sábado, 28 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “VII”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VII”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido 2000 – Copyright www.elpor Ricardo Viñas aleph.com
Todos los Derechos Reservados



EMILIO
LIBRO PRIMERO


Tan pronto como empieza a distinguir el niño los objetos, es importante escoger bien los que se le enseñen, Todo lo nuevo interesa naturalmente al hombre. Se siente tan débil que tiene miedo de todo cuanto no conoce; este miedo desaparece por el hábito de ver objetos nuevos sin recibir daño. Los niños criados en casas limpias donde no se consienten telarañas tienen miedo de las arañas, y muchas veces le conservan cuando mayores. Nunca he visto aldeano, sea hombre, mujer o niño, que tenga miedo de las arañas.

¿Qué razón hay para que no empiece la educación antes que hable y oiga el niño, puesto que la elección sola de los objetos que se le presentan es capaz de hacerle cobarde o valiente? Quiero que se habitúe a mirar nuevos seres, animales feos, repugnantes, extraños; pero poco a poco y a alguna distancia hasta que se acostumbre a ellos, y a fuerza de ver que otros los manejan, los maneje al fin el también. Si ha visto sin susto en su infancia sapos, culebras y cangrejos, verá sin horror, cuando sea mayor, cualquier otro animal, porque no hay objetos horrorosos para el que los ve todos los días.

Todos los niños se asustan de las máscaras. Empiezo enseñando a Emilio una careta de forma bonita; después uno se la pone delante de la cara; me echo a reír, todo el mundo se ríe, y, el niño se ríe como los demás. Poco a poco le acostumbro con caretas más feas, y al fin con figuras horribles. Si he seguido bien la graduación, lejos de que le asuste la última, se reirá como de la primera; luego no temo que le metan miedo con máscaras.

En la despedida de Andrómaca y Héctor, cuando, asustado el niño Astinacte con el penacho que tremola en el yelmo de su padre, no le conoce y se arroja dando gritos al cuello de su nodriza, causando a su madre una sonrisa mezclada en llanto, ¿qué debe hacerse para quitarle el miedo? Justamente lo que Héctor hace; poner el yelmo en el suelo y acariciar luego al niño. En un momento más tranquilo no se hubiera contentado con esto; le habría acercado el yelmo, jugado con las plumas, y hécholas tocar al niño; hubiera tomado, en fin, la nodriza el yelmo, y colocándosele riendo en la cabeza, si una mujer se hubiese atrevido a tocar las armas de Héctor.

¿Se trata de acostumbrar a Emilio al ruido de un arma de fuego? Primeramente quemo pólvora en la cazoleta de una pistola, y le divierte esta llamarada instantánea y brillante, esta especie de relámpago; la reitero con más pólvora; poco a poco cargo la pistola con poca pólvora y sin taco, luego con otra mayor carga; al fin le acostumbro a oír los disparos, los cohetes, los cañonazos y las más terribles detonaciones.

He notado que los niños rara vez tienen miedo de los truenos, a menos que sean espantosos y realmente incomoden el órgano del oído; de otra manera no temen hasta que saben que el rayo algunas veces hiere o mata. Cuando empieza a asustarlos la razón, haced que les dé ánimo el hábito. Con una lenta y bien dirigida graduación, el hombre y el niño se hacen intrépidos en todo.

En el principio de la vida, cuando son inactivas la imaginación y la memoria, sólo está atento el niño a lo que hace impresión en sus sentidos; y como estas sensaciones son los primeros materiales de sus conocimientos, presentárselas en orden conveniente es disponer su memoria a que un día se las exhiba en el mismo orden a su entendimiento; pero como solamente atiende a sus sensaciones, basta primero mostrarle con distinción la conexión de estas mismas sensaciones con los objetos que las causan. Quiere el niño tocarlo todo, manejarlo todo; no nos opongamos a esta inquietud, que a ella ha de deber el más indispensable aprendizaje; por ella aprende a sentir el calor, el frío, la dureza, la blandura, el peso, la ligereza de los cuerpos; a juzgar de su tamaño, su figura, y todas sus cualidades sensibles, mirando, palpando, escuchando, especialmente comparando la vista con el tacto, y valuando con los ojos la sensación que en sus dedos se excita.

Sólo por el movimiento sabemos que hay cosas que no son nosotros, y sólo por nuestro propio movimiento adquirimos la idea de la extensión. Porque no tiene el niño esta idea, tiende indistintamente la mano para coger el objeto que tiene cerca como el que está a cien pasos. El esfuerzo que hace nos parece señal de imperio, orden que da al objeto de que se acerque a él o a nosotros de que se le traigamos; y nada de esto es, sino que los mismos objetos que al principio veía en su cerebro, y luego pegados a sus ojos, los ve ahora al cabo de su brazo, y no se figura otra extensión que hasta donde puede alcanzar. Téngase cuidado de pasearle con frecuencia, de llevarle de un sitio a otro, de hacerle conocer la mudanza de lugar, a fin de enseñarle a juzgar de las distancias. Cuando empiece a conocerlas, entonces es necesario mudar de método, y llevarle como se quiera y no como quiera él, porque así que no le engaña el sentido, procede de otra causa su esfuerzo. Este cambio es notable y requiere explicación.

El malestar que producen las necesidades se manifiesta con signos, cuando es necesario socorro ajeno para satisfacerlas. De aquí los gritos de los niños; lloran mucho, y debe ser así. Puesto que son pasivas todas sus sensaciones, cuando son agradables las disfrutan callados; cuando son penosas, lo dicen en su lengua y piden alivio. Mientras que están despiertos, no pueden permanecer en un estado de indiferencia; duermen o sienten dolor o gusto.

Todos nuestros idiomas son obra del arte. Por espacio de mucho tiempo se ha indagado si había alguno natural y común de todos los hombres; sin duda que lo hay, y es el que hablan los niños antes que sepan hablar. No es una lengua articulada, pero si acentuada sonora, inteligible; la práctica de las nuestras nos la ha hecho abandonar de modo que enteramente nos hemos olvidado de ella. Estudiemos a los niños y con ellos pronto la volveremos a aprender. En esta lengua las nodrizas son maestras; todo cuanto dicen sus hijos de leche lo entienden, les responden, tienen con ellos conversaciones muy seguidas; y aunque pronuncian palabras, son voces absolutamente inútiles, porque no es la significación de la palabra la que ellos entienden, sino el acento que la acompaña.

Al lenguaje de la voz se une el de los ademanes, que no es menos enérgico: éstos no están en las débiles manos de los niños, sino en sus semblantes. Asombra la expresión que ya tienen estas mal formadas fisonomías; de un instante a otro varían sus semblantes con increíble rapidez; vemos en ellos la sonrisa, el deseo, el susto, que nacen y desaparecen como relámpagos; cada vez parece distinta cara. Tienen los músculos del rostro más movibles que los nuestros; en cambio sus ojos opacos casi nada expresan. Este debe ser el género de los signos corporales: en muecas consiste la expresión de las sensaciones; la de los afectos reside en las miradas.

Así como la debilidad y la miseria constituyen el primer estado del hombre, sus primeras voces son quejidos y llantos. El niño siente necesidades y no las puede satisfacer; implora con gritos el socorro, ajeno; si tiene mucho frío o mucho calor, llora; si tiene hambre o sed, llora; si necesita moverse y le dejan quieto, llora; si quiere dormir y le quitan el sueño, llora. Cuanto menos está a disposición suya su modo de ser, con más frecuencia pide que le muden. No tiene más que un idioma, porque sólo conoce una especie única de incomodidad; la imperfección de sus órganos no le permite distinguir la diversidad de impresiones; y todos sus males forman con respecto a él una sola impresión dolorosa.

En estos llantos que pudieran creerse tan poco dignos de nuestra atención, nace la relación primera del hombre con todo cuanto le rodea; aquí se forja el primer eslabón de la dilatada cadena que constituye el orden social.

Cuando llora el niño es que tiene alguna incomodidad, experimenta alguna necesidad que no puede satisfacer; examinamos, averiguamos qué necesidad es esta, damos con ella y la remediamos. Cuando no atinamos a descubrirla, o no podemos satisfacerla, sigue el llanto, nos importuna; halagamos al niño para que calle, le mecemos, le arrullamos para que se duerma; si no calla, nos enojamos, le amenazamos, y algunas nodrizas de mal genio suelen a veces pegarle. Extrañas lecciones son éstas para el comienzo de la vida.

Nunca se me olvidará uno de estos incómodos llorones a quien pegó su nodriza; callóse al punto y yo creí que se había sobrecogido. Será acaso un alma servil, decía yo entre mi, que nada sin el rigor se alcanza de ella. Me equivocaba; al desventurado le ahogada la rabia, había perdido la respiración; le vi. ponerse amoratado. De allí a un instante empezaron los gritos agudos; todas las señales del resentimiento, la desesperación y el furor de esta edad, las daban sus acentos; temí que expirara en esta agitación. Aunque hubiera dudado si la conciencia de lo justo y de lo injusto era innata en el pecho humano, sólo este ejemplo me lo hubiera demostrado. Estoy seguro de que un ascua que por acaso hubiera caído sobre una mano del niño, la hubiera sentido menos que este golpe muy ligero, pero dado con ánimo manifiesto de hacerle daño.

Esta disposición de los niños a enfadarse, despecharse y encolerizarse, exige grandísima atención. Piensa Boerhaave que la mayor parte de sus enfermedades son de la clase de las convulsivas, porque siendo su cabeza en proporción mas abultada, y más extenso que en los adultos el sistema nervioso, éste es más propenso a irritación. Desvíense de ellos con el mayor cuidado los criados que les provocan, les enfadan, los impacientan y que son cien veces más peligroso, y más funestos para ellos que la inclemencia del aire y de las estaciones. Mientras que sólo en las cosas, y nunca en las voluntades, hallen resistencia los niños, no serán iracundos ni coléricos y se conservarán más sanos. Esta es una de las causas porqué los niños de la gente pobre, más libres, más independientes, son en general menos achacosos, menos delicados, más robustos que los que se pretende educar mejor sujetándoles sin cesar; pero siempre hemos de tener presente que hay mucha diferencia de obedecerlos a quitarles sus gustos.

Los primeros llantos de los niños son ruegos; si no se les hace caso, pronto se convierten en órdenes; empiezan haciéndose asistir y acaban haciendo que los sirvan. De esta suerte, de su flaqueza propia, de donde nace primero la conciencia de su dependencia se origina luego la idea de imperio y dominación; que nuestros servicios, ya empiezan aquí a hacerse distinguir los efectos morales, cuya inmediata causa no se halla en la naturaleza; y, por tanto, se ve que desde esta edad primera importa reconocer la secreta intención que ha dictado el ademán o el grito.

Cuando el niño sin decir nada, alarga con esfuerzo la mano, creyendo alcanzar al objeto porque no aprecia la distancia a que se halla, es un error suyo; pero cuando se lamenta y grita al alargar la mano, ya no se engaña acerca de la distancia, pues manda al objeto que se acerque a él, o a nosotros que le llevemos. En el primer caso, llévesele despacio y a pasos lentos al objeto; en el segundo, no se le den siquiera muestras de haberle entendido; cuanto más grite, menos debe escuchársele. Conviene acostumbrarle desde muy temprano a no mandar ni a los hombres, porque no es su amo, ni a las cosas, porque no le oyen. Por eso, cuando desea algo que ve y quieren dárselo, es mejor llevar el niño al objeto que traer el objeto al niño; de esta práctica saca una consecuencia propia de su edad, y no hay otro modo de sugerírsela.

El abate de Saint-Pierre llamaba a los hombres, niños grandes, y recíprocamente pudiéramos llamar a los niños hombres chicos. Estas proposiciones tienen parte de verdad como sentencias; pero como principios, necesitan aclararse. Cuando Hobbes, calificaba al perverso de niño robusto, decía una cosa enteramente contradictoria. Toda perversidad procede de debilidad; el niño, si es malo, es porque el es débil; denle fuerza, y será bueno; el que lo pudiese todo nunca haría mal. Entre todos los atributos de la divinidad omnipotente, aquel sin el que no podemos concebirla es el de la bondad. Todos cuantos pueblos han admitido dos principios, siempre han tenido al malo por inferior al bueno; de otro modo habrían hecho una suposición absurda. Véase más adelante la profesión de fe del presbítero saboyano.

La razón nos enseña por sí sola a conocer lo bueno y lo malo: la conciencia, que hace que amemos lo uno y aborrezcamos lo otro, aunque independiente de la razón, no se puede desenvolver sin ella. Antes de la edad de razón, hacemos bien y mal sin saber si lo que hacemos es bueno o malo; y no hay moralidad en nuestras acciones, aunque algunas veces la haya en la impresión que en nosotros hacen las acciones de otro relativas a nosotros. Un niño quiere descomponer todo cuanto ve; rompe, hace pedazos lo que puede coger; agarra un pájaro como agarraría una piedra, y le ahoga sin saber lo que hace.

¿En qué consiste esto? Al instante viene la filosofía a señalar como causa nuestros vicios naturales, la soberbia, el espíritu de dominación, el amor propio, la perversidad humana. Acaso añada que la conciencia de su flaqueza incita al niño a que ejecute actos de fuerza y a que se dé a sí propio pruebas de su poder. Pero contemplemos a aquel viejo quebrantado y achacoso, tornado por el círculo de la vida humana a la flaqueza de la infancia; no sólo permanece inmóvil y tranquilo, sino que también quiere que nada se mueva en torno suyo; le turba y desasosiega la menor mudanza y desearía que reinara una calma universal. ¿Cómo ha de producir tan distintos efectos en las dos edades una impotencia misma unida con las mismas pasiones, si no hubiera variado la causa primitiva? ¿Y dónde hallaremos esta diversidad de causas, sino en el estado físico de ambos individuos? El principio activo común de los dos se desenvuelve en el uno y se extingue en el otro; uno se forma, otro se destruye; uno camina a la vida, otro a la muerte. La actividad falleciente se reconcentra en el corazón del anciano; en el del niño es superabundante y rebosa fuera, sintiéndose, por decirlo así, con bastante vida para animar todo cuanto le rodea. No importa que haga o deshaga; bástale cambiar el estado de las cosas, porque todos cambio es acción. Y si parece que tiene más inclinación a destruir, no es por malicia, es porque la acción que forma siempre es lenta, y como la que destruye es más rápida, se aviene mejor con su viveza.

Al mismo tiempo que el autor de la naturaleza da este principio activo a los niños, cuida de que sea poco perjudicial, dejándoles poca fuerza, para que se abandonen a él. Pero así que pueden mirar a las personas que tienen cerca como instrumentos a quienes poner en acción, se sirven de ellos para seguir sus inclinaciones y suplir su propia flaqueza. De este modo se tornan incómodos, tiranos, imperiosos, malos, indómitos; progresos que no proceden de un natural espíritu de dominación, sino que se les infunden; pues poca experiencia hace falta para conocer cuán agradable es obrar por manos de otro.

Con la edad se cobran fuerzas, y se hace uno menos inquieto, más parado, se contiene más dentro de sí propio; se ponen, por decirlo así, en equilibrio el cuerpo y el alma, y ya la naturaleza nos pide sólo el movimiento necesario para nuestra conservación. Pero no se extingue el deseo de mandar con la necesidad que le dio origen; el amor propio le excita, y le halaga el imperio que el hábito fortifica; así el capricho sucede a la necesidad, y empiezan a echar raíces las preocupaciones y la opinión.


CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

domingo, 22 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “VI”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “VI”

EMILIO O LA EDUCACION

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EMILIO
LIBRO PRIMERO


La leche de las hembras herbívoras es más dulce y sana que la de las carnívoras; formándose con una sustancia homogénea a la suya, conserva mejor su naturaleza, y está menos sujeta a la putrefacción. Atendiendo a la cantidad, todos saben que los farináceos hacen más sangre que la carne y también deben dar más leche. No puedo creer que un niño que no fuese destetado antes de tiempo, o que lo fuese con alimentos vegetales, y cuya nodriza sólo comiese vegetales, padeciese nunca de lombrices.

Puede ser que los alimentos vegetales den una leche que se acede más pronto, pero estoy muy lejos de mirar la leche aceda como alimento pernicioso; pueblos enteros que no usan otro, viven muy sanos, y todo ese aparato de absorbentes me parece pura charlatanería. Temperamentos hay a que no conviene la leche, y en tal caso ningún absorbente, se la puede hacer digerir; otro la digieren sin absorbentes. Temen algunos la leche cuajada o los requesones, y es un error, porque sabemos que siempre la leche se cuaja en el estómago, y así se convierte en alimento de suficiente solidez para sustentar las criaturas y a los hijuelos de los animales; si no se cuajara, no haría más que pasar, y no los alimentaría. Vano es cortar la leche de mil modos, usar mil absorbentes; todo aquel que come leche, digiere queso, y esto no tiene excepción. Tan apto es el estómago para cuajar la leche, que la cuajada se hace con estómago de recental.

Creo, pues, que en vez de mudar el alimento común de las nodrizas, basta con que se las dé más abundante y más escogido en su género. La comida de vigilia no es cálida por la naturaleza de los alimentos; el modo de sazonarlos es el que los hace perniciosos. Reformad las reglas de vuestra cocina; no tengáis fritos, ni manjares compuestos con manteca enrojecida al fuego; no arriméis a la lumbre la sal, los lacticinios ni la manteca; no sazonéis vuestras legumbres cocidas en agua hasta que se pongan hirviendo encima de la mesa, y la comida de vigilia, lejos de encender la sangre de la nodriza, la dará leche abundante y de excelente calidad. ¿Sería posible que estando reconocido el régimen vegetal como el mejor para la criatura, fuese para la nodriza mejor el animal? Esto es una contradicción.


En los primeros años de la vida es cuando ejerce el aire una acción particular en la constitución de los niños; penetrando por todos los poros de su blando y delicado cutis, influye poderosamente en sus nacientes cuerpos, y les deja impresiones que nunca se borran. Por eso no es mi dictamen que se saque a una nodriza de su lugar para encerrarla en una habitación de la ciudad y hacerla criar al niño en casa de sus padres; mejor quiero que vaya a respirar el aire sano del campo que el corrompido de la ciudad, que tome el estado de su nueva madre, que viva en su pobre casa y que le acompañe su ayo. Acuérdese el lector de que de no es éste un hombre pagado, sino el amigo de su padre. Pero, se me dirá: ¿y si no se halla ese amigo, si no es fácil, llevarse al niño, si ninguno de estos consejos es practicable?, ¿qué ha de hacerse? Ya he dicho lo que se hace; para eso no se necesitan consejos.

La vocación de los hombres no es de vivir hacinados en hormigueros, sino desparramados sobre las tierras que han de cultivar. Cuanto más se reúnen, más se estragan. Efecto infalible de la demasiada concurrencia, son tanto las dolencias del cuerpo como los vicios del alma. Entre todos los animales, el hombre es el que menos puede vivir en manada, y hombres hacinados como carneros se morirían todos en poquísimo tiempo. El aliento del hombre es mortal para su semejante, expresión no menos exacta en sentido propio que en metafórico.

La sima del género humano son las ciudades. Al cabo de algunas generaciones perecen o degeneran las castas; es preciso renovarlas, y el campo es el que sufraga a esta renovación. Enviad, pues, a vuestros hijos a que se renueven, por decirlo así, y a que recuperen en medio de los campos el vigor que se pierde en el aire contagioso de los pueblos grandes. Se dan prisa las mujeres embarazadas que están en el campo a volver a la ciudad cuando se les acerca el parto, y deberían hacer todo lo contrario, particularmente las que quieren criar ellas mismas a sus hijos; menos les costaría de lo que imaginan; en una mansión más natural para nuestra especie, los deleites imprescindibles de las obligaciones naturales, les quitarían pronto la afición a los que se apartan de ellos.

Luego de concluido el parto, se lava al niño con agua tibia, por lo común mezclada con vino. La adición del vino no me parece necesaria: no produciendo la naturaleza cosa ninguna fermentada, no es creíble que para la vida de sus criaturas importe el uso de un líquido artificial.

Por la misma causa tampoco me parece indispensable la precaución de calentar el agua; y efectivamente, muchos pueblos hay que sin otros preparativos lavan en los ríos o en el mar a los niños recién nacidos; pero afeminados los nuestros antes de nacer, por la molicie de los padres, vienen al mundo con un temperamento ya estragado, que al principio no conviene exponer a todas las pruebas que deben restablecerle. Sólo gradualmente pueden ser restituidos a su primitivo vigor. Empecemos conformándonos al uso y apartémonos de él poco a poco. Lávense con frecuencia los niños; su suciedad demuestra esta precisión. Cuando no hacen más que enjugarlos, les rompen el cutis, pero al paso que tomen fuerza, disminúyase por grados el calor del agua, hasta que al fin los laven en todo tiempo con agua fría, aunque sea helada. Como para que no corran riesgo conviene que sea lenta, insensible y sucesiva esta disminución, podremos servirnos del termómetro para medirla con exactitud.

Establecido ya este uso del baño, no debe interrumpirse, e importa conservarle toda la vida. No sólo le considero como necesario para la limpieza y salud actual, sino también como precaución saludable para hacer más flexible el tejido de las fibras y que cedan sin riesgo ni esfuerzo a los diversos grados de calor y frío. Para esto quisiera yo que en siendo mayor el niño, se acostumbrara poco a poco a bañarse en aguas calientes o frías a todos los grados tolerables. Habituándose de este modo a sufrir los varios temples del agua, que como fluido más denso nos toca por más puntos y nos impresiona más, se haría el hombre casi insensible a las variaciones del aire.

Luego que respira el niño de sus envoltorios, no se permita que le pongan otros donde se halle más comprimido. Fuera capillos, fuera fajas, fuera pañales; mantillas fluctuantes y anchas que dejen todos sus miembros libres, y que ni sean tan pesadas que le impidan sus movimientos, ni tan calientes que no te dejen sentir las impresiones del aire. Póngasele en una cuna espaciosa, bien rellena de lana, donde se pueda mover sin peligro y a su gusto. Cuando ya empiece a tomar fuerza, déjesele que se arrastre por el cuarto; desarrollando y extendiendo así sus miembrecillos, veremos cómo se fortifican de día en día, y al compararle con un niño del mismo tiempo bien fajado, asombrará la diferencia que media entre los adelantos de ambos.

Hay que contar con una fuerte oposición de parte de las nodrizas a quienes da menos que hacer el niño bien atado, que cuando tiene que cuidar de él constantemente. Como por otra parte la suciedad es más visible en un traje abierto, es necesario limpiarle con más frecuencia. Finalmente, la costumbre es el argumento que en muchos países nunca se refuta a satisfacción de la plebe.

No se discuta con las nodrizas, porque es trabajo perdido; mándeseles, véase que lo hacen y no se omita nada para facilitar en la práctica las operaciones que se les hayan prescrito. ¿Y por qué no tomar parte en ellas? Comúnmente, cuando se cría un niño, sólo a lo físico se atiende; con tal que viva y no enferme, poco importa lo demás; pero aquí donde empieza con la vida la educación, desde que nace el niño ya es discípulo no del ayo, sino de la naturaleza. El ayo no hace otra cosa que estudiar con este primer maestro, y estorbar que sean perdidos sus afanes. Vigila sobre la criatura, la observa, la sigue, acecha con diligencia el primer albor de su débil entendimiento, como al acercarse el primer cuarto de luna acechan los musulmanes el momento en que nace.

Nacemos con capacidad para aprender, pero sin saber nada ni conocer nada. Ni siquiera la conciencia de su existencia propia tiene el alma encadenada en imperfectos y no bien formados órganos. Son los gritos del niño recién nacido, efectos puramente mecánicos, privados de inteligencia y voluntad.

Supongamos que, cuando nace, el niño tuviera ya la fuerza y la estatura de un adulto, que saliera por decirlo así, armado de punta en blanco del seno de su madre, como salió Palas, del cerebro de Júpiter; sería este hombre-niño un imbécil completo, una máquina, una estatua inmóvil y casi insensible; nada vería, nada oiría, a nadie conocería, no sabría volver los ojos a lo que necesitase ver; no sólo no distinguiría objeto ninguno fuera de él, sino que tampoco referirá ninguno al órgano del sentido que se le hiciera distinguir; ni estarían los colores en sus ojos, ni estarían los sonidos en sus oídos; no estarían sobre su cuerpo los cuerpos que tocase, ni sabría siquiera que tenía uno; estaría en su cerebro el contacto de sus manos; se reunirían en un solo punto todas sus sensaciones; sólo en el sensorio común existirían; no tendría más que una idea, la del yo; a ésta referiría todas sus sensaciones; y esta idea, o mejor dicho, este modo de sentir, seria lo único en que se diferenciase de cualquier otro niño.

Este hombre formado de repente no sabría tenerse en pie; necesitaría de mucho tiempo para aprender a guardar el equilibrio, acaso no lo intentaría, y veríamos este cuerpo grande, fuerte y robusto, fijo en un lugar como una peña, o arrastrarse por el suelo como los perrillos cachorros.

Sentiría la desazón de las necesidades sin conocerlas ni imaginar medio ninguno de satisfacerlas. Aunque estuviese rodeado de alimentos, no hay comunicación ninguna inmediata entre los músculos del estómago y los de los brazos y piernas que le hiciera dar un paso para arrimarse a ellos, o alargar la mano para cogerlos; y como ya habría tomado su cuerpo todo su incremento, como estarían enteramente desarrollados sus miembros, no tendría la inquietud ni los continuos movimientos de los niños, y pudiera muy bien morir de hambre, antes de moverse para buscar que comer. Por poco que uno haya reflexionado acerca del orden y progresos de nuestros conocimientos, no podrá negar que, con poca diferencia, sea éste el primitivo estado de ignorancia y estupidez natural al hombre, antes de aprender algo de la experiencia o de sus semejantes.

Conócese, por tanto, o puede conocerse, el punto primero de donde sale cada uno de nosotros para llegar al común grado de inteligencia humana; pero ¿quién es el que conoce el otro extremo? Según su ingenio, su gusto, sus necesidades, su talento, su celo, y las ocasiones que de abandonarse a él se presentan, se adelanta más o menos cada uno; pero no sé que haya habido hasta ahora filósofo tan atrevido que dijese: «Este es el término a donde puede llegar el hombre y del que no puede pasar.» Ignoramos lo que nos permite la naturaleza que seamos; ninguno de nosotros ha medido la distancia que entre un hombre y otro puede mediar. ¿Cuál es el ánimo mezquino que nunca inflamó esta idea, y que en su orgullo no dice alguna vez: ¡A cuántos voy dejando atrás! ¡a cuántos puedo pasar aún! ¿Por qué ha de adelantarse a mí un igual mío?

Repito que la educación del hombre empieza desde que nace; antes de hablar y antes de oír, ya se instruye. Precede la experiencia a las lecciones; y cuando conoce a su nodriza, ya tiene mucho adquirido. Los conocimientos del hombre más rústico nos admirarían, si siguiéramos sus progresos desde el punto que nació hasta aquel en que se halla. Si partiéramos el saber humano en dos partes, una común de todos los hombres, y otra peculiar de los sabios, sería la última muy pequeña, comparada con la primera. Pero no atendemos a las adquisiciones generales, porque se hacen sin pensarlo, antes de la edad de razón; y porque, por otra parte sólo por las diferencias se nota el saber, y como en las ecuaciones algebraicas no se cuentan las cantidades comunes.

Hasta los animales adquieren mucho. Tienen sentidos y es necesario que aprendan a hacer uso de ellos; tienen necesidades y es necesario que aprendan a satisfacerlas; es necesario que aprendan a comer, a andar, a volar. No por eso saben andar los cuadrúpedos que desde que nacen se tienen en pie; en sus primeros pasos se echa de ver que hacen pruebas mal seguras. Los jilgueros que se escapan de las jaulas no saben volar, porque nunca han volado. Todo es motivo de instrucción para los seres animados y sensibles; y si tuvieran las plantas movimiento progresivo, seria necesario que tuviesen sentidos y adquiriesen conocimientos, sin lo cual en breve perecerían las especies.

Las primeras sensaciones de los niños son puramente afectivas, y sólo se distinguen en ellas placer o dolor. No pudiendo andar ni agarrar, necesitan de mucho tiempo para formarse poco a poco las sensaciones representativas que le muestran los objetos
fuera de ellos propios; pero antes que se extiendan estos objetos, que se desvíen, por decirlo así, de sus ojos, y adquieran para ellos figuras y dimensiones, empieza el regreso de sensaciones afectivas a sujetarlos al imperio de la costumbre; se les ve volver sin cesar los ojos hacia la luz, y si les viene de lado, tomar insensiblemente esta dirección; de manera que es menester tener cuidado de colocarles de cara a la luz, para que no se pongan bizcos, ni se acostumbren a mirar de reojo. También es preciso habituarlos cuanto antes a la oscuridad; si no, lloran y gritan así que no ven luz. El alimento y el sueño medidos con demasiada exactitud les vienen a ser necesarios al cabo de los mismos intervalos, y en breve no proviene el deseo de la necesidad sino del hábito, o más bien éste añade otra necesidad a la natural; cosa que es preciso evitar.

La única costumbre que se debe dejar que tome el niño, es el de no contraer ninguna; no llevarle más en un brazo que en otro; no acostumbrarle a presentar una mano más que otra, a servirse más de ella a comer, dormir y hacer tal o tal cosa a la misma hora, a no poder estar solo de día ni de noche. Preparad de antemano el reinado de su libertad y el uso de sus fuerzas, dejando el hábito natural a su cuerpo, y poniéndole en el estado de ser siempre dueño de sí propio y hacer en todo su voluntad así que la tenga.





CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
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domingo, 15 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “V”

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SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “V”

EMILIO O LA EDUCACION

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EMILIO
LIBRO PRIMERO


Por la misma razón, no sentiré que Emilio sea de ilustre cuna, que siempre será una víctima sacada de las garras de la preocupación.

Emilio es huérfano. Nada importa que vivan su padre y su madre; encargado yo de todas sus obligaciones, adquiero sus derechos todos. Debe honrar a sus padres, pero sólo a mí debe obedecer; esta es mi primera, o más bien, mi única condición.

Tengo que añadir esta otra, que no es más que una consecuencia forzosa de la anterior; y es que no nos privarán a uno de otro sin nuestro consentimiento.
Esta es cláusula esencial; y aún quisiera yo que de tal modo se tuvieran por inseparables el alumno y el ayo, que siempre el destino de su vida fuera objeto común entre ellos. Así que contemplan, aunque remota, su separación; así que prevén el instante en que han de ser los dos extraños uno para otro, ya lo son, en efecto; cada uno forma su sistema aparte y pensando ambos en la época en que ya no se hallarán juntos, permanecen unidos a disgusto.

Mira el discípulo al maestro como el azote de la niñez; el maestro no considera en el discípulo más que una carga pesada, y sólo ansía verse libre de ella; así de consuno aspiran a librarse uno de otro; y como nunca hay entre ellos verdadero cariño, el uno tendrá poca vigilancia y menos docilidad el otro.

Pero si se miran como obligados a pasar juntos la vida, les importa hacerse amar uno de otro, y por lo mismo se aman en efecto. No se avergüenza el alumno de seguir en su niñez al amigo que ha de tener cuando sea hombre, y el ayo se interesa en los afanes cuyos frutos ha de recoger, siendo todo el mérito que da a su alumno un fondo que pone a interés para su ancianidad.

Este tratado, hecho de antemano, supone un parto feliz, y un niño bien conformado, robusto, y sano. Un padre no puede escoger, ni debe tener preferencias en la familia que le da Dios; todos sus hijos son igualmente suyos; a todos debe la misma solicitud, el mismo cariño. Sean o no defectuosos, sean enfermos o robustos, cada uno de ellos es un depósito, de que debe dar cuenta a la mano de que lo recibió; y el matrimonio es un contrato que se celebra con la naturaleza no menos que entre los cónyuges.

Pero aquel que se impone una obligación a que no le ha sujetado la naturaleza, primero ha de cerciorarse de los medios de desempeñarla; de otro modo, se hace culpable hasta de lo que no pueda lograr. El que se encarga de un alumno endeble y enfermizo, cambia su cargo de ayo por el de enfermero; malgasta en cuidar de una vida inútil el tiempo que había destinado para aumentar su valor, y se expone a ver a una madre desconsolada, echarle en cara un día la muerte de su hijo, cuya existencia, sin embargo, quizás dilató el maestro.

No me encargaría yo de un niño enfermizo y achacoso aunque hubiese de vivir ochenta años; que no quiero un alumno siempre inútil para si y para los demás ocupado únicamente en conservarse, y cuyo cuerpo perjudique a la educación del alma. ¿Qué he de hacer yo consagrándole en balde todos mis afanes, si no es doblar la pérdida de la sociedad, y privarla de dos hombres en vez de uno? Encárguese otro, en lugar mío, de este enfermo; consiento en ello y apruebo su caridad, pero ese no es mi talento; yo no sé, de modo alguno, enseñar a vivir a quien sólo piensa en librarse de la muerte.

Es necesario que para obedecer al alma sea vigoroso el cuerpo; un buen sirviente ha de ser robusto. Bien sé que la intemperancia excita las pasiones y al fin extenúa el cuerpo; muchas veces las mortificaciones y los ayunos producen el mismo efecto por una razón contraria. Cuanto más débil es el cuerpo, más ordena; cuanto más fuerte, más obedece. En cuerpos afeminados moran todas las pasiones sensuales; y tanto más se irritan aquéllos, cuanto menos pueden satisfacerlas.

Un cuerpo débil debilita el alma. De aquí proviene el imperio de la medicina, arte más perjudicial a los hombres que todas las dolencias que pretende sanar. Yo por mí no se cuál es la enfermedad que curan los médicos; pero sé que nos las acarrean funestísimas: la cobardía, la pusilanimidad, la credulidad, el miedo de la muerte; si sanan el cuerpo, matan el ánimo. ¿Qué nos importa que hagan andar cadáveres? Hombres son los que necesitamos, y no vemos que salga ninguno de sus manos.

La medicina está de moda en nuestro país, y tiene que ser así: es la diversión de personas ociosas y desocupadas, que no sabiendo en qué gastar el tiempo, lo emplean en conservarse. Si por desdicha suya hubieran nacido inmortales, serían los más desventurados de los seres; y una vida que nunca temieran perder, no tendría para ellos valor alguno. Esta gente necesita médicos que los amenacen para adularlos, y que cada día les den el único gusto que son capaces de apreciar: el de no estar muertos.

No es mi ánimo extenderme aquí sobre la vanidad de la medicina: mi objeto es considerarla sólo por su aspecto moral. No obstante, no puedo menos de observar que acerca de su uso hacen los hombres los mismos sofismas que acerca de la investigación de la verdad. Siempre suponen que el que visitar a un enfermo le cura, y que el que busca una verdad la encuentra; y no ven que se ha de contrapesar la utilidad de una cura que hace el médico, con la muerte de cien enfermos que mata; y las ventajas del descubrimiento de una verdad, con el daño que hacen los errores que pasan al mismo tiempo. La ciencia que instruye y la medicina que sana, buenas son, sin duda; pero funestísimas la ciencia que engaña y la medicina que mata. Enséñennos a distinguirlas; esa es la dificultad. Si supiéramos ignorar la verdad, nunca nos seduciría la mentira; si supiéramos no querernos curar a despecho de la naturaleza, nunca moriríamos a manos del médico; ambas abstinencias serían puestas en razón y evidentemente ganaríamos sujetándonos a ellas. Yo no niego que la medicina sea útil a algunos hombres, pero sí afirmo que es perjudicial al linaje humano.

Me dirán, como se dice siempre, que los yerros pertenecen al médico, pero que en si misma, la medicina es infalible. Enhorabuena; venga pues ella sin el médico; porque mientras vengan juntos, cien veces más riesgo habrá en los errores del artista, que esperanza de socorro en el arte.

Este arte falaz, más adaptable a los males del ánimo que a los del cuerpo, no es más útil para los unos que para los otros; no tanto nos sana de nuestras dolencias, cuanto nos infunde terror de ellas; no tanto aleja la muerte, cuanto hace que anticipadamente la sintamos; gasta la vida en vez de prolongarla; y aun cuando la prolongase, todavía sería en detrimento de la especie, puesto que nos desprende de la sociedad por los afanes que nos impone, y de nuestras obligaciones por los sustos que nos causa. El conocimiento de los riesgos es lo que nos los hace temibles; quien se creyera invulnerable, de nada tendría miedo a fuerza de armar contra el peligro a Aquiles, le quita el poeta el mérito del valor; cualquiera, en su lugar, habría sido Aquiles.

¿Queréis hallar hombres de verdadero valor? Buscadlos en los países donde no hay médicos, donde se ignoran las consecuencias de las enfermedades
y donde se piensa poco en la muerte. El hombre naturalmente sabe padecer con constancia y muere en paz. Los médicos con sus recetas, los filósofos con sus preceptos, los sacerdotes con sus exhortaciones, son los que acobardan su ánimo y hacen que no sepa morir.

Denme, pues, un alumno que no necesite de todas estas gentes, o no le acepto. No quiero que otros echen a perder mis afanes; deseo educarlo yo solo o no comprometerme a ello. El sabio Locke, que pasó parte de su vida estudiando la medicina, recomienda con eficacia que no se den remedios a los niños, ni por precaución, ni por incomodidades ligeras. Yo iré más adelante; y declaro que no llamando nunca al médico para mí, tampoco le llamaré para mi Emilio, a menos que se halle su vida en peligro inminente, porque entonces no le puede hacer otro daño que matarle.

Bien sé yo que el médico sacará partido de esta tardanza: si muere el niño, será porque le han llamado muy tarde; si se restablece él será quien le haya salvado. Corriente; alábese el médico; pero, sobre todo, no le llamemos hasta el último extremo.

No sabiendo curarse, ha de saber el niño estar malo arte que suple al otro surte muchas veces mejor efecto; arte de la naturaleza. Cuando está malo el animal, padece sin quejarse y se está quieto; no se ven otros animales achacosos que los hombres. ¡A cuantas gentes, que hubieran resistido la enfermedad y sanado el tiempo sólo, ha quitado la vida la impaciencia, el miedo, la zozobra y más que todo os remedios! Se me dirá que como viven los animales de un modo más conforme a la naturaleza, deben estar menos sujetos que nosotros a dolencias. Enhorabuena; ese modo de vivir es el que yo quiero prescribir a mi alumno; y debe sacar de él las mismas ventajas.

La higiene es la única parte útil de la medicina, y aun la higiene menos es ciencia que virtud. Los dos médicos eficaces del hombre, son la templanza y el trabajo; éste aguza el apetito y aquella le impide los abusos.

Para saber cuál es el régimen que más conviene a la vida y a la salud, basta con saber cuál es el que siguen los pueblos que están más sanos, son más robustos y viven más tiempo. Las observaciones generales nos hacen ver que el ejercicio de la medicina no procura a los hombres salud más fuerte y vida más dilatada: por lo mismo podemos deducir que no es útil este arte, sino perjudicial, puesto que emplea el tiempo, los hombres y las cosas sin ningún provecho. No solamente es perdido el tiempo que se gasta en conservar la vida para el uso de ella, y es necesario deducirle del útil, que cuando este tiempo se gasta en atormentarnos, es menos que nulo, es negativo; y para calcular equitativamente, se ha de restar éste del tiempo total de vida. Más vive para sí mismo y para los demás el que vive diez años sin médico, que el que ha vivido treinta víctima suya. Habiendo hecho ambas pruebas, me creo con más derecho que nadie para sacar esta consecuencia.

He aquí la razones por las que deseo que mi alumno sea robusto y sano, y los principios para que se mantenga tal. No me pararé a probar extensamente la utilidad de los trabajos manuales y los ejercicios corporales para fortalecer la salud y el temperamento; este punto nadie le disputa; los ejemplos de longevidad los ofrecen casi todos los hombres que más ejercicio han hecho, y que más fatigas y afanes han sufrido. Tampoco me extenderé a detallar la atención que me merecerá esta materia sola; el lector verá que es tan indispensable en mi práctica, que basta penetrar el espíritu de ella para que no sean necesarias otras explicaciones.

Empiezan las necesidades al mismo tiempo que la vida. El recién nacido necesita una nodriza. Bien está; si se presta la madre a cumplir con esta obligación, se le darán por escrito sus instrucciones, utilidad que tiene el inconveniente de dejar al ayo más distante de su alumno. Es de creer, sin embargo, que el interés de la criatura y la estimación de aquel a quien quieren fiar tan precioso depósito, harán que la madre sea dócil a los consejos del maestro; y de seguro que cuanto quiera hacer, lo hará mejor que otra ninguna. Si necesitamos de una nodriza extraña, empecemos escogiéndola bien.

Una de las muchas desgracias de las personas ricas, es que en todo las engañan. ¿Por qué nos admiramos si forman tan errados juicios de los hombres?
La riqueza es la que las corrompe, y en justo castigo son las primeras que reconocen el defecto del único instrumento que saben manejar. En sus casas todo va mal hecho, menos lo que ellas propias hacen; y casi nunca hacen nada. Si se trata de buscar una nodriza, hacen que se la busque el médico. ¿Y qué resulta? Que la mejor es la que más le ha pagado. No consultaré yo a un médico para la de Emilio; tendré buen cuidado de escogerla por mí propio. Sobre este punto no disertaré acaso con tanta erudición como un cirujano; pero ciertamente caminaré con más buena fe, y menos me engañará mi buen celo que su avaricia.

No tiene mucho que averiguar esta elección; sabidas son las reglas; pero creo que debería ponerse alguna mayor atención en el tiempo de la leche, como se hace acerca de la calidad de ella. La leche nueva es toda serosa, y debe ser casi aperitiva para purgarlas reliquias del alhorre que queda espesado en los intestinos del recién nacido. Poco a poco toma la leche consistencia y ofrece un alimento más sólido al niño, ya más fuerte para digerirla. Ciertamente que no sin objeto hace variar la naturaleza en las hembras de todas especies la consistencia de la leche según la edad del recién nacido.

Necesitaría, por tanto, un niño recién nacido, una nodriza recién parida. Bien sé que esto ofrece inconvenientes; pero así que salimos del orden natural, todo tiene sus dificultades para obrar bien. La única salida cómoda es obrar mal; por eso ésta es la que se escoge.

Seria necesario hallar una nodriza tan sana de corazón como de cuerpo; la destemplanza de las pasiones puede alterar su leche tanto como la de los humores; además de que atenerse meramente a lo físico es no ver más que la mitad del objeto. Puede ser buena la leche y mala la nodriza, que un buen carácter es tan esencial como un buen temperamento. Si se escoge una mujer viciosa, no digo que contraerá sus vicios el hijo de leche, digo si, que se resentirá de ellos. ¿No le debe, además de la leche, solicitudes que exige celo, paciencia, blandura y limpieza? Si es glotona y destemplada, en breve se estragará su leche; si es descuidada y colérica ¿cómo dejaremos a merced de ella a un pobre desventurado que no puede defenderse ni quejarse? Nunca, en ningún asunto, pueden ser buenos los malos para cosa buena.

Tanto más importa la acertada elección de la nodriza, cuanto que no debe tener su hijo de leche otra ama que ella, como no ha de tener otro preceptor que su ayo. Este era el uso de los antiguos, menos argumentadores y más sabios que nosotros.

Cuando habían dado el pecho a criaturas de su sexo, nunca las desamparaban, y por eso en sus piezas teatrales son nodrizas la mayor parte de las confidentes. Imposible es que un niño, que sucesivamente pasa por tantas manos distintas, salga bien educado. A cada variación hace secretas comparaciones que siempre paran en disminuir su estimación a los que le dirigen y, por consiguiente, la autoridad que sobre él tienen. Si llega una vez a persuadirse de que hay personas adultas que no tienen más razón que las criaturas, todo se ha perdido, y no queda esperanza de buena educación. No debe un niño conocer más superiores que su padre y su madre; y a falta de éstos su nodriza y su ayo, y todavía uno sobra; pero es inevitable esta partición; lo único que para remediarla puede hacerse, es que las personas de ambos sexos que le dirijan, estén de tan buen acuerdo, que con respeto a él no sean más que uno.

Preciso es que la nodriza viva con alguna más comodidad, tome alimentos algo más sustanciosos; pero que no varíe enteramente de método de vida, porque una pronta y total mudanza, aun cuando sea de mal en bien, siempre es peligrosa para la salud; y puesto, que su acostumbrado régimen la ha constituido o la ha mantenido sana y robusta, ¿a qué hacérsele variar?

Las campesinas comen más legumbres y menos carne que las mujeres de las ciudades; este régimen vegetal parece más propicio que contrario para ellas y las criaturas. Cuando tienen hijos de leche, de la ciudad, hacen que coman el cocido, persuadidas de que la sopa y el caldo de carne forman mejor quilo y dan más leche. No soy yo en manera alguna de este parecer, y tengo la experiencia en mi abono, la cual nos dice que los niños criados de este modo, están más sujetos a cólicos y a lombrices que los demás.

Esto no es extraño, puesto que la sustancia animal, cuando se pudre, se llena de gusanos; lo que no sucede con la vegetal. La elaborada aunque en leche, en el cuerpo del animales sustancia vegetal; así lo demuestra el análisis de ella; se aceda con facilidad; y en vez de dar señas ningunas de álcali volátil, como las dan las sustancias animales, deja, como las plantas, una sal neutra esencial.






CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

lunes, 9 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “IV”

…CONTINUACIÓN

SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “IV”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido por Ricardo Viñas 2000 – Copyright www.elaleph.com
Todos los Derechos Reservados



EMILIO
LIBRO PRIMERO


Grita el niño al nacer, y su primera infancia se va toda en llantos. Tan pronto le bailan y le acarician para acallarle, como se le amenaza o castiga para imponerle silencio. o hacemos lo que él quiere o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y servidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; y a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por, mejor decir, antes que los pueda cometer. Así es como se infunden pronto en su joven corazón las pasiones que luego se imputan a la naturaleza, y después de haberse afanado en hacerle malo, se quejan de que lo sea.

De esta manera, un niño seis o siete años en manos de mujeres, víctima de los caprichos de ellas y del suyo propio; y después que le han hecho que aprenda esto y lo otro, es decir, después de haber abrumado su memoria con palabras que no puede comprender, o con cosas que para nada le sirven; después de haber sofocado su índole natural con las pasiones que en él se han sembrado, entregan este ser ficticio en manos de un preceptor que acaba de desarrollar los gérmenes artificiales que ya encuentra formados, y le instruye en todo, menos en conocerse, menos en dar frutos de sí propio, menos en saber vivir y labrar su felicidad. Finalmente, cuando este niño esclavo y tirano, lleno de ciencia y falto de razón, tan flaco de cuerpo como de espíritu, es lanzado al mundo, descubriendo su ineptitud, su soberbia y sus vicios todos, hace que se compadezca la humana miseria y perversidad. Es una equivocación, porque ese es el hombre de nuestros desvaríos; muy distinta forma tiene el de la naturaleza.

Si queréis que conserve su forma original, conservádsela desde el punto en que viene al mundo. Apoderaos de él así que nazca y no le soltéis hasta que sea hombre; sin eso nunca lograréis nada. Así como es la madre la verdadera nodriza, el verdadero preceptor es el padre. Pónganse ambos de acuerdo tanto en el orden de las funciones como en su sistema, y pase el niño de las manos de la una a las del otro. Más bien le educará un padre juicioso y de cortos alcances, que el maestro más hábil del mundo, porque mejor suple el celo al talento que el talento al celo.

Pero los quehaceres, los asuntos, las obligaciones... ¡Ah, las obligaciones! Sin duda que la de padre es la postrera. No hay por qué admirarse de que un hombre, cuya mujer no se ha dignado criar a sus pechos el fruto de su unión, se desdeñe de educarle. No hay pintura que más embelese que la de la familia; pero un rasgo sólo mal trazado desfigura todos los demás. Si a la madre le falta salud para ser nodriza, al padre le sobrarán asuntos para ser preceptor. Desviados, dispersados los hijos en pensiones, en conventos, en colegios, pondrán en otra parte el cariño de la casa paterna, o, por mejor decir, volverán a ella con el hábito de no tener apego a nada. Apenas se conocerán los hermanos y las hermanas. Cuando estén todos reunidos de ceremonia, podrán ser muy corteses entre sí, y se tratarán como extraños. Así que no hay intimidad entre los parientes, así que la sociedad de la familia no es el consuelo de la vida, es fuerza recurrir a las malas costumbres para suplirle. ¿Dónde hay hombre tan necio que no vea el encadenamiento de todo esto?

Cuando un padre engendra y mantiene a sus hijos, no hace más que la tercera parte de su misión. Debe a su especie hombres; debe a la sociedad hombres sociables, y debe ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede satisfacer esta triple deuda y no lo hace, es culpable, y más culpable acaso cuando la paga a medias. Quien no puede desempeñar las funciones de padre no tiene derecho a serlo. No hay pobreza, trabajos, ni respetos humanos que le dispensen de mantener a sus hijos y educarlos por sí mismo. Puedes creerme, lector; a cualquiera que tenga entrañas y desatienda tan sacrosantos deberes, le pronostico que derramará largo tiempo amargas lágrimas sobre su yerro y que nunca encontrará consuelo.

Pero ¿qué hace ese rico, ese padre de familia, tan atareado y precisado, según dice, a dejar abandonados a sus hijos? Paga a otro para que desempeñe afanes que le son gravosos. ¡Alma mezquina! ¿Crees que con dinero das a tu hijo otro padre? Pues le engañas, que ni siquiera le das un maestro; ese es un sirviente y presto formará otro como él.

Mucho hay escrito acerca de las dotes de un buen ayo; la primera que yo requeriría, y esta sola supone otras muchas, es que no fuese un hombre vendible. Profesiones hay tan nobles que no es posible ejercitarlas por dinero, sin mostrarse indigno de su ejercicio; así es la del guerrero, así es la del institutor. ¿Pues quién ha de educar a mi hijo? – Ya te lo he dicho; tú propio. - Yo no puedo. - ¡No puedes!... Pues granjéate un amigo; no veo ningún otro medio.

¡Un ayo! ¡Qué sublime alma!... Verdad es que para formar a un hombre es necesario o ser padre, o más que hombre. Esta es la función que confiáis tranquilamente a un asalariado.

Cuanto más reflexiona uno, más dificultades nuevas se le presentan. Sería necesario que hubiese sido educado el ayo para el alumno, los criados para el amo; que todos cuantos a él se acerquen hubieran recibido las impresiones que le deben comunicar; y de educación en educación fuera necesario subir hasta no sé dónde. ¿Cómo es posible que un niño sea bien educado por uno que lo fue mal?

¿No es posible hallar este raro mortal? Lo ignoro. ¿Quién sabe en estos tiempos de envilecimiento, hasta qué grado de virtud se puede todavía encumbrar el alma humana? Pero supongamos que hemos hallado este portento. Contemplando lo que debe hacer, veremos lo que debe ser. De antemano se me figura que un padre que conociese todo cuanto vale un buen ayo, se resolvería a no buscarle, porque más trabajo le costaría encontrarle que llegar a serlo él propio. ¿Quiere adquirirse un amigo? Eduque a su hijo para que lo sea, y se excusa de buscarle en otra parte, ya la naturaleza ha hecho la mitad de la obra.

Uno, de quien no sé más que su jerarquía, me propuso que educara a su hijo. Sin duda fue mucha honra para mí; pero lejos de quejarse de mi negativa, debe alabar mi prudencia. Si hubiera admitido su oferta y errado en mi método, la educación habría resultado mala; al acertar con él sería peor; su hijo, hubiera renegado del título de príncipe.

Estoy tan convencido de lo grandes que son las obligaciones de un preceptor, y conozco tanto mi incapacidad, que nunca admitiré semejante cargo, sea quien fuere el que con él me brinde; y hasta el interés de la amistad fuera para mí nuevo motivo de negarme a él. Creo que después de leído este libro, pocos habrá que piensen en hacerme tal oferta, y ruego a los que pudieran pensarlo, que no se tomen ese inútil trabajo. En otro tiempo hice una prueba suficiente de esta profesión, que me basta para estar cierto de que no soy apto para ella, y aun cuando por mi talento fuera idóneo, me dispensaría de ella mi estado. He creído que debía esta declaración pública a los que al parecer no me estiman lo bastante para creerme fundado y sincero en mis determinaciones.

Sin capacidad para desempeñar la más útil tarea, me atreveré a lo menos a probar la más fácil; a ejemplo de otros muchos, no pondré manos a la obra, sino a la pluma, y en vez de hacer lo que conviene, me esforzaré a decirlo.

Ya sé que en las empresas de esta especie, el autor, a sus anchas siempre en sistemas que no se ve obligado a practicar, da sin trabajo muchos excelentes preceptos de imposible ejecución, y que, por no descender a menudencias y a ejemplos, aun lo practicable que enseña no se puede poner en planta por no haber mostrado la aplicación. Por eso me he decidido a tomar un alumno imaginario y a suponerme con la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para desempeñar su educación, conduciéndola desde el instante de su nacimiento hasta aquel en que, ya hombre formado, no necesite más gula que a sí propio. Paréceme útil este método para estorbar que un autor que de sí desconfía, se extravíe en visiones; porque en cuanto se desvía de la práctica ordinaria, no tiene más que probar la suya en su alumno, y en breve conocerá, o lo conocerá el lector, si no él, si sigue los progresos de la infancia y el camino natural del corazón humano.

Esto es lo que he procurado hacer en cuantas dificultades se han presentado. Por no abultar inútilmente el libro, me he ceñido a sentar los principios cuya verdad a todos debe parecer obvia; pero en cuanto a las reglas que podían necesitar pruebas, las he aplicado todas a mi Emilio, o a otros ejemplos, haciendo ver en detalles muy circunstanciados, cómo se podía poner en práctica lo que yo había asentado; este es a lo menos el plan que me he propuesto seguir al lector compete decidir si le he dado cima.

De aquí ha resultado que en un principio he hablado poco de Emilio, porque mis máximas primeras de educación, aunque contrarias a las usadas, son de tan palpable evidencia, que no es fácil que un hombre de razón les niegue asenso. Pero al paso que adelanto, mi alumno, conducido de otra manera que los vuestros, no es ya un niño ordinario y necesita un régimen peculiar para él. Sale entonces con más frecuencia a la escena; y en los últimos tiempos casi ni un instante le pierdo de vista, hasta que, por más que él diga, no tenga la menor necesidad de mí.

No hablo en este lugar de un buen ayo; las doy por supuestas y supongo también que las poseo yo todas. La lectura de esta obra hará ver con cuánta liberalidad procedo para conmigo.

Observaré solamente, contra el dictamen general que el ayo de un niño debe ser joven y aun tan joven cuanto puede serlo un hombre de juicio.

Quisiera hasta que fuera niño, si posible fuese; que pudiera ser compañero de su alumno, y granjearse su confianza, tomando parte en sus diversiones. Hay tan pocas cosas análogas entre la infancia y la edad madura, que nunca se formará apego sólido a tanta distancia. Los niños halagan algunas veces a los viejos, pero nunca los quieren.

Quisiérase que el ayo hubiese ya educado a otro niño. Pero es demasiado; un mismo hombre no puede educar más que a uno; si fuese necesario educar a dos para acertar en la educación del segundo, ¿qué derecho tuvo para encargarse del primer alumno?

Con más experiencia sabría obrar mejor; pero ya no podría. Aquel que ha desempeñado una vez este cargo con el suficiente acierto para conocer todas sus penalidades, no queda con ánimo para volver a acometer la misma empresa; y si ha salido mal la vez primera, no es buen agüero para la segunda.

Convengo en que es muy distinto acompañará un joven por espacio de cuatro años, que conducirle por espacio de veinticinco. Vosotros dais un ayo a vuestro hijo ya formado por completo, y yo quiero que le tenga antes de nacer. A vuestro parecer, un ayo puede cambiar de alumno cada lustro; mas el ayo que yo imagino nunca tendrá más que uno. Distinguís vosotros el preceptor del ayo: otro error. ¿Distinguís acaso el alumno del discípulo? Una sola ciencia hay que enseñará los niños, que es la de las obligaciones del hombre. Esta ciencia es única; y diga lo que quisiere Jenofonte de la educación de los persas, no es divisible. Por lo demás, yo llamaré mejor ayo que preceptor al maestro de esta ciencia, porque no tanto es su oficio instruir como conducir.

No debe dar preceptos, debe hacer que los halle su alumno.

Si con tanto esmero se ha de escoger el ayo, facultad tiene éste para escoger a su alumno, particularmente tratándose de un modelo que proponer. No puede basarse esta elección sobre el ingenio y carácter del niño, que no se conoce hasta el fin de la obra, y que adopto antes que nazca. Si pudiera escoger, buscaría un entendimiento ordinario, como el que a mi alumno supongo. Sólo los hombres vulgares necesitan ser educados; y sola su educación debe servir de ejemplo para sus semejantes: lo demás se educan a pesar de las contrariedades.

No es indiferente la condición del país para la cultura de los hombres; éstos sólo en los climas templados son todo cuanto pueden ser: en los climas extremados es visible la desventaja. Un hombre no es un árbol plantado en un país para no moverse de él; y el que sale de un extremo para ir al otro, tiene que andar doble camino que quien sale del término medio para llegar al mismo punto que el primero.

Si el habitante de un país templado recorre sucesivamente ambos extremos, todavía saca evidentes ventajas, porque aunque reciba las mismas impresiones que el que va de un extremo a otro, se aparta no obstante la mitad menos de su natural constitución. En Laponia y en Guinea vive un francés; pero no vivirá igualmente ni un negro en Tornea, ni un samoyeda en Benin. También parece que no es tan perfecta la organización del cerebro en ambos extremos. La inteligencia de los europeos no la tienen, los negros ni los lapones. Por eso, si quiero que mi alumno pueda ser habitante de la tierra entera, le escogeré en una zona templada, en Francia, por ejemplo, mejor que en otra parte.

El pobre no necesita educación; la de su estado es forzosa, y no puede tener otra; por el contrario, la que por su estado recibe el rico es la que menos le conviene para sí propio y para la sociedad. La educación natural debe, por otra parte, hacer al hombre apto para todas las condiciones humanas; así menos racional es educar a un rico para que sea, pobre, que a un pobre para que sea rico, porque a proporción del número de ambos estados, más ricos hay que empobrezcan que pobres que se enriquezcan. Escojamos pues, a un rico; estaremos ciertos de haber hecho un hombre más, mientras un pobre puede hacerse hombre por sí solo.

CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»

miércoles, 4 de noviembre de 2009

EL ROUSSEAU TROPICAL “III”

…CONTINUACIÓN
SIMON RODRIGUEZ EL ROUSSEAU TROPICAL “III”

EMILIO O LA EDUCACION

J U A N J A C O B O R O U S S E A U
Ediciones elaleph.com

Editado por elaleph.com
Traducido por Ricardo Viñas 2000 – Copyright www.elaleph.com
Todos los Derechos Reservados



EMILIO
LIBRO PRIMERO



Dícese que algunas parteras pretenden dar mejor configuración a la cabeza de los niños recién nacidos, apretándosela, ¡y se lo permiten! Tan mal están nuestras cabezas, según las formó el autor de la naturaleza, que nos las modelan por fuera las parteras y los filósofos por dentro. Los caribes son mitad más felices que nosotros.

«Apenas ha salido el niño del vientre de su madre, y apenas disfruta de la facultad de mover y entender sus miembros, cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le fajan, le acuestan con la cabeza fija, estiradas las piernas y colgando los brazos; le envuelven con vendas y fajas de todo género, que no le dejan mudar de situación; feliz es si no le han apretado de manera que le estorben la respiración y si han tenido la precaución de acostarle de lado para que puedan salirle por la boca las aguas que debe arrojar, puesto que no le queda medio de volver la cabeza de lado, para facilitar la salida. »

El niño recién nacido necesita extender y mover sus miembros para sacarlos del entorpecimiento en que han estado tanto tiempo recogidos en un envoltorio. Los estiran, es cierto, pero les impiden el movimiento; sujetan hasta la cabeza con capillos; parece que tienen miedo de que den señales de vida.

De esta suerte el impulso de las partes internas de un cuerpo que busca crecimiento, encuentra un obstáculo insuperable a los movimientos que requiere.
Hace el niño continuos e inútiles esfuerzos, que apuran sus fuerzas o retardan sus progresos. Menos estrecho, menos ligado, menos comprimido se hallaba en el vientre de su madre que en sus pañales; no veo lo que ha ganado con nacer.

La inacción y el aprieto en que retienen los miembros de un niño, no pueden menos de perjudicar a la circulación de la sangre y los humores, de estorbar que se fortalezca o crezca la criatura y de alterar su constitución. En los países donde no toman tan extravagantes precauciones, son los hombres todos altos, robustos y bien proporcionados. Los países en que se fajan los niños abundan en jorobados, cojos, patizambos, gafos, raquíticos y contrahechos de todos géneros. Por temor de que se desfiguren los cuerpos con la libertad de los movimientos, se apresuran a desfigurarlos, poniéndoles en prensa, y de buena gana los harían tullidos, para impedir que se estropeasen.

¿Cómo no ha de influir tan cruel violencia en su índole y en su temperamento? Su primer sentimiento es de dolor y martirio; sólo estorbos encuentran para todos los movimientos que necesitan; más desventurados que un criminal con grillos y esposas, hacen esfuerzos inútiles, se enfurecen y gritan. Decís que sus voces primeras son llantos. Yo lo creo; desde que nacen los atormentáis; las primeras dádivas que de vosotros reciben son cadenas y el primer trato que experimentan es de tormento. No quedándoles libre otra cosa que la voz, ¿cómo no se han de servir de ella para quejarse? Gritan por el daño que les hacéis; más que ellos gritaríais si así estuvierais agarrotados.

¿De dónde proviene tan irracional costumbre?

De otro uso inhumano. Desde que desdeñando las madres su primera obligación no han querido criar a sus hijos, ha sido indispensable ponerles en mano de mujeres mercenarias, que viéndose por tal modo madres de hijos ajenos, de quienes no les habla la naturaleza, sólo han pensado en ahorrarse trabajo. Hubiera sido forzoso hallarse en continua vigilancia por el niño libre; pero bien atado se le echa en un rincón sin cuidarse de sus gritos. Con tal que no haya pruebas de la negligencia de la nodriza, con tal que no se rompa al niño un brazo ni una pierna, ¿qué importa que se muera o que se quede enfermo mientras viva?
A costa de su cuerpo se conservan sus miembros, y de cualquier cosa que suceda no tendrá culpa la nodriza.

Estas dulces madres, que desprendiéndose de sus hijos se entregan alegremente a las diversiones y pasatiempos de las ciudades, ¿saben acaso qué trato recibe en la aldea su hijo entre pañales? a la menor prisa le cuelgan de un clavo, como un lío de ropa; y así crucificado, permanece el infeliz mientras que la nodriza cumple sus quehaceres. Todos cuantos se han hallado en esta situación tenían amorotado el rostro; oprimido con violencia el pecho, no dejaba circular la sangre que es arrebatada a la cabeza; y creían que el paciente estaba muy tranquilo porque no tenía fuerza para gritar. Ignoro cuántas horas puede permanecer en tal estado un niño sin perder la vida; pero dudo que pueda resistir muchas. He aquí, según creo, una de las mayores utilidades del fajado.

Dícese que dejando a los niños libres pueden tomar posturas malas y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros.
Este es uno de tantos vanos raciocinios de nuestra equivocada sabiduría, que nunca se ha confirmado por la experiencia. De los muchísimos niños que en pueblos más sensatos que nosotros se crían con toda la libertad de sus miembros, no se ve que uno solo se hiera ni se estropee; no pueden imprimir a sus movimientos la fuerza suficiente para que sean peligrosos, y cuando toman una postura violenta, el dolor les advierte en breve que la cambien.

Todavía no hemos pensado en fajar los perros y los gatos: ¿vemos que les redunde algún inconveniente de esta negligencia? Los niños son más pesados, cierto; pero también son a proporción más débiles. Apenas se pueden mover, ¿cómo se han de estropear? Si se les tiende de espaldas, se morirían en esta postura, como el galápago, sin poderse volver nunca.

No contentas con haber dejado de amamantar a sus hijos, dejan las mujeres de querer concebirlos; consecuencia muy natural. Tan pronto como es gravoso el estado de madre, se halla modo para librarse de él por completo: quieren hacer una obra inútil, para volver sin cesar a ella, y se torna en perjuicio de la especie el atractivo dado para la multiplicación. Añadida esta costumbre a las demás causas de despoblación, nos indica la próxima suerte de Europa. Las ciencias, las artes, la filosofía y las costumbres que ésta engendra no tardarán en convertir á Europa en un desierto; la poblarán fieras, y con esto no habrá cambiado mucho la clase de sus habitantes.

Algunas veces he presenciado yo la artería de mujeres jóvenes que suelen fingir deseo de criar ellas a sus hijos; ya saben hacer de modo que se las inste a dejar ese capricho, mediando los maridos, los médicos y, especialmente, las madres. Un marido que se atreviese a consentir que su mujer amamante a su hijo, es hombre perdido, y le tildarán como a un asesino que quiere deshacerse de ella. Maridos prudentes hay que sacrifican el amor paterno en aras de la paz. Gracias a que se hallan en los lugares mujeres más continentes que las vuestras: mayores tenéis que darlas, si el tiempo que éstas así ganan, no lo emplean con hombres ajenos.

No es dudoso el deber de las mujeres; pero se discute si, supuesto el desprecio que de él hacen, es igual para los niños que los amamante una u otra.

Esta cuestión, de que son jueces los médicos, la tengo yo por resuelta a satisfacción de las mujeres; y yo por mí, pienso también que vale más que mame el niño la leche de una nodriza sana, que la de una madre achacosa, si hubiese que temer nuevos males, de la misma sangre que le ha formado.

Sin embargo, ¿debe mirarse esta cuestión solamente bajo el aspecto físico? ¿Necesita menos el niño del cuidado de una madre que de su pecho? Otras mujeres, y hasta animales, le podrán dar la leche que le niega ésta; pero la solicitud maternal nada la suple. La que cría el hijo ajeno en vez del suyo es mala madre: ¿cómo ha de ser buena nodriza? Podrá llegar a serlo, pero será poco a poco; será preciso que el hábito corrija la naturaleza; y en tanto, el niño,
mal cuidado, tendrá lugar para morirse cien veces antes que su nodriza le tome cariño de madre.

De esta misma última ventaja procede un inconveniente que bastaría por sí solo para quitar a toda mujer sensible el ánimo de dar a su hijo a que le críe otra, que es el de ceder parte del derecho de madre, o más bien de enajenarle; el de ver que su hijo quiere a otra mujer tanto como a ella, y más; el de contemplar que el cariño que a su propia madre adoptiva, es justicia; porque, ¿no debo yo el afecto de hijo a aquella que tuvo conmigo los afanes de madre?

El modo como se remedia este inconveniente, es inspirando a los niños el desprecio de sus nodrizas y tratando a éstas como meras criadas. Cuando han, concluido su servicio, las quitan la criatura o las despiden; y a fuerza de desaires, la privan de que venga a ver a su hijo de leche, que al cabo de algunos años ni le ve ni la conoce. Engáñase la madre que piensa que puede ser sustituida, y que con su crueldad resarce su negligencia; y en vez de criar un hijo tierno, forma un hijo de leche despiadado, le enseña a ser ingrato y le induce a que abandone un día a la que le dio la vida, como a la que le alimentó con la leche de sus pechos.

¡Cuánto insistiría yo en este punto, si me desalentara menos tener que repetir en balde útiles consejos! Esto tiene conexión con muchas más cosas de lo que se cree. ¿Queréis tornar a cada uno hacia sus primeros deberes? Comenzad por las madres y quedaréis asombrados de los cambios producidos. De esta primera depravación procede sucesivamente lo demás; se altera el orden moral; en todos los pechos se extingue el buen natural; pierde el aspecto de vida lo interior de las casas; el tierno espectáculo de una naciente familia, ya no inspira apego a los maridos, ni atenciones a los extraños; es menos respetada la madre cuyos hijos no se van; no hay residencia en las familias; no estrecha la costumbre los vínculos de la sangre; no hay padres, ni madres, ni hijos, ni hermanos, ni hermanas; apenas se conocen todos, ¿cómo se han de querer? Sólo en si piensa cada uno. Cuando la casa propia es un yermo triste, fuerza es irse a divertir a otra parte.

Pero que las madres se dignen criar a sus hijos, y las costumbres se reformarán en todos los pechos; se repoblará el Estado; este primer punto, este punto único lo reunirá todo. El más eficaz antídoto contra las malas costumbres, es el atractivo de la vida doméstica; se torna grata la impertinencia de los niños, que se cree importuna, haciendo que el padre y la madre se necesiten más, se quieran más uno a otro y estrechen entre ambos el lazo conyugal. Cuando es viva y animada la familia, son las tareas domésticas la ocupación más cara para la mujer y el desahogo más suave del marido. Así, enmendado este abuso, sólo resultaría en breve una general reforma, y en breve recuperaría la naturaleza sus derechos todos. Tornen una vez las mujeres a ser madres, y tornarán también los hombres a ser padres y esposos.

¡Superfluos razonamientos! Ni aun el hastío de los deleites mundanos atrae nunca a éstos. Dejaron las mujeres de ser madres, y nunca más lo serán ni querrán serlo. Aun cuando quisieran, apenas si podrían; hoy que se halla establecido el uso contrario, tendría cada una que pelear contra la oposición de todas sus conocidas, coligadas contra un ejemplo que las unas no han dado y que no quieren seguir las otras.

No obstante, todavía se encuentran algunas pocas mujeres jóvenes de buena índole, que atreviéndose a arrostrar en este punto el imperio de la moda y los clamores de su sexo, desempeñan con virtuosa valentía esta obligación tan suave que les impuso la naturaleza. ¡Ojala se aumente el número con el atractivo de los bienes destinados a las que lo cumplen! Fundándome en consecuencias que presenta el más obvio raciocinio, y en observaciones que nunca he visto desmentidas, me atrevo a prometer a estas dignas madres un sólido y constante cariño de sus esposos, una verdadera ternura filial de sus hijos, la estimación y el respeto del público, partos felices sin azares ni malas resultas, una salud robusta y duradera, la satisfacción, en fin, de verse un día imitadas de sus hijas y citadas como dechado de las ajenas.

Sin madre no hay hijo; son recíprocas las obligaciones entre ambos, y si se desempeñan mal por una parte, serán desatendidas por la otra. El niño debe amar a su madre antes de saber que debe hacerlo. Si no esfuerzan la costumbre y los cuidados la voz de la sangre, fallece ésta en los primeros años y muere el corazón, por decirlo así, antes que haya nacido. Desde los primeros pasos, pues, ya nos apartamos de la naturaleza.

Por una senda opuesta salen también de ella las madres, que en vez de desatender los cuidados maternales los toman con exceso, haciendo de sus hijos sus ídolos, acrecentando y propagando su flaqueza por impedir que la sientan, y con la esperanza de sustraerlos de las leyes de la naturaleza, apartan de ellos todo choque penoso, sin hacerse cargo de cuántos accidentes y peligros acumulan para lo futuro sobre su cabeza por algunas pocas incomodidades de que por un instante los preservan, y cuán inhumana precaución es dilatar la flaqueza de la infancia bajo las fatigas de los hombres formados. Para hacer Tetis a su hijo invulnerable, dice la fábula que le sumió en las aguas de la laguna Estigia; alegoría tan hermosa como clara. Lo contrario hacen las crueles madres de que hablo; preparan a sus hijos a padecer, a fuerza de sumirlos en la molicie, y abren sus poros a todo género de achaques, de que no podrán menos de adolecer cuando sean adultos.

Observemos la naturaleza, y sigamos la senda que nos señala. La naturaleza ejercita sin cesar a los niños, endurece su temperamento con todo género de pruebas y les enseña muy pronto qué es pena y dolor. Los dientes que les nacen les causan calenturas; violentos cólicos les dan convulsiones; los ahogan porfiadas toses; los atormentan las lombrices; la plétora les pudre la sangre; fermentan en ella varias, levaduras, y ocasionan peligrosas erupciones Casi toda la edad primera es enfermedad y peligro; la mitad de los niños que nacen perecen antes de que lleguen al octavo año. Hechas las pruebas, ha ganado fuerzas el niño; y tan pronto como puede usar de la vida, tiene más vigor el principio de ella.

Tal es la regla de la naturaleza. ¿Por qué oponerse a ella? ¿Quién no ve que pensando corregirla se destruye su obra y pone obstáculo a la eficacia de sus afanes? Hacer en lo exterior lo que ejecuta ella en lo interior, dicen que es redoblar el peligro, mientras que por el contrario es hacer burla de él y extenuarle. Enseña la experiencia que mueren todavía más niños criados con delicadeza que de los otros. Con tal que no se exceda el alcance de sus fuerzas, menos se arriesga con ejercitarlas que con no ponerlas a prueba. Ejercitadlos por tanto a sufrir golpes que tendrán que aguantar un día; endureced sus cuerpos a la inclemencia de las estaciones, de los climas y los elementos, al hambre, a la sed, a la fatiga; bañadlos en las aguas estigias. Antes que el cuerpo haya contraído hábitos, se les dan sin riesgo los que se quieren; pero una vez que ha tomado consistencia, toda alteración se hace peligrosa. Sufrirá, un niño variaciones que no aguantarla un hombre: blandas y flexibles las fibras del primero, tornan sin dificultad la forma que se les da; más endurecidas las del hombre, no sin violencia pierden el doblez que han recibido. Así que es posible hacer robusto a un niño, sin exponer su salud y su vida; y aun cuando corriese algún riesgo, no se debería vacilar. Una vez que estos riesgos son inseparables de la vida humana, ¿qué mejor cosa podemos hacer que arrostrarlos en la época en que menos inconvenientes presentan?

Es más estimable un niño, cuanto más adelantado en edad. Al precio de su vida junta el de las tareas que ha costado, y con la pérdida de su existencia une en él la idea de la muerte. Por tanto, vigilando sobre su conservación, debe pensarse particularmente en el tiempo venidero y armarle contra los males de la edad juvenil antes que a ella llegue; porque si crece el valor de la vida hasta la edad en que es útil, ¿no es locura preservar de algunos males la infancia para aumentarlos en la edad de la razón? ¿Son esas las lecciones del maestro?

Destino del hombre es el padecer en todo tiempo, y hasta el cuidado de su conservación está unido con la pena. ¡Feliz él, que sólo conoce en su infancia los males físicos; males mucho menos crueles, mucho menos dolorosos que los otros, y que con mucha menos frecuencia nos obligan a renunciar á la vida! Nadie se mata por dolores de gota; sólo los del ánimo engendran la desesperación. Compadecemos la suerte de la infancia, mientras que debiéramos llorar sobre la nuestra. Nuestros más graves males vienen de nosotros.

CONTINUARA…


Publicado por ROMULO PEREZ “por una conciencia Socialista”
« ... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez...»