“Lo cuentan las voces de los que se resisten”
Escritos históricos
Emilio o la
Educación
Emilio
(Extractos del Libro Primero)
Todo está bien al salir de manos del autor de la
naturaleza; todo degenera en manos del hombre.
Fuerza éste a una
tierra para que dé las producciones de otra; a un árbol para que sustente
frutos de tronco ajeno; mezcla y confunde los climas, los elementos y las
estaciones; estropea su perro, su caballo; todo lo trastorna, todo lo
desfigura; la deformidad, los monstruos le agradan; nada le place tal como fue
formado por la naturaleza; nada, ni aun el hombre, que necesita adiestrarle a
su antojo como a los árboles de su jardín.
Peor fuera si lo
contrario sucediese, porque el género humano no consiente quedarse a medio
modelar. En el actual estado de cosas, el más desfigurado de todos los mortales sería el que desde su cuna le
dejaran. Abandonado a sí propio; en éste las preocupaciones, la autoridad, el
ejemplo, todas las instituciones sociales en que vivimos sumidos, sofocarían su
natural manera sin sustituir otra cosa; semejante al arbolillo nacido en mitad
de un camino, que muere en breve sacudido por los caminantes, doblegado en
todas direcciones.
A ti me dirijo, madre amorosa y prudente, que has sabido
apartarte de la senda trillada y preservar el naciente arbolillo del choque de
las humanas opiniones.
Cultiva y riega el tierno renuevo antes que muera; así
sus sazonados frutos serán un día tus delicias. Levanta al punto un coto en
torno del alma de tu hijo; señale otro en buen hora el circuito, pero tú sola
debes alzar la valla.
A las plantas las endereza el cultivo, y a los hombres la
educación. Si naciera el hombre ya grande y robusto, de nada le servirían sus
fuerzas y estatura hasta que aprendiera a valerse de ellas, y le serían
perjudiciales porque retraerían a los demás de asistirle abandonado entonces a
sí propio, se moriría de necesidad, antes de que conocieran los otros su
miseria. Nos quejamos del estado de la infancia y no miramos que hubiera
perecido el linaje humano si hubiera comenzado el hombre por ser adulto.
Nacemos débiles y necesitamos fuerzas; desprovistos
nacemos de todo y necesitamos asistencia; nacemos sin luces y necesitamos de
inteligencia.
Todo cuanto nos falta al nacer, y cuanto necesitamos
siendo adultos, se nos da por la educación.
La educación es efecto de la naturaleza, de los hombres o
de las cosas. La de la naturaleza es el desarrollo interno de nuestras
facultades y nuestros órganos; la educación de los hombres es el uso que nos
enseñan éstos a hacer de este desarrollo; y lo que nuestra experiencia propia
nos da a conocer acerca de los objetos cuya impresión recibimos, es la
educación de las cosas.
Así, cada uno de nosotros recibe lecciones de estos tres
maestros. Nunca saldrá bien educado, ni se hallará en armonía consigo mismo, el
discípulo que tome de ellos lecciones contradictorias; sólo se encamina a sus
fines y vive en consecuencia aquel que vea conspirar todas a un mismo fin y
versarse en los mismos puntos; éste solo estará bien educado.
De estas tres educaciones distintas, la de la naturaleza
no pende de nosotros, y la de las cosas sólo en parte está en nuestra mano. La
única de que somos verdaderamente dueños es la de los hombres, y esto mismo
todavía es una suposición; porque ¿quién puede esperar que ha de dirigir por
completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se
acerquen?
Por lo mismo que es la educación un arte, casi es
imposible su logro, puesto que de nadie pende el concurso de causas
indispensables para él. Todo cuanto puede conseguirse a fuerza de diligencia es
acercarse más o menos al propósito; pero se necesita suerte para conseguirlo.
¿Qué propósito es este? El mismo que se propone la
naturaleza; esto lo hemos probado ya. Una vez que para su recíproca perfección
es necesario que concurran las tres educaciones, hemos de dirigir las otras dos
a aquella en que ningún poder tenernos. Pero, como acaso tiene la voz de
naturaleza una significación sobrado vaga, conviene que procuremos fijarla.
Se nos dice que la naturaleza no es otra cosa que el
hábito ¿Qué significa esto? ¿No hay hábitos contraídos por fuerza y que nunca
sofocan la naturaleza? Tal es, por ejemplo el de las plantas, en que se ha
impedido la dirección vertical. Así que la planta queda libre, si bien conserva
la inclinación que la han precisado a que tome, no por eso varía la primitiva
dirección de la savia, y si continúa la vegetación, otra vez se torna en
vertical su crecimiento.
Lo mismo sucede con las inclinaciones de los hombres.
Mientras que permanecen en un mismo estado, pueden conservar las que resultan
de la costumbre y menos naturales son; pero luego que varía la situación, se
gasta la costumbre y vuelve lo natural. La educación, ciertamente, no es otra
cosa que un hábito. ¿Pues no hay personas que se olvidan de su educación y la
pierden, mientras que otras la conservan? ¿De dónde proviene esta diferencia?
Si ceñimos el nombre de naturaleza a los hábitos conformes a ella, podemos
excusar este galimatías.
Nacemos sensibles, y desde nuestro nacimiento excitan en
nosotros diversas impresiones los objetos; que nos rodean. Luego que tenemos,
por decirlo así, la conciencia de nuestras sensaciones, aspiramos a poseer o
evitar las objetos que las producen, primero, según que son aquellas gustosas o
desagradables; luego, según la conformidad o discrepancia que entre nosotros y
dichos objetos hallamos; y finalmente, según el juicio, que acerca de la idea
de felicidad o perfección que nos ofrece la razón formamos por dichas
sensaciones. Estas disposiciones de simpatía o antipatía, crecen y se
fortifican a medida que aumentan nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia;
pero tenidas a raya por nuestros hábitos, las alteran, más o menos nuestras
opiniones. Antes de que se alteren, constituyen lo que llamo yo en nosotros
naturaleza.
Deberíamos por tanto referirlo todo a estas disposiciones
primitivas, y así podría ser en efecto si nuestras tres educaciones sólo fueran
distintas; pero ¿qué hemos de hacer cuando son opuestas y cuando en vez de
educar a uno para sí propio, le quieren educar para los demás? La armonía es
imposible entonces; y precisados a oponernos a la naturaleza o a las
instituciones sociales, es forzoso escoger entre formar a un hombre o a un
ciudadano, no pudiendo ser uno mismo a la vez ambas cosas.
Toda sociedad parcial, cuando es íntima y bien unida, se
aparta de la grande.
Todo patriota es
duro con los extranjeros; no son más que hombres; nada valen ante sus ojos.
Este inconveniente es inevitable, pero de poca importancia. Lo esencial es ser
bueno con las gentes con quienes, se vive. En país ajeno, eran los espartanos
ambiciosos, avaros, inicuos; pero reinaban dentro de sus muros el desinterés,
la equidad y la concordia. Desconfiemos de aquellos cosmopolitas, que en sus
libros van a buscar en apartados climas obligaciones que no se dignan cumplir
en torno de ellos. Filósofo hay que se aficiona a los tártaros para excusarse
de querer bien a sus vecinos.
El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; es la
unidad numérica, el entero absoluto, que sólo se relaciona consigo mismo,
mientras que el hombre civilizado es la unidad fraccionaría que determina el denominador
y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social. Las
instituciones sociales buenas, son las que mejor saben borrar la naturaleza del
hombre, privarle de su existencia absoluta, dándole una relativa, y trasladar
el yo, la personalidad, a la común unidad; de manera, que cada
particular ya no se crea un entero, sino parte de la unidad, y sea sensible
únicamente en el todo. Un ciudadano de Roma no era Cayo ni Lucio, era un
romano, y aun amaba a su patria exclusivamente por ser la suya. Por cartaginés
se reputaba Régulo, como peculio que era de sus amos, y en calidad de
extranjero se resistía a tomar asiento en el senado romano; fue preciso que se
lo mandara un cartaginés. Se indignó de que se le quisiera salvar la vida. Venció
y volvióse triunfante a morir en horribles tormentos.
Me parece que esto no tiene gran relación con los hombres
que conocemos.
Presentóse el lacedemonio Pedaretes para ser admitido al
Consejo de los trescientos, y desechado, se volvió a su casa, muy contento de
que se hallaran en Esparta trescientos hombres de más mérito que él. Supongo
que esta demostración fuese sincera, y no hay motivo para no creerla tal; este es
el ciudadano.
Tenía una espartana cinco hijos en el ejército, y
aguardaba noticias de la batalla. Llega un ilota, y se las pregunta asustada: «
Tus cinco hijos han muerto. - Vil
esclavo, ¿te pregunto yo eso? - Hemos alcanzado la victoria. » Corre al templo
la madre a dar gracias a los dioses. Esta es la ciudadana.
Juan Jacobo Rousseau
“Por una
conciencia Socialista, dejémonos de guardar silencio”
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