereses del pueblo, de una existencia donde se nos reconoce por lo que poseemos y tenemos, transitemos a edificar la vida, de las jerarquías burocráticas y amañadas, pasamos a la horizontalidad corresponsable, de la explotación de la vida; transitamos a la construcción social, colectiva y soberana de nuestros destinos.
En una educación reflexiva el Maestro: erigido, edificado, construido y abundante en intenciones revolucionarias: co propiciara, co promoverá y co facilitará condiciones de aprendizaje que favorezcan ese ser dialéctico, ese potencial ser humano en el que nos podemos transformar, que construye colectivamente el conocimiento, co partícipe y co protagonista en el despertar de la conciencia. Una conciencia que abrace el sentir de la vida. Teniendo como base de estudio e investigación sus propios contextos que son una fuente de riqueza permanente en diversidad espiritual, histórica, social, legados…
El maestro que construye la educación reflexiva, necesita asumirse en dinámicas que despierten la conciencia crítica cotidianamente, trascender el condicionamiento de estímulos y respuestas mecanizados al que nos han sometido. Su saber hacer educativo tiene que fundamentarse en procesos que parta del encuentro y reconocimiento de los sujetos, construcción colectiva y significativa del conocimiento para la transformación. Que las prácticas y teorías se confronten y legitimen ¡NO MÁS ENAJENACIÓN!... Conociendo me transformo, me refundo en espirales rumbo al infinito para Ser Vida, humanidad.
Tengo la profunda necesidad de entender y comprender mi existencia en coexistencia con el universo.
Oscar Rodolfo Gaviria Ortega
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
Para iniciar esta conversa escrita, me gustaría dar mis apreciaciones y definiciones propias acerca de lo que entiendo por reflexión. Considero que no es nada fácil deliberar sobre los propios actos de la vida, es decir: hacer conciencia de mis relaciones con la gente, del mundo que me rodea y realizar esa mirada interna de mis posturas y de lo que soy capaz como ser humano.
Siempre estoy lleno de dudas, incertidumbres. Preguntándome cosas que por lo general no tienen respuestas inmediatas. Igualmente cotidianamente me pienso en los diferentes ámbitos en el que me desenvuelvo. Y ese murmullo, ahí, en la cabeza, diciéndome: qué es correcto, qué no es correcto, cuál es el próximo paso, qué hacer, qué es lo esencial. Y en esa vertiginosa cascada de preguntas y respuestas, pretendo abrir un punto de apoyo, una verdad cercana, que pueda compartir y sobre la cual abrir otros horizontes.
Todo me confronta, convoca, emplaza, sugiere, curiosea, reta, edifica… y en otras me desconcierta. Muchas verdades y convicciones internalizadas en el tiempo, sencillamente desde una reflexión profunda y contextualizada; empiezan a rodar, resquebrajarse y otras se fortalecen, maduran, abren nuevas posibilidades, un todo por explorar...
Reflexionar es pensar, repensar, escudriñar, descubrir, hallar, abrir caminos, despertar. SÍ ¡QUIERO DESPERTAR, ESTAR DESPIERTO! Que la vida no me la ocupen: las trivialidades, vanidades, superficialidades, apariencias, tabúes, abstracciones, prepotencias, intolerancias, DESISTIR, irme por las ramas, orgullos, egos…
El hecho reflexivo, es el entendimiento, comprensión y discernimiento de mi existencia. Un reconocimiento de mi mismo que como sujeto histórico se viene trenzando junto con los otros, en el que hago CONCIENCIA de éste proceso “inacabado de la vida”; en esa interrelación con nuestros semejantes y toda forma de vida posible con la que coexistimos. Por lo tanto; el hecho humano, se me revela en una diversidad y complementariedad compleja que nos trasciende. Este ser que soy, que somos entre nosotros mismos y la importancia de examinarnos en nuestras acciones inmediatas que afectan y mediatizan el universo de las cosas que nos rodean.
En el acto reflexivo; puedo visualizar una sinapsis en la que se complementan: hurgar el pasado ¡sacudir la memoria!, contex-tualizarnos al presente, dilucidar el futuro. Es un acto que exige: observar, estudiar, investigar, meditar, contemplar, armonizar, dejar en reposo, organizar ideas, concienciar… Es un diálogo interior, un proceso de reconocimiento, en el que se conjugan: prácticas-teorías-pensamientos-emociones. Y de ahí; nos activamos en aquello que nos interesa, de lo que nos hemos convencido.
Reflexionar, realmente es “buscarle la quinta pata al gato” hasta que se nos manifiesta el asunto que nos ha estado inquietando y por supuesto, la necesidad de abordarlos con acciones y hechos concretos, revolucionarios, que nos refunden en valores y actitudes.
La educación reflexiva, es ese encuentro cotidiano, en el que interpelamos la realidad en la que estamos asumidos y desde un sentir consciente, nos abrimos a la conversa: profunda, crítica y comprometida. Es Preguntarse, cuestionarnos. Dar la visión y postura de una problemática, hallar sus raíces: causas, consecuencias, para construir las acciones políticas necesarias que contribuyan al reconocimiento y trasformación de las condiciones de vida.
En una educación reflexiva, es imperativo identificar cómo operan los modelos de usurpación, dominación, explotación, conquista, invasores... Más que identificarlos, es necesario precisar sus mecanismos, cómo aplican y se materializan en nuestras cotidianidades, cómo nos enajenan y condicionan para hacernos defender lo indefendible. Y así, convertirnos a todos en replicadores incondicionales de la muerte. Muerte, que se expresa en un modo de ser ¡GLOBALIZADOS! que se recrea en su propia génesis de poseer y tener más y más para “ser felices” con su camuflaje de libertad, desarrollo, seguridad y progreso, que en la práctica se traduce en: pensamiento único, individualismo, fragmentación, consumismo, violencia en los gestos, palabras y acciones, el uso de un ser humano por el otro para su propio beneficio (explotación), discriminación, propiedad privada, división social del trabajo, poder, guerra, pobreza, tener, tener y tener, estandarizarnos según la moda, mercadear la vida para tratarnos como objetos, cosas, bichos. Y así, morir callados, serviles. Un eterno sálvese quien pueda. Es un sistema en el que la humanidad y la naturaleza se fríen en un aceite rancio y barato.
Este sistema apocalíptico ¡perdón! capitalista, lo veo y siento como una espada que se hunde cada vez más en el corazón; cuando tratamos de alcanzar el “triunfo, el éxito” el “estatus” de tenedores y poseedores de promesas de bienestar y riquezas que nunca llegarán, donde la naturaleza y belleza de las cosas esenciales se nos quedan en la cajita mágica y subliminal del televisor para escapar de la realidad en la próxima comiquita, animado, película… que siempre te conducen a ser otra o cualquier cosa menos ser tu mismo; que te dejan al margen de transformar ese vital potencial humano que puede ser más cercano a la vida, más cercano al amor. Pero sabemos que morimos en cada minuto, en cada dólar que se cambia en el mercado y también sabemos que este sistema nos convierte en totales y absolutos excluidos y segregados de la vida.
No podemos dar por sentado de forma determinista un modelo social, al que hay que adaptarse, acomodarse, asimilarlo, calcarlo, defenderlo y reproducirlo condicionadamente. Esto sería aceptar que el modelo nos hace ¡VIVIR PARA EL SISTEMA Y EL ORDEN ESTABLECIDO! Esto nos convierte simplemente en instrumentos autómatas ejecutantes de roles y desempeños, funciones y tareas preconcebidas, donde la gente está ajena: de si misma, sus espacios vitales, su historia, y sobre todas las cosas; de su capacidad política y soberana de construirse su propio devenir.
Una propuesta social, debe emerger de la construcción dialógicas de sus gentes (constituyente), por lo tanto cada propuesta social debe construirse y descontruirse las veces que sean necesarias. Una educación reflexiva desde la participación y protagonismo, en el reconocimiento de la diversidad. Hallará en la compleja construcción y deconstrucción del hecho social, el curriculum esencial que nos evidencie desde lo humano y así propiciar la naturaleza dialéctica; que nos va a favorecer en la concreción de una nueva realidad de país.
En la educación reflexiva ¡LA GENTE ES LA ESCUELA! y los espacios vitales para la formación serán: las calles, plazas, canchas, casas comunales, el patio de la casa de una pana, una vereda, un árbol frondoso, una montaña, un río… y la gente seremos los maestros/as: niños, niñas, adolescentes, jóvenes y adultos. Aprendiendo y desaprendiendo juntos, reconociéndonos en esa vinculación, relación y articulación que desprende de cada una de nuestras experiencias y nos marcan un nuevo principio para empezar de nuevo.
La educación reflexiva, tiene que abrir otros entendimientos y formas de pensarnos, conocer, materializarnos “SER EN EL MUDO” Al ensayarnos otras lógicas, vamos abrir esas rendijas, grietas, fisuras, fracturas, ojos de agua. Que van a desplomar y derrumbar los muros y alambrados que cierran los caminos de los sueños, las utopías, la patria nueva, “otro mundo posible” Del que necesariamente van a emerger nuevas relaciones de coexistencia que van a favorecer la construcción de lo diferente, “lo paralelo” pero con la suficiente fuerza para forjar voluntades.
Entonces, para pasar o transitar a otros modos de vida, en nuestro caso el modo SOCIALISTA, nuestro preámbulo constitucional nos ordena REFUNDAR la república, que en lo particular significa nacer de nuevo, rehacernos nuevamente. Todo se pone en duda para “Inventarnos o Errarnos”
En esta siempre hora de revolución y la necesidad de profundizarla, amerita diariamente de la educación reflexiva; porque la imposición e implantación del modelo de libre mercado (modelo que ofende y atenta contra toda forma de vida) nos institucionalizan y adiestran en sus normas, reglas, costumbres, creencias, valores y actitudes. Entonces es interesante reflexionar todo esto que llevamos encarnado; pues son muchos años de condicionamientos, usurpación, de prácticas y teorías que niegan la esencia de lo humano, de la que siempre se ha servido una élite, por cierto; muy conciente de cómo explotar a la mayoría para mantener su estatus y hegemonía como clase que detenta el poder.
Ahora bien, desde la educación reflexiva cómo desmontamos, este “modo de ser burgués”. Cómo del individualismo transitamos a lo colectivo, de un consumismo: derrochador, superficial y que parte de los intereses (modas) del mercado, transitamos a satisfacer necesidades reales y que partan de los intereses del pueblo, de una existencia donde se nos reconoce por lo que poseemos y tenemos, transitemos a edificar la vida, de las jerarquías burocráticas y amañadas, pasamos a la horizontalidad corresponsable, de la explotación de la vida; transitamos a la construcción social, colectiva y soberana de nuestros destinos.
En una educación reflexiva el Maestro: erigido, edificado, construido y abundante en intenciones revolucionarias: co propiciara, co promoverá y co facilitará condiciones de aprendizaje que favorezcan ese ser dialéctico, ese potencial ser humano en el que nos podemos transformar, que construye colectivamente el conocimiento, co partícipe y co protagonista en el despertar de la conciencia. Una conciencia que abrace el sentir de la vida. Teniendo como base de estudio e investigación sus propios contextos que son una fuente de riqueza permanente en diversidad espiritual, histórica, social, legados…
El maestro que construye la educación reflexiva, necesita asumirse en dinámicas que despierten la conciencia crítica cotidianamente, trascender el condicionamiento de estímulos y respuestas mecanizados al que nos han sometido. Su saber hacer educativo tiene que fundamentarse en procesos que parta del encuentro y reconocimiento de los sujetos, construcción colectiva y significativa del conocimiento para la transformación. Que las prácticas y teorías se confronten y legitimen ¡NO MÁS ENAJENACIÓN!... Conociendo me transformo, me refundo en espirales rumbo al infinito para Ser Vida, humanidad.
Tengo la profunda necesidad de entender y comprender mi existencia en coexistencia con el universo.
Oscar Rodolfo Gaviria Ortega
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
domingo, 7 de marzo de 2010
RUINAS DE POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
RUINAS DE POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
Analizando la naturaleza de las relaciones «metrópoli-satélite» a lo largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones sucesivas, André Gunder Frank ha destacado, en una de sus obras, que las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron.
Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente.
En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán, que la abastecían de animales de tracción y de tejidos; las minas de mercurio de Huancavélica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima, principal centro administrativo de la época.
El siglo XVIII señala el principio del fin para la economía de la plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la población argentina.
Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes.
Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos.
En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación.
El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.
Se vive de los escombros. En 1640, el padre Alvaro Alonso-Barba publicó en Madrid, en la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño, escribió Barba, «es veneno». Mencionó cerros donde «hay mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ahí».
En Potosí se explota ahora el estaño que los españoles arrojaron a un lado como basura. Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley.
Desde las bocas de los cinco mil socavones que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulados en torno de los infinitos agujeros, tienen todos los colores: son rosados, lilas, púrpuras, ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos.
Los llamperos rompen la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para pesar y separar, picotean, como pajaritos, los restos minerales en busca de estaño. En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas. Los pallacos cavan a pico y pala pequeños túneles para extraer veneros de los despojos. «El cerro es rico todavía -me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra con las manos- Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como si fuera planta, igual».
Frente al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado Huakajchi, que en quechua significa: «Cerro que ha llorado». De sus laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los «ojos de agua» que dan de beber a los mineros.
En sus épocas de auge, al promediar el siglo XVII, la ciudad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial americano.
Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo, a la espléndida Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y con el otro a San José.
Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros del repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos.
Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, ni con las figuras y objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno.
Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado» de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles, junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo románico, los rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas.
Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de San Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste; en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: «El mundo está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Potosí queman cirios a falta de dinero.
La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretada como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a todo lujo habían sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios fúnebres.
Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Alvaro Bejarano había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su cadáver «todos los curas y sacerdotes de Potosí».
El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción con campanilla y palio podía, como la comunión, curar al agonizante, aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o de un altar de plata.
Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor. « El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve era cálida como el azahar o el cabello de choclo... ».
En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Cayara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se han debido ir... ».
La anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos.
Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle.
Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres».
La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi, rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.
Junto con Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del cerro rico de Potosí.
Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreo brotaban continuamente junto con los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo, su sello.
«Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes... ». Antes, ésta fue la capital cultural de dos virreinatos, la sede del principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Colquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los recogiesen los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos de Triunfo, y dicen que con las joyas de su virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores de aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta un título de príncipe.
En Potosí y en Sucre sólo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta.
En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos agotaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley; ahora sólo restan las ruinas humeantes de polvo.
Huanchaca continúa en los mapas, como si todavía existiera, identificada como un centro minero todavía vivo, con su pico y su pala cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, en Guanajuato, con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la Valenciana producía 36 veces más plata, al filo del siglo, y dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más altas.
El conde Santiago de la Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y «los preciosos tesoros que ocultan sus profundos senos», en los cerros «todos honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas Majestades», Dios y el Rey, y «para que todos acudan a beber y participar de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano y de lo noble», porque era «fuente de sabiduría, policía, armas y nobleza ... ».
El cura Marmolejo describía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los puentes, con jardines que tanto se parecían a los de Semíramis en Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenques de gallos y las torres y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas.
Pero éste era «el país de la desigualdad» y Humboldt pudo escribir sobre México: «Acaso en ninguna parte la desigualdad es más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho». Los socavones engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, «que vivían sólo para salir del día», padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero».
En una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: «Preciso es recurrir al fomento de la industria, como única fuente de una prosperidad universal -decía-. De nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si éstas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas». La profecía resultó certera.
En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados.
De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»
Analizando la naturaleza de las relaciones «metrópoli-satélite» a lo largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones sucesivas, André Gunder Frank ha destacado, en una de sus obras, que las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron.
Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente.
En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán, que la abastecían de animales de tracción y de tejidos; las minas de mercurio de Huancavélica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima, principal centro administrativo de la época.
El siglo XVIII señala el principio del fin para la economía de la plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la población argentina.
Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes.
Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos.
En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación.
El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.
Se vive de los escombros. En 1640, el padre Alvaro Alonso-Barba publicó en Madrid, en la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño, escribió Barba, «es veneno». Mencionó cerros donde «hay mucho estaño, aunque lo conocen pocos, y por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ahí».
En Potosí se explota ahora el estaño que los españoles arrojaron a un lado como basura. Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley.
Desde las bocas de los cinco mil socavones que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulados en torno de los infinitos agujeros, tienen todos los colores: son rosados, lilas, púrpuras, ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos.
Los llamperos rompen la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para pesar y separar, picotean, como pajaritos, los restos minerales en busca de estaño. En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas. Los pallacos cavan a pico y pala pequeños túneles para extraer veneros de los despojos. «El cerro es rico todavía -me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra con las manos- Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como si fuera planta, igual».
Frente al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado Huakajchi, que en quechua significa: «Cerro que ha llorado». De sus laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los «ojos de agua» que dan de beber a los mineros.
En sus épocas de auge, al promediar el siglo XVII, la ciudad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial americano.
Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo, a la espléndida Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y con el otro a San José.
Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros del repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos.
Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, ni con las figuras y objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno.
Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado» de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles, junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo románico, los rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas.
Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de San Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste; en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: «El mundo está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Potosí queman cirios a falta de dinero.
La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretada como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a todo lujo habían sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios fúnebres.
Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Alvaro Bejarano había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su cadáver «todos los curas y sacerdotes de Potosí».
El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción con campanilla y palio podía, como la comunión, curar al agonizante, aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o de un altar de plata.
Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor. « El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve era cálida como el azahar o el cabello de choclo... ».
En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Cayara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se han debido ir... ».
La anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos.
Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle.
Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres».
La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi, rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.
Junto con Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del cerro rico de Potosí.
Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreo brotaban continuamente junto con los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo, su sello.
«Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes... ». Antes, ésta fue la capital cultural de dos virreinatos, la sede del principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Colquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los recogiesen los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos de Triunfo, y dicen que con las joyas de su virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores de aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta un título de príncipe.
En Potosí y en Sucre sólo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta.
En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos agotaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley; ahora sólo restan las ruinas humeantes de polvo.
Huanchaca continúa en los mapas, como si todavía existiera, identificada como un centro minero todavía vivo, con su pico y su pala cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, en Guanajuato, con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la Valenciana producía 36 veces más plata, al filo del siglo, y dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más altas.
El conde Santiago de la Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y «los preciosos tesoros que ocultan sus profundos senos», en los cerros «todos honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas Majestades», Dios y el Rey, y «para que todos acudan a beber y participar de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano y de lo noble», porque era «fuente de sabiduría, policía, armas y nobleza ... ».
El cura Marmolejo describía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los puentes, con jardines que tanto se parecían a los de Semíramis en Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenques de gallos y las torres y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas.
Pero éste era «el país de la desigualdad» y Humboldt pudo escribir sobre México: «Acaso en ninguna parte la desigualdad es más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho». Los socavones engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, «que vivían sólo para salir del día», padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero».
En una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: «Preciso es recurrir al fomento de la industria, como única fuente de una prosperidad universal -decía-. De nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si éstas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas». La profecía resultó certera.
En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados.
De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.
Lo cuentan las voces de los vencidos.
Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano
Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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