sábado, 27 de marzo de 2010

VILLA RICA DE OURO PRETO: LA POTOSÍ DE ORO

VILLA RICA DE OURO PRETO: LA POTOSÍ DE ORO


La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.

Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes y dispersas. Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir, por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su paso de conquista.

Los bandeirantes de la región de Sao Paulo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río Sao Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles.

La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro de las rocas y los había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones de las montañas. Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalho de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo.

«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, y su mirada planea sobre las torres de las iglesias. «Había oro en las veredas, crecía como pasto». Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de la otra».

En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora... «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: « ¿Ve? ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajaban día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquél por los blancos. Y aquélla es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos». A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población... que el que España aportó a todas sus colonias de América». Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde África, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.

Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad del oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades, campamentos nacidos del boom y bruscamente acrecidos en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores» -según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de la civilización del oro. Simáo Ferreira Machado la describía, veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil». Otro escritor de la época, Francisco Tavares de Brito, definía en 1732 a Ouro Preto como «la Potosí de oro».

Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, Sáo Joao d'El Rei, Ribeiráo do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, «para entregarse con ella a continuos y escandalosos pecados», pero los hombres de sotana no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera. En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el distrito minero.

Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas en el original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais atraía a los mejores artesanos de la época. Exteriormente, los templos aparecían sobrios, despojados; pero el interior, símbolo del alma divina, resplandecía en el oro puro de los altares, los retablos, los pilares y los paneles en bajorrelieve; no se escatimaban los metales preciosos, para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas del Cielo», como aconsejaba el fraile Miguel de Sáo Francisco en 1710. Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente caro en las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba al derroche de su riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos daban lugar a la exhibición de vestidos y adornos de lujo fulgurante. En 1733 una festividad religiosa duró más de una semana. No sólo se hacían procesiones a pie, a caballo y en triunfales carros de nácar, sedas y oro, con trajes de fantasía y alegorías, sino también torneos ecuestres, corridas de toros y danzas en las calles al son de flautas, gaitas y guitarras.

Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra y la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia 1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas, hormigas, gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en los lavaderos de oro. «Allí trabajan -escribía Luís Gomes Ferreira, allí comen, y a menudo allí tienen que dormir; y como cuando trabajan se bañan en sudor, con sus pies siempre sobre la tierra fría, sobre piedras o en el agua, cuando descansan o comen, sus poros se cierran y se congelan de tal forma que se hacen vulnerables a muchas peligrosas enfermedades, como las muy severas pleuresías, apoplejías, convulsiones, parálisis, neumonías y muchas otras». La enfermedad era una bendición del cielo que aproximaba la muerte. Los capitaes do mato de Minas Gerais cobraban recompensas en oro a cambio de las cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban.

Los esclavos se llamaban «piezas de Indias» cuando eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían, ya en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco. Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían a los negros que venían de la pequeña playa de Whydah, en la costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además, por lo menos una amante negra de Whydah para que la suerte lo acompañara en las exploraciones.

La explosión del oro no sólo incrementó la importación de esclavos, sino que además absorbió buena parte de la mano de obra negra ocupada en las plantaciones de azúcar y tabaco de otras regiones de Brasil, que quedaron sin brazos. Un decreto real de 1711 prohibió la venta de los esclavos ocupados en tareas agrícolas con destino al servicio en las minas, con la excepción de los que mostraran «perversidad de carácter». Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto. Los negros se morían rápidamente, sólo en casos excepcionales llegaban a soportar siete años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran el Atlántico, los portugueses los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían la obligación de asistir a misa, aunque les estaba Prohibido entrar en la capilla mayor o sentarse en los bancos.

A mediados del siglo XVIII, Ya muchos de los mineros se habían trasladado a la Serra do Frio en busca de diamantes. Las piedras cristales que los cazadores de oro habían arrojado a un costado mientras exploraban los lechos de los ríos habían resultado ser diamantes. Minas Gerais ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones parejas. El floreciente campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito diamantino, y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la última moda europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas, las armas y los muebles más lujosos: horas del delirio y el derroche. Una esclava mulata, Francisca da Silva, conquistó su libertad al convertirse en la amante del millonario Joao Fernandes de Oliveira, virtual soberano de Tijuco, y ella, que, era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió en la Xica que manda 70. Como nunca había visto el mar y quería tenerlo cerca, su caballero le construyó un gran lago artificial en el que puso un barco con tripulación y todo. Sobre las faldas de la sierra de Sao Francisco levantó para ella un castillo, con un jardín de plantas exóticas y cascadas artificiales; en su honor daba opíparos banquetes regados por los mejores vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones de teatro y conciertos. Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el casamiento del príncipe de la corte portuguesa. Diez años antes, John Mawe, un inglés que visitó Ouro Preto, se asombró de su pobreza; encontró casas vacías y sin valor, con letreros que las ponían infructuosamente en venta, y comió comida inmunda y escasa 71. Tiempo atrás había estallado la rebelión que coincidió con la crisis en la comarca del oro. José Joaquim da Silva Xavier, «Tiradentes», había sido ahorcado y despedazado, y otros luchadores por la independencia habían partido desde Ouro Preto hacia la cárcel o el exilio.


Lo cuentan las voces de los vencidos.


Extractos del libro “Las venas abiertas de América Latina”
de Eduardo Galeano

Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

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